jueves, 20 de diciembre de 2012

Nyoshul

Me llamaban Nyoshul, que significa el Retiro de las lluvias, tenía 15 años cuando vivía recogido en la Shangha de la pequeña ciudad de Bodh Gaya, en el valle de Mahabodhi, en Birmania.

Era el año 827 y yo me encargaba de la limpieza de las celdas y la cocina, y del lavado de las túnicas, que con el tiempo aprendí a teñir delicadamente de azafrán.

A cambio me daban de comer y podía dormir tranquilamente en un rincón del patio, cogía el sueño mirando a las estrellas.

Un día la paz del monasterio tembló por la llegada de un extraño que no se esperaba. Ante la insistente vibración de la campanilla del zaguán, nuestro Rimpoché salió cauteloso a abrir.

Ante el asombro y silencio de los monjes, apareció como de la nada un hombre extremadamente delgado, y sucio, vestido con ropas de campesino de las montañas al sur del Mahabodhi. Pero sonreía.

Hablaron con él en susurros y, agarrándolo suavemente del brazo, lo condujeron a la cocina, y ya a la tarde le dejaron una alfombra vieja junto al pozo, para dormir. Le enseñé a mirar a las estrellas.

Al día siguiente desayunamos juntos en la soledad de la cocina, solo se oía el canto de los primeros mantras de la mañana. Se llamaba Ghatikara y tenía 42 años. Le pregunté por qué sonreía tanto y por qué vino a la Shangha, me contó.

“Yo era campesino y pobre, tenía lo suficiente para vivir, mis padres vivían en la misma aldea y mi mujer estaba embarazada. Me gustaba escribir poesía antigua, y un día, mientras leía poemas a los niños de la aldea, entraron a robar en mi casa. Los ladrones se llevaron lo poco que tenía, hasta los alimentos y los útiles de cocinar, ni siquiera dejaron los animales del corral”

Ghatikara sonreía. Le pregunté por su mujer. “la mataron también”. Cerró los ojos brevemente pero no le salió una lágrima. Le pregunté entonces por qué parecía contento. “porque me han dejado el Sol durante el día y la Luna en la oscuridad y desde entonces me dedico a mendigar”.

Ese día dormimos plácidamente, el silencio del patio de la Shangha fue testigo de una noche clara, con eco de rezos interrumpidos por la gran campana. A la mañana siguiente le lavé sus ropas, y del fondo de un bolsillo de su pantalón saqué un pequeño papel. Era un haiku:

El ladrón ha dejado atrás,
la Luna
en la ventana.

Desde ese día yo sonreí también.
Nyoshul.

martes, 18 de diciembre de 2012

Inesperada

Al final del pasillo abrió su última puerta, y allí estaba, detrás de la bruma, la Eternidad.

domingo, 16 de diciembre de 2012

Territorio Incrédulo. (Homosexualidad Urbana)


Fue una vida a la expectativa, secretamente enamorado de sus morbosos movimientos, de su rítmica y odiosa vanidad. Pasé días y noches en inútil espera de una señal inocente de correspondencia. Le mandé destellos, de duda a través de la niebla, de reflejos en la calzada cuando llovía, que acababan rebotados en los escaparates de en frente.

Pero él siempre se mostró altivo, luminoso, con esa forzada arrogancia que le daba su popularidad, su facilidad de provocar sonrisas de alivio en plena calle. Sabiéndose poseedor del apoyo del vecindario, rechazaba una y otra vez, con una constancia tenaz, todo intento de acercamiento. Fue inútil, ni un atisbo de guiño, ni un rayito de luz, solo me regaló breves y crueles parpadeos, su orgullo le impedía cruzar ese espacio de fidelidades inquebrantables, que nos separó durante años. “Te crees un iluminado”, me gritaba, atravesando como un eco la nube de polución.

Tiré la toalla el día que, por su culpa, atropellaron a la señora mayor que todas las mañanas salía puntual del Café. Tanta energía gastada, intentando protegerla del intenso tráfico de la avenida, para nada. El agente de policía me señaló con un dedo sucio de nicotina.

El maldito muñeco verde sufrió un desfallecimiento y cambió los tiempos, me condenó cuando más lo necesitaba, y para colmo lo homenajearon regalándole el piar de un pajarito.

Y a mí me sustituyeron por el croar de una rana.

lunes, 10 de diciembre de 2012

la leyenda del Camino de la Media Luna (2)

No era cojo, pero renqueaba, y arrastraba levemente la pierna izquierda. No era mudo, pero era duro de hablar, de lengua árida. Tampoco era ciego, pero era raro verle la mirada negra, solo abría los ojos de noche y frente a la lumbre, como si lo visto en sus ochenta y tres años fuera más que suficiente.

Su difícil lenguaje le venía de la zona de las montañas del norte de la provincia, de donde vinieron sus abuelos huyendo del polvo y del hambre. Hablaba un andaluz arcilloso, con algo de portugués alentejano, mezclado con gemidos roncos que se le escapaban involuntariamente por la boca.

Todos los leños ardían ya, y el resplandor titubeaba sobre la piel de barro de las mulas, así que el Cojo se arrancó a contar. Removiendo lentamente las ascuas como si se tratara de pitanzas para un guiso, y con la mirada clavada en el fuego, comenzó a relatarme la historia del camino.

-Esa Luna estraña tiene maldición, te digo niño –sentenció con ojos de negro y fuego – ya pa’ntonces se dicía que las pessoas no volverían nunca de tanta lejanía. Juhhh –emitió su primer resoplido.

-¿Quieres decir la Media Luna? – me salió como un suspiro.

“Sí, el camino de la Media Luna, ese que sale por detrás da iglesia y baja pal‘río por las marraneras. Por el Cristo de Moclín que ni los animales lo quieren andar, que se les mete frio nas entrañas y reculan p’atrás. Jamás vieras a naidie por ahí, te digo niño. Mis agüelos ya referían de un hoyo que se lo tragaba to: canes, bestias ralas y pessoas enteritas, juhhh”.

-Pero es que alguien de tu familia desapareció por allí?.
-¡Dios no lo quiera señorito! – el Cojo soltó su vara, se santiguó y se le estremeció el cuerpo con un breve temblor que me contagió a mí – ¡naidie de mi familia marchara jamais por ese sitio, por la virgen!, no miente usted esas cosas ni de broma, que aluego ocurren verdaderamente!.
-¿Ycómo lo sabes entonces, Juanillo?

“Pos siempre sa dicío que ese camino llegaba demasíado lejos, que non tiene fin, y que una vez que se cruza la Trampa ya está uno perdío. Que los campos que atraviesa no benefician, de pura pedregosa y matas secas, do nunca gente puso pies ni mirada”.

“Se contaba que lo usaban los frailes d’aquí ha ya muitos siclos pa subir a la ermita da Sierra Perdida, que ya en aquellos tiempos de cristianos no volvían todos los que marchaban juhhh, y entonces ya empezaron las habladurías”.

Por la manera en que el Cojo movía los troncos con sus tenazas presentí que esa historia no iba a ser como las demás que corrían por el valle. Yo no me atrevía a moverme de la silla pero él se sacó un paquete de tabaco negro y se encendió un cigarro arrimándose un ascua con las tenazas, después de una lenta y profunda bocanada, y antes de soltar la humareda, me dirigió la primera mirada. Yo me removí en mi asiento.

“Desapareció muitaa gente por ese camino, jornaleros que se iban a robar ceituna a los olivares abandonados, cazadores en busca de zorzales que se alejaban y se les echaba la noche encima, caballos o canes que se escapaban y se los tragaba el hoyo...ese hoyo de arenas movidizas que puso ahí el mismo diablo juhhh”

“Cucha que te diga niño, tu’scuchao hablar de los Ranranes?, pos eran familia rancia, de cante y guitarra pa llorar, por eso mismito les disían ranran. Sobrevivían como una tribu, en las cuevas altas del pueblo, eran mitad germanos fríos mitad gitanos de algarabía, y lo mismito que te montaban una juerga flamenca subían en cuadrillas a varear olivos, eran duros, os que mais rentaban, pero solo cuando querían, los jodíos”.

“Yo conocí a la Frasquita, la enviuda del Miguelito el Ranran, más güena qu’era la condená, pero dura y carcomía como un jierro de chimenea, y su pessoa misma me lo contó toíto. Cosa triste señorito, pero triste, que naidie quisiera falar desto en la cortijada, que’s la liyenda mas negra que se enrumorea, en’deque desapareció la Frasca nos cayó la helá nel cortijo”.

-He oído hablar de los Ranranes, y del Miguelito, mi padre lo conoció y nos contó cosas...pero nunca que hubiera desaparecido, y su viuda tampoco.... – me desconcertó ese cambio de tema, de la leyenda del camino a la viuda del Ranran... y noté como el Cojo se alteró y tiró el cigarro al fuego con rabia.

-¡Cago’ndios que me he'ío de la lengua, juhhh!, ¡que d’eso non se fala cojo, que te lo tienen dicío!

lunes, 3 de diciembre de 2012

La Leyenda del Camino de la Media Luna

Recién cumplidos los 17 años me dio por vivir despacio, explorar a pie las montañas cercanas, disfrutar con cada minucia inútil que se me cruzara, por tomar notas y charlar con los desconocidos y chalados.


Precisamente desconocidos y gente extraña no faltaban en ese campo quieto y torturado por las estaciones, de modo que de repente me encontré, sin necesidad de viajar, en el paraíso de las historias inventadas. 


Las venía oyendo desde pequeño, así que muchas ya me sonaban, las escuchaba de mis primos mayores durante los largos paseos a caballo. Las relataba el tractorista, el Moro, ese personajillo con piel de reptil y desdentado, mientras revisaba el motor de su tractor. 


También se relataban en esos cuartos desnudos y con pequeñas chimeneas de esquina, que tanto abundaban por la cortijada, y que me atraían poderosamente desde pequeño. Historias de cortijos fantasma, de gentes desaparecidas, de muertos que aparecieron vareando olivos. Eran el tema favorito de conversación de Angustias, la cocinera, con su vecina la Jaima, deslenguada y siempre lista para saltar como una víbora, y otras desoladas viejas de los caseríos más altos, que al caer la noche bajaban como grupos de cucarachas a las casas cercanas al rio.


Yo me solía hacer el ausente, pero estaba atento a los detalles, los nombres, los sitios, qué tragedia, quién murió, a quién se le disparó la escopeta, qué caballo se escapó.


Una noche heladora de enero, eché una mano a Juanillo el Cojo, mientras él recogía a las bestias y las iba repartiendo por las cuadras, yo esparcía paja en el suelo con el rastrillo grande, para que los animales no durmieran encima de las piedras desnudas. De todos los personajes de la cortijada, el Cojo era el más siniestro, el de lenguaje más difícil de entender y el de mirada más nublada.


Entre los dos encendimos la pequeña chimenea al fondo de la cuadra principal, donde dormían las mulas pardas, y recuerdo que me contó la única historia que no he necesitado apuntar para tener que recordarla: la leyenda del Camino de la Media Luna. Recuerdo que me metió tanto miedo en el cuerpo que ni me atreví a salir al patio oscuro a por más leña. Recuerdo que era una noche quebrada y que el valle gritaba su silencio....

domingo, 2 de diciembre de 2012

Juro que es verdad

Hoy domingo dos de diciembre lo he dedicado a un pensamiento, lo he retenido en mi mente disfrutándolo, lo he visto, lo he olido, y creo que incluso he estado allí.

La sola idea me secuestró y me llevó a su gran portón de madera. Crujió al abrirse y un personajillo moreno con una amplia sonrisa salió de detrás, de las sombras del zaguán de lo que parecía un enorme caserón en mitad de la ciudad. Me indicó con la mano y me dijo algo como “adelante, está usted en el paraíso, es todo suyo señor”.

Fue en ese instante que intuí que esa era una idea definitiva, fantástica, surrealista, pero que realizada en ese país increíble atravesaría líquidamente nuestra atareada vida urbana y de aceras paralelas, para empujarnos a una vivencia soñada, pero tal vez más real.

Al cruzar las sombras de la entrada ya estaba sumergido en los primeros momentos de placer, de la nada, del pensar, solo yo y exclusivamente vagueando por el primer patio soleado de esa antigua fábrica de tabacos, con sus plantas de verde oscuridad, con una fuente imaginaria que te quería contar toda la Historia de la ciudad.

Y desde el soñoliento patio entré a la eternidad, al goce más desbordante, a un relámpago de incredulidad, a las cinco bibliotecas mágicas con sus 350 mil libros que te observan mirar, y yo me detengo en el sueño, porque me parece tan bonito que es como flotar en la nada: y nada significa nada, un total vacío, feliz vacuidad, como mirar un mar quieto, como observar incrédulo que su superficie es blanca y púrpura a la vez, y sigue quieto, majestuoso en su amplia Nada.

Pero mi sueño fue real, juro que, acompañado de ese entrañable personajillo recorrí más patios y recovecos, vi el olor de los árboles y flores del jardín penetrando por los ventanales de sus cinco pabellones, que ahora son cinco maravillosas bibliotecas. Me encontraba en una infinita ciudad colonial, y dentro de ella en la más bella librería hecha realidad por la Humanidad: la Ciudadela de los Libros.

Ahora que el domingo se acaba a este lado del Mar, mi felicidad pasajera queda pendiente de concretar, me parece imposible imaginarlo otra vez, es un recuerdo escondido en un bosque a punto de arder. Mi sueño se queda en un momento veloz aprisionado entre pensamientos sin piedad, un chispazo de futuribles proyectos que nunca serán. Pero en la Ciudad de México sí.

lunes, 12 de noviembre de 2012

Punto de No Retorno (2), el Café de las Identidades Perversas


Esa noche cerramos el local con nuestra charla interminable sobre el azar y sus casualidades. Al pisar la acera, con los camareros acechando desde dentro, tú parecías haber entendido algo y sin embargo mostrabas cierta preocupación, inseguridad más bien, en tu manera de caminar. El vértigo, intuí.

No era vacilación, porque siempre fuiste segura, era más bien una perplejidad, una fría agitación en tu cuerpo, una vibración humedecida por el convencimiento de haber penetrado en un saber desconocido a tus cincuenta y tantos años. Tú, que lo sabías todo, entonces pude sentir tu miedo a conocer lo desconocido. El maldito Turning Point que te quise explicar inútilmente.

Mientras andábamos solitarios, mirabas furtivamente hacia los árboles negros, enfurecidos por un aire fantasmal, mientras yo gesticulaba vehemente, inventando argumentos convincentes. Y así fue como salimos del Café de las Identidades Perversas, donde a pesar de todo volvemos una y otra vez, a pesar de ser objeto de afiladas miradas, que se cruzan de pared a pared envalentonadas por esos espejos barrocos que mandó poner el dueño del local, el Canalla.

Ese Canalla que no quiere bebedores lentos, de largos cafés que se enfrían delante de conversaciones intangibles, sobre  asuntos interminables que no pueden ni siquiera cotillear los camareros, adiestrados por el jefe para aligerar las mesas pero no para entender murmullos de poetas, o de intelectuales solitarios. Solo quieren bebedores de espressos, de dos sorbos, a lo sumo tres, vividores y metálicos profetas de barra. 

Ese Canalla oscuro, que se dedica a lo que todo el barrio sabe, que cuando caiga en su abismo, cuando se descuelgue por el vacío de su Punto de No Retorno, nos pedirá lloroso una explicación de nuestra teoría alternativa, porque ya es nuestra y no solo mía. Pero ya será tarde, para él, y nosotros nos daremos media vuelta intentando no sonreír, ni pisar por el borde de ese acantilado resbaladizo.

Ya rozaba la madrugada y una interminable nube negra se arrastraba por las últimas plantas de los edificios de la avenida, figuras esqueléticas de antenas de televisión agitaban sus brazos para llamar nuestra atención, y se inclinaban a nuestro paso intentando captar la lúgubre conversación, para radiarla al amanecer por las ondas gratis de alta definición digital, el mundo feliz de los desheredados.

Entonces el eco de un claxon perdido llegó a nosotros rebotando por escaparates, un coche siniestro con amarillos cromados, un Toyota matrícula de Madrid, se nos paró justo delante. La conductora, de negra mirada y pelo amenazante, alzó una mano, un iphone tembloroso le iluminaba el rostro, y tú entendiste la señal. Ahora o nunca. Te abrió una amable puerta sugiriendo que con ella te salvabas, como siempre hacen las buenas amigas: que a donde ella te llevara no habría sorpresas, todo estaba controlado, todo en orden, el feliz y esperado Turning Point de tu vida, perdona que me ria.

Bon Voyage te desee con un gesto, una mueca de cinismo más bien, y sé que lo leíste en mis labios, temblabas cuando ella bajó el seguro de las puertas. Hasta mañana. En el Café de las Identidades Perversas.  

sábado, 10 de noviembre de 2012

Punto de No Retorno / Turning Point.


El local oscurece lentamente, no se está haciendo de noche, simplemente se cubre el cielo de una capa gris y espesa que amenaza tormenta. La actividad fuera es frenética, parece que la gente, al oler la lluvia que se acerca, se mueve más aprisa.

Dentro se encienden las luces y se crea un ambiente que cubre como el polvo a los pocos clientes que permanecemos dentro, y la superficie de cristal de las mesas se hace mate. Del exterior se cuela, a través de la gran fachada de cristal, una luz amarillenta de farolas insomnes.

Y tú y yo hablamos del Punto de No Retorno, o mejor el Turning Point, mi última teoría existencial. Te la explico y no te convence, no me extraña, tú viniste a este bar a beber, no a escuchar teorías filosóficas. Pero el azar ha hecho que nos veamos en este café donde las historias de Paul Auster se elevan sobre el ruido de copas y conversaciones banales.

“El Punto sin Retorno”, te insisto, tú asientes y miras hacia la calle buscando identidades usurpadas, en esta ciudad sin identidades. “Entre los 40 y los 50 años de edad”, pero tú giras la cabeza buscando los ruidos de la calle, la oscuridad que trae la lluvia te atrae poderosamente. Sin darnos cuenta el café se va llenando de solitarios cronocopios y famas cargadas de ego. Entra la Maga y el ruido se rompe en un instante de silencio, ahora son los vasos, voces y risas con ecos los que explican mi teoría.

Ni tú, ni el público, os creéis ya nada, aquí cada cual lee sus propios relatos, tú enlazas tu vida con desconocidos y yo continúo con mis teorías inexplicables. “Cuando se alcanza el Turning Point ya no hay vuelta atrás, no lo entiendes?”, no. “Pues llegas a una edad en que todo parece controlado, todo en orden, todo bien. Pero de repente suena la música del azar. Y da vértigo”. “es esa edad en la que ya no te crees eso de que tu padre era Dios”. Ahora callas. Vinimos a este café a beber y hablar y acabamos leyendo y callados.

Los camareros ya no atienden, las farolas de la calle hace rato que no ilumina la lluvia, ni el interior del local. Las caras del público están apagadas, cuanta perplejidad, parece que me entendieron, maldito azar.

One57


OneFiftySeven, acabas de cumplir 57 años y tu vida es una mierda, OneFiftySeven repites mentalmente. Su sandwich de pepino y rúcola señor Freeman, ¿le puso mozzarella?, sí señor Freeman, es un dólar cincuenta y siete centavos. OneFiftySeven, eres obsesivo, las vistas al East River quitan el aliento, pero tu vida es una mierda. Solo queda una hora y 57 minutos para el fin de semana, OneFiftySeven, por qué te compraste esa oficina en la 157 oeste, hoy no quieres zumo y pides una Miller’s fría. El ipad encendido, conectado al localizador de vuelos del JFK, es un viernes soleado. Señor Freeman, ¿si?, John Siccone trajo la fianza. OneFiftySeven, iréis a la casa de tus suegros en Vermont, interestatal 1, salida por la estatal 57. No, mierda. Sue ¿cuánto ha depositado el cliente?, Uno con cincuenta y siete señor. ¿Millones de dólares Sue? sí señor. Joder eso es mucha pastaOneFiftySeven exactamente.
Posas el dedo en el ipad.

Jose María Sánchez Alfonso. 157 palabras, OneFiftySeven. 

miércoles, 7 de noviembre de 2012

Conversaciones desde el otro lado




‑ Olga, cariño, hoy te has adelantado, como el invierno – la recibió en la entrada del piso, con una sonrisa falsa y nerviosa, la mirada de soslayo. 
- Y tú también – contestó sin saber realmente que decir, sorprendida de verle ahí tan solícito junto a la puerta –, ya veo que has cerrado las cortinas de nuestro cuarto, sabes que no me gusta echarlas hasta que nos metemos en la cama.
- Estás cansada, mira, iba a poner un poco de música mientras termino la cena. Oye: y cómo es que has llegado antes hoy? – Mateo le indicó el sofá con el brazo haciéndole un gesto para que se sentara, intentando no parecer forzado.
-¿Desde cuándo me recibes con música? – preguntó entre extrañada e incómoda, pero no quiso insistir porque su pareja tenía razón; estaba cansada y solo tenía ganas de sentarse frente a la televisión y cenar algo caliente.
- Es que el cambio de estación me pone romántico, ya sabes cómo soy yo – intentó disimular su agitación con una frase estúpida que ni él mismo comprendió.
- De verdad, no te conozco, ¿qué te pasa hoy? – no tenía ganas de discutir, era evidente que algo pasaba, pero ella alternaba los ojos entre el atrayente sofá y la televisión, que ya emitía las noticias de las nueve.
- Este cuadro encima del sofá me inquieta, los cielos tan negros, el rebaño huyendo para refugiarse en el bosque, el castillo tan oscuro en la colina...
- Por Dios, Mateo, este cuadro no te ha preocupado en tu vida, tengo hambre, voy a cambiarme y vengo en un momento – pero él le impidió el paso interponiendo con disimulo una pierna y sonriendo de nuevo falsamente.
- Olga, escucha, lo oyes?....¿oyes el viento? – hizo un esfuerzo desesperado por parecer relajado, como si nada pasara, solo se le ocurrió decir eso, la típica tontería sin sentido que solo se puede decir cuando se está al borde del abismo.
- ¿Te refieres al cuadro o a la calle?, oye, ¿me dices de una vez qué te pasa?
- Fíjate en la cara del pastor, está espantado porque pierde su rebaño y le angustia la tormenta que se echa ya encima, es hora de que cambiemos este cuadro, me angustia, me provoca desasosiego. No sé.... – tragó saliva, la nuez le subió y bajó muy lentamente, en un esfuerzo consciente  para evitar que se le notara la angustia.
- Mateo por favor, venga ya, voy a cambiarme.
- Que no Olga, hoy no, hoy te voy a traer la cena al sofá, te pongas como te pongas. 

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Ahora que empezaba a disponer de todo el tiempo del mundo, se metió el invierno, y la única ventaja que le veo es la temprana y mojada noche que cubre la calle desde las seis de la tarde.

Las mañanas son sufribles, ya lo eran de todas formas, y si hago alguna escapada a la carrera es a la tienda de comestibles junto al portal, pero las tardes son eternas, un divagar por pensamientos reiterativos, y sin sentido, un deambular por losetas que se empeñan en reflejarme, a lo largo de un apartamento polvoriento y semidesnudo, casi ausente de muebles pero lleno de recuerdos en la oscuridad.

Inventar pensamientos, ese es mi pasatiempo favorito, de esos que acaban revotando una y otra vez contra las ventanas del otro lado de la calle, a eso dedico la tarde. Y mirar, y mirar desde mi salón detenidamente los movimientos, hasta los más mínimos, de los vecinos de los edificios de enfrente. Con unos prismáticos de medio tamaño y cómodamente reclinado en el sillón de orejas que he colocado junto a la cristalera del comedor.

La pareja del cuarto piso del edificio de ladrillos, situado justo frente a mí, sin niños y ausentes durante el día, se sientan a cenar en un sofá verde de dos plazas, mirando hacia mi ventana, con una tenebrosa pintura de Caspar David Friedrich colgado a sus espaldas. 

Normalmente a las nueve la pareja perfecta emerge, con sus bandejas en la mano, de la brillante profundidad de la cocina y se adentran en una desolada penumbra de salón. Hablan en tono tedioso de lo ocurrido durante la jornada, gestos mecánicos, miradas cansadas después de un día de trabajo lejos de casa, el reflejo blanquecino de la televisión les da un aire fantasmal y vibrante que me intriga y me fascina a la vez.

Pero hoy no. Son las nueve y diez y la pareja perfecta está de pié junto al sofá verde, me dan la espalda y gesticulan, se diría que estudian y discuten los detalles del cuadro en el que nunca antes se habían fijado.

No suelen cerrar las persianas del dormitorio hasta que entran para dormir a las 11, en punto, pero hoy, extrañamente, esas persianas están echadas y hay una mujer fuera en el pequeño balcón, protegida del mal tiempo con una gabardina beige y un paraguas rojo. A pesar de la oscuridad puedo distinguir su mirada interrogante y angustiada, está paralizada y atrapada en ese metro cuadrado sin escapatoria.

Abajo en la calle puedo distinguir un taxista malhumorado haciéndole gestos, parece harto de esperar, el tubo de escape suelta humo. La mujer de la gabardina calcula la altura una y otra vez pero desiste.  
                           



domingo, 4 de noviembre de 2012

Tormentas y mentiras


      
Contándolo ahora puede dar la impresión de que ocurrió hace mucho tiempo, a veces me parecen siglos, pero solo sucedió hace 15 años. Recuerdo el invierno de 1987 como el más crudo de nuestra vida, el año que nos llevó al límite de las ganas de vivir y al borde mismo del abismo.

Y no todo fue por culpa de las tormentas, aunque solo con ellas hubiera sido suficiente para que se nos derrumbara el mundo, las mentiras también tuvieron mucho que ver para hundirnos y para salvarnos. No se recuerdan dos años seguidos de un Noroeste tan violento que parecía mandado por alguien que odiaba la presencia de seres humanos en esta costa, y que se alió con un océano que pareció volverse loco, un desconocido por completo para nosotros, y a punto estuvieron de hacernos naufragar.

A esto se sumó la escasez de pesca en los caladeros donde los hombres de esta zona han pescado toda la vida. Pero esto ya venía de atrás, fueron realmente varios años de escasez en el mar y de pasar necesidades.
Y solo hicieron falta algunas conversaciones en el bar del puerto, en voz baja con esos hombres de fuera. Y los mismos malditos otra vez rondando a Cristóbal en sus horas bajas, esperándolo en la soledad del muelle. 

Lo sabían desolado y sobrevolaban sobre él como buitres carroñeros, esperando pacientemente que su víctima cayera de rodillas, parecían oler desde las alturas un simple un gesto de desesperación. Esos colombianos mal nacidos supieron tentarlo pillándolo por sorpresa en las esquinas ventosas del pueblo o en sus solitarios paseos nocturnos de vuelta del puerto a casa.

Hasta que lo atraparon, y al Antón lo cazaron también. Pobres tontos, con dos buenas traineras de tamaño medio y motores de 300 caballos tenían suficiente. Con el patrón manejado como un pelele y dos buenos marineros por barco ya tenían el equipo, los muy cabrones. Unas buenas comisiones y un plan de trabajo sin complicaciones ni riesgos, todo muy fácil, fueron suficientes.

Después del primer invierno de tormentas se formó la primera gran mentira. La Catuxa se convirtió en la tonta de la casa, me lo tragaba todo, o eso aparentaba por el bien de la familia. Cuando el dinero empezó a correr con tanta alegría ya le empecé a preguntar y él empezó a mentir como un bellaco.

- ¿Es que mejoraron los caladeros o qué?– le preguntaba yo sin ganas mientras terminaba la cena y él se sacudía la humedad del mar en la chimenea.
- Que si Catuxa, que ya te dije que esto va para arriba otra vez– siempre fue de pocas palabras, como todos los marineros, así que yo lo dejaba en paz. Pero los niños si querían saber.
- Padre, si hay más peixes entonces habrá para bicicletas en Reyes?.
- Ahora sí, y habrá para más.
- Y para mí, que ando deslomada de restregar ropa, una lavadora d’esas, no?– me atrevía a decir inocentemente, sin intuir siquiera a esas alturas que habría para mucho más.
- Esto va a cambiar, el Mingo, que lo sabe todo de marinería, díjome que vienen años de Noroeste calmo y mais peixes no mar do Anxo– lo decía sin mirarnos a la cara, con los ojos fijos en el fuego, y frotándose fuerte las manos, para convencerse a si mismo que no estaba mintiendo.

Fueron 18 meses de salidas discretas al caer la tarde, hasta los domingos marchaban, al mar bajo de Anxo decían, y perdíanse de la vista por el Cabo da roca soltando dos hilitos de humo negro que se fundían con la niebla. Nada de mar de altura ni grandes olas, decían, solo pegados a la costa .

Regresaban silenciosos a la madrugada, con el ronroneo de la vergüenza estrellándose contra los muros de la escollera. Se acercaban al puerto como dos lobos que vuelven al monte con los ojos brillantes y la boca humeante de sangre fresca, y con la panza de las traineras llenas de dios sabe que.

Pero la gente no tardó en darse cuenta de que algo raro pasaba, el Antón iba a ver a sus suegros a Muxia cruzando el pueblo sin disimulo, con su BMW nuevo. Mi Cristobal bajaba al bar del puerto con su todoterreno rojo a estrenar. Mis hijos pedaleaban por las calles enseñando unas bicicletas demasiado caras. Y la Martiña y la Catuxa fueron las últimas en enterarse de los detalles, tontas de nosotras con la mentira delante, y no la veíamos de lo cerca que la teníamos y de lo grande que era. O no la queríamos ver.

Una tarde bajó a mi casa la Martiña con cara de muerta y respirando a duras penas, parecía ahogarse, no hizo falta que abriera la boca, lo leí todo en esa mirada de loca. La agarré del brazo y nos metimos deprisa en el lavadero del corral, para que pudiera hablar, lejos de las lenguas de las vecinas, y de los oídos de la abuela.

En la oscuridad del cuartito nos hinchamos de llorar, nos desahogamos en un abrazo largo, pero por más que llorábamos no veíamos la salida a una mentira tan gorda. Se rumoreaba en el pueblo que la Guardia Civil rondaba a los maridos, que andaban detrás de ellos y los vigilaban, que estuvieron preguntando a los marineros en el bar, y se decía hasta que anduvieron por la cofradía para hablar con el Mingo.
En el mercado nos dirigían miradas como cuchillas. El silencio, cuando cruzábamos la plaza, quemaba como el fuego. Los cuchicheos resonaban dentro mi cabeza como gritos de viejas locas que señalaban con el dedo.

Meigas de aldea vestidas de negro me rodeaban en sueños oscuros y se reían de mí a carcajadas hasta hacerme despertar sudando, y en la soledad de la cama esperaba asustada hasta oír, ya de madrugada, el esperado ronroneo lejano, navegando pesado y lento sobre las olas del dinero, y solo entonces respiraba tranquila.

Me di cuenta entonces de que esto acabaría muy mal sin posibilidad de evitarlo, y al menos, pensé, debería saber cuándo vendrían a por nosotros para tenerlo todo preparado, para evitar que los niños y la abuela presenciaran algo tan humillante para la familia.

Al día siguiente me presenté en el cuartelillo de Castredo dispuesta a hablar con Tiago que llevaba años allí destinado como sargento, sabía que él no me negaría información, desde niños estuvimos muy unidos, yo siempre fui su prima favorita y a pesar de no habernos visto desde hace unos años, él no me dejaría tirada al borde de la ruina, no sin al menos haberme echado una mano.


- Catuxa, no me pidas eso, por favor, sabes que pongo en riesgo mi puesto– le planteé el asunto por sorpresa y sin rodeos, él se quedó en blanco al escucharme y se puso cruzar las piernas de un lado y otro, nervioso.

- Tiago, primo, no me dejes tirada, esto es lo más duro por lo que he pasado en mi vida– yo intentaba controlarme y mantener un mínimo de dignidad en mis palabras, pero él se dio cuenta inmediatamente de mi desesperación.

- Prima pero ¿no te das cuenta de que me pides información secreta de un asunto bajo investigación?– me miraba intensamente a los ojos, se pasaba nervioso las manos por la cabeza, sudaba por todos los poros, el pobre lo estaba pasando peor que yo.

La conversación no duró mucho, la relación que nos unía tuvo más fuerza que la amenaza para su carrera profesional. Solamente me dijo que vendrían a por Cristóbal en dos semanas, exactamente el martes 1 de noviembre, fiesta de los difuntos, porque sabrían que ese día nadie salía a “faenar”. Y vendrían a la hora de la siesta, porque a esa hora lo pillarían seguro, y desprevenido, los fillos de puta.

No tenía tiempo que perder, a la desesperada me puse a montar una mentira más grande aún, que tapara a la anterior, como cuando una tormenta devastadora borra las huellas que una anterior que ya causó daño haciendo parecer que no pasó. Y para urdir mentiras a las mujeres no hay quien nos gane, así que me puse manos a la obra, junto con la abuela.

- Mi hermano Cristóbal, ah, sí sí, mi hermano, cómo está mi hermano.....Cristobal?– recostado en su cama con la mirada perdida en los montes sembrados de eucaliptos, no me había conocido todavía.

- Xurxo, mírame bien, soy tu cuñada, la Catuxa– hacía años que no nos veíamos, siempre lo tratamos como un mueble inútil en la familia, vivía por su cuenta de lo que pillaba, nunca estuvo del todo con la cabeza en este mundo – te veo muy bien, no has envejecido para nada– le mentí para intentar ganármelo.

- La Catuxa.....coño! la Catuxa, ya te recuerdo, ¿qué se te perdió en Corrubedo?, ¿cómo demonios encontraste la casa?... – ahora sí me clavó la mirada, tenía las mismas facciones, los ojos iguales a los de su hermano, idénticos, la misma mirada profunda y azul que me provocó un leve  temblor de emoción.

- Xurxo, escúchame bien, Xurxo ¿me estás escuchando?......– Se lo conté todo al detalle, no me quedé con nada, me desahogué esa tarde. Estuve con él hasta que se echó la noche y no me fui de allí hasta que no estuve segura de que lo entendió todo, hasta que no se hizo a la idea de la gravedad de la situación de su hermano y su familia. Me volví a casa conduciendo por esas carreteras de dios, con el corazón en un puño, con la duda metida como la humedad en el cuerpo.

Mi primo Tiago dio en el clavo, un furgón de la Guardia Civil subía por la cuesta del puerto hacia nuestra casa a la hora de la siesta, yo estaba apoyada en la ventana de la salita que daba a la calle, temblando como un rodaballo recién pescado, muerta de miedo y agarrándome fuertemente al respaldo del sofá. No saldría, no podía salir, mi plan iba a fallar porque todo fue una ilusión fruto de la desesperación, tonta de Catuxa al borde del derrumbe y de las lágrimas, con la cara demacrada y huesuda, te lo habías ganado por haber escondido la mentira tanto tiempo, todo se iba al carajo. Dos guardias se bajaron del furgón verde y cruzaban la calle en dirección a mi puerta. Cristóbal, todo inocente, se echaba agua en la cara para irse al bar del puerto a pasar la tarde, y ya se le oía bajar por las escaleras.

En ese momento, justo cuando los civiles tocaban el timbre de la puerta, a menos de un metro de mí, y el Cristóbal ponía los pies en el rellano de la escalera, se oyó el claxon de un coche aparcando junto a nuestra puerta. Era el Ford fiesta azul de Xurxo, que me vio antes de salir y me saludó con la mano. Los dos guardias se giraron hacia el coche y al ver a mi cuñado le hicieron bajar del coche y le pidieron la documentación, le hicieron gestos para que los siguiera y lo introdujeron en el furgón. Entonces ya me fallaron definitivamente las piernas y me derrumbé junto al sofá.

Ahí se llevaban a un hombre inocente, un pobre desgraciado al que los médicos habían regalado seis meses más de vida, y que nació unos segundos antes que su hermano.








lunes, 8 de octubre de 2012

Por fin maté a mi vecina de arriba, la del quinto B, ocurrió anoche, a las cuatro de la madrugada....

y fue en un arrebato de liberación, porque ya no pude más, subí furioso, saltando los escalones de tres en tres, se retorció sin dolor de un navajazo limpio, y murió feliz. Acabé por fin con esa loca del quinto, después de 35 años de taconeos provocadores, reproches amargos, gritos por el patio, y de insufribles miradas en el ascensor. Descansa en paz, María del Pensamiento.

miércoles, 3 de octubre de 2012

Una puerta en la muralla

                                     (foto tomada en la muralla de la Alhambra el pasado domingo)                                                                      


La puerta sigue cerrada            
pero te intuyo detrás,
no te veo hace años, no te veo
solamente sé que estás.

Te imagino escondida 
en un jardín abandonado, 
de flores salvajes, plateado de arrayanes 
y de granados gritando.

Detrás de esa puerta estás, 
a la sombra de las tardes blancas, 
apoyada en la fuente de azulejos rotos, tantos ya, 
la que suelta el agua a murmullos sobre el canalillo: 
“correr por mis laberintos, 
subir las cuestas empedradas, 
salir a besaros, por mis plazoletas desnudas, 
amaros en esta ciudad 
de puentes silenciosos y paredes mudas”.

Siempre el mismo agua fría, siempre el mismo rumor, 
el mismo viento que abrazaba las hayas, 
traía las nubes de oscuro temor, 
y las escondía detrás de las murallas. 

Un cielo alto,  
un ciprés orgulloso, 
un patio secreto, de ventanas altivas
tu pelo negro, tus manos, tus ojos.

Vuelvo todos los otoños,
a buscarte entre las celosías, 
a escuchar al arroyo frío  
y golpeo la puerta cerrada, 
¿por qué no sales, Granada?.

jueves, 27 de septiembre de 2012

Viaje de ida y vuelta



¿Cómo pudimos llegar allí sin conocer el camino? 

Esta es la historia de ese paseo. Que planeamos tanto cuando eramos libres y retrasamos cuando, por fin, podíamos hacerlo. 
Pero ha sido real como todo lo vivido, juro que no ha sido un sueño, porque oí tu voz en mi oído: “despierta, son las nueve, estamos por fin solos, por qué no lo hacemos hoy?”, ¿te refieres al paseo por lo eterno? te contesté.


                                                    


Fue un sábado de otoño,
con la mañana fría
fue temprano, como los deseos,
muy temprano, por qué te amaría.

Y ese lugar debía estar
donde no hubiera sierras
ni ríos, ni ciudades
solo océano, solo azul
solos con nuestras soledades.

Veintitrés años esperando
para dar ese paseo,
la orilla mansa y vacía
y tres caballos blancos, galopando.

Eternidad que nos esperaría
donde siempre la imaginamos
siguiendo la línea de costa.
Justo allí, donde se acaba el tiempo, nos amamos.

Con un sol de nubes blancas
y un inmenso azul delante,
entre dunas y murmullos
lo Eterno fue como amarte.

Y los tres caballos blancos
galopaban de felicidad
el agua clara, la arena tibia
por eso supimos, que era nuestra eternidad.

Volvimos sin mirar atrás
después de cumplir el sueño,
un sábado de otoño y brisa suave,
atrás veintitrés años

miércoles, 26 de septiembre de 2012

De lluvia y sexo


La primera mañana de lluvia les sorprendió haciendo el amor.

Les provocó una sonrisa última sin apenas esfuerzo, sin quejido de placer y quizá una sensación de amar ligero (vieron las gotas resbalando lentamente por la ventana, sintieron esa seca humedad dentro de si).

Que ya no amarían jamás en madrugadas de verano, con lluvias torrenciales y turbias, que amarían más bien en noches ahogadas de placer y furia de almohadas, ahogadas en pasión, que a partir de ahora serían, solo Ser.

Y juran que lo harían libres ya de sudor y con movimientos de cuerpo cercano y respirado, de íntimas noches de cortinas echadas cayendo a impulsos de líquido húmedo, amor!. (y los amantes inquietos se revolvieron entre repentinas bajadas de presión atmosférica y empuje arterial a punto de sucumbir en un bramido de fusión histérica), Animal.

¿Cuánta poesía llenó ese vaso oscuro?, ¿cómo pudo la repentina lluvia colarse esa mañana pausada, de ritmo de corazones lentos, lamentos de inspiraciones de aire fresco y miradas desfogadas?, por rendijas no imaginadas, por la rabia cercana a explotar, Sexo.

Pero la primera lluvia es como la primera mujer, siempre se agita más aún cuando fluye ligera por esos caños secos del final de un setiembre escaso, pero acaba resbalando dispersa y blanca sobre piernas de lujuria, Hambre.

Sucedió que volvieron la vista a un exterior bronco y gris que se dispersaba hacia el mar y decidieron darle la espalda desnuda para internarse de nuevo en un mundo de oscuridad carnal y sábanas, ahora ya amadas. Lluvia.

martes, 11 de septiembre de 2012

La Argentina y el fin del mundo


El silencio es dueño del amanecer cuando subo la persiana medio dormido, y me asomo a un día limpio y profundo que viene ya por el mar, es un presagio, el instinto que me sopla un mensaje de algo cercano a punto de ocurrir. La felicidad viene a galope sobre un cielo todavía negro… y pienso en una ciudad lejana, a dos mil kilómetros al norte.

Junto a un mar frio, es soleada, con muchos cafés, y tiendas de ropa usada, vintage. Las aceras siempre llenas de gente, entre el gentío distingo una cara familiar. La llamo pero no me oye, gira la cabeza como buscando algo, siento frio entonces y cierro la ventana. Ahora los ladridos suenan huecos y ahogados.

Y el día es claro, aparecen las primeras nubes diminutas junto al sol, no son nubes, poeta, son miles de gaviotas negras a su alrededor. Se apagan las primeras luces de la ciudad, al igual (pienso) que en esa ciudad del norte. Vuelvo entonces a abrir la ventana en un arrebato de optimismo. Corro por la casa abriendo todas las ventanas. 

Será un día grande. Se acercan las gaviotas riendo, se disuelven las nubes, el mar se encrespa de un blanco limpio, el cielo ya es azul inmenso, la cafetera por fin me silba una música conocida.

Mientras recorro el pasillo siguiendo la estela del humo de café intento poner orden entre tanta felicidad momentánea, a ver: una ciudad lejana, el mar frio, la luz clara, un relato de poética muy contenida, las ventanas abiertas de par en par. Pero fue una despedida con llanto, sin palabras, mi hija dio media vuelta y se perdió entre el gentío.

Bebo el café mientras el tren se aleja de la ciudad lejana, hacia un aeropuerto en la lejanía y por fin un avión en lo alto, muy lejos de todo, más allá de todo lo lejano. Contemplo por última vez la ciudad allá abajo, diminuta ya, con sus calles abarrotadas y ella perdida, pero una maldita nube inmensa me la tapa para siempre. Y vuelvo a llorar.

Suena el timbre y abro la puerta. Me encuentro con una mujer rubia de piel transparente y mirada helada, un hombre joven con ojos negros y tristes y a su lado una niña petrificada. Llevan unas revistas baratas y de formato pequeño.
-   
    -Señor, perdone tan temprano…- dijo el hombre algo nervioso.
    -Nada, nada, dígame- miro de soslayo las revistitas.
    -Mire señor, estamos haciendo la misma pregunta a los vecinos del bloque-.
    -Si…
    - ¿Cómo cree usted que será el fin del mundo?- y se me quedan mirando los tres.
-   - Mire –siento el café cálido en la garganta- , ahora mismo no le puedo responder a eso, pero si tocan en el B se lo dirán con todo detalle, son constructores y la suegra recién llegó de la Argentina para quedarse un mes. 

jueves, 23 de agosto de 2012

Y después, el Otoño


Nos sentábamos frente a frente en el borde del muro pintado de cal, entre dos enormes tiestos de geranios, un pié al aire y el otro sobre el terrazo. A pasar las últimas tardes de verano. La cancela abierta a nuestro lado, el terraplén polvoriento, el camino entre arenas y retamas, y al final la orilla.

Los días ya no eran iguales, el aire era más ligero, ya no estaban los primos de la ciudad, solo quedaban la abuela y su amiga inglesa que solía venir a España algunos veranos. Paquita la criada barría sin ganas la terraza.

La casa se quedaba vacía, abajo la playa callada se alisaba poco a poco, sin pisadas de bañistas. Pasábamos las tardes con miradas a los ojos, nos cogíamos las manos, inventando tonterías sin sentido. A nuestra espalda un cielo limpio y una luz de otoño nos avisaban de un final próximo.

La sombra de la palmera ya era oblicua y larga, ya no se proyectaba sobre el estanque, sino sobre el tejado. Otro aviso más que no nos importaba, a esa edad nada importaba, se acababa el verano y qué, se marchaban todos y qué, quedábamos tú y yo, ignorantes de todo.

Solo una vaga sensación de hacernos algo más adolescentes, los dos con la piel tostada, y los ojos claros. A ti ese verano te salieron pecas y yo me hice un hombre. Y nos atraíamos confundidos de pasión extraña.

Desaparecías entre las dunas blancas, yo te llamaba, la tarde callaba mientras las adelfas nos protegían de miradas. Yo te atrapaba y te cogía entre mis brazos, tú forcejeabas riendo a carcajadas, pero al final te rendías, quedabas atrapada entre mi cuerpo y la arena cálida.

Al otro lado el mar no nos podía ver. Y después, el otoño.

martes, 21 de agosto de 2012

Un lugar, un libro, una mujer.


Se pasea a diario por la Rua de Santa María como sin quererlo, le cuesta avanzar por su empedrado, sabe que al final de la calle tendrá que girar hacia el puerto, y después la Bahía, la ciudad, y hasta la isla entera. Y puedo ver su cara de sorpresa cuando se asoma finalmente a la inmensidad del océano, sabiendo que lo tiene que recorrer todo también.

-Zé, lo acabo de ver asomándose por el campanario de Sao Tiago.
-Pues si corres a la ventana de la sala lo verás rebuscando debajo de los soportales del mercado.
-Lo sé, lo hace todas las mañanas. Pero solo por el lado de los pescadores.
-Claro, no querrás que le ilumine los cuatro costados, él solo aparece por el Este.
-No es por eso, es porque no quiere encontrarse de sopetón con todo el mar. No lo soportaría, lo conozco muy bien. Prefiere ir poco a poco por la parte baja de la ciudad.
-No me extraña que digas esas cosas, te pasas todo el día ahí asomado…..

Me da igual lo que me diga, desde la ventana de la Travessa do Forte lo veo ya de tarde, en el horizonte, fundiéndose en púrpuras oscuros y cielos lejanos, y por el Oeste la ciudad se oscurece en un mar de tejados rojos, entre las torres de Sâo Martinho, Santa Clara y la Sé.

Un día entraré en el bar que han abierto abajo, el cartel de madera dice “Tasca Literária, Dona Joana Rabo-de-Peixe”, sobre las nueve de la noche empiezan a llegar, yo bajo rápido y me hago el tonto apoyado en la puerta de la pasteláría, no pierdo detalle, veo a Dom Joâo Carlos, y después le siguen todos esos escritores vestidos de negro y con sombreros viejos, y hasta la poetisa Dona Arminda aparece con libretas y lápices para repartir ahí dentro.

Cuando ya han entrado todos me subo deprisa a la casa, nunca me pierdo como los acantilados gritan a la línea del horizonte provocando su carrera hacia ese lugar donde los barcos deciden desaparecer para siempre, detrás del mar, aún no sé para qué.

-¿Y este bar por qué se llama así?- le pregunté a un señor vestido de blanco.
-Esto no es un bar, chico, es una Tasca Literária.
-Lo sé, los veo entrar todos los martes por la noche, pero ¿por qué se llama así?
-Es complicado de explicar, ¿a ti qué más te da?
-Zé dice que hay en el barrio una mujer que la apodan la Rabo-de-Peixe, que todavía vive, y que se llama Dona Joana.
-Pues será.

Aburrido de intentarlo, levanto la cabeza y veo una farola atormentada por la soledad, apoyada en la esquina de la albergária, que apenas lanza más oscuridad sobre los empedrados, ya no distingo los negros de los blancos, y su sombra muere aplastada bajo las sombrillas de los bares, los gatos huyen asustados.

-Zé ¿por qué la llaman Rabo-de-Peixe?
-¿y tú por qué no sales a jugar con los demás chicos del barrio?
-Me ha dicho el panadero que la conoce, y que es por el culo tan bonito que tenía, me hizo así con las manos, dibujó una forma de sirena.

Los puedo ver al fondo de la tasca, están sentados en el enorme sofá de piel negra, rodeados de cachivaches, pinturas de africanas desnudas y estanterías con libros. Se lo pasan en grande, proclaman poemas, beben y toman tablas de queso, cacahuetes y cosas así. Se nota que el jefe es el poeta de melena y barba blanca, Dom Joâo Carlos Abreu.

-Pisss, pisss- me llama haciéndome gestos con la mano- entra, sí, tú, ven un momento.
-¿quién, yo?- entro y me tiemblan las piernas, el local está todo oscuro, huele a vino barato y madera, lo tengo que atravesar todo hasta llegar al sofá, que parece que se lo traga todo, hay cuatro escritores metidos en el, por lo menos, más cuatro o cinco alrededor.
-Me han dicho que vienes por aquí todas las tardes, ¿qué es lo que quieres saber?
-Solamente qué tiene que ver la mujer con la tasca, y por qué salís de aquí tan tarde, cantando a voces y atravesando la densa humedad de la madrugada, os veo desde mi ventana. Yo quiero ser poeta como usted.
-Toma este libro, anda, aquí hay historias del barrio, lo acabo de escribir.  

El libro cabe en la mano del poeta, es blanco y se titula Dona Joana Rabo-de-Peixe.

-Zé, ¿Cuándo volverán mis padres?
-Cualquiera sabe.

Entonces me parece que Funchal, que ya es como un cielo negro con miles de estrellas, se sumerge en el océano, y de la oscuridad del puerto salen veleros de papel, a estas horas ya es un puerto fantasma, negro, negro imposible de ver. Los barcos salen en silencio, atemorizados, se alejan de la ciudad, van hacia las Islas Desertas y allí se los traga la noche, el Universo das Memorias.