domingo, 16 de noviembre de 2014

Exorcismo pret a porter



Siento mucho respeto por los que conviven a diario con los miedos, yo soy el primero en sentirlos llegar, me he convertido en un experto en cogerlos al vuelo. Yo soy el miedoso número uno, es más; soy un cobarde que vive alternando entre un refugio de historias de papel y el exterior expuesto a los temores del mundo. De hecho es que escribo estas líneas para ahuyentar los temblores que me asaltan a diario, estas letras me las escribo primero a mano, y me las dirijo a mí, es como un auto exorcismo express que no necesita de cruces ni rosarios, ni curas de negro con absurdos rituales. Solo una moleskine y un lápiz bien afilado.

Confieso que la mitad de mis días los paso metido en una cueva en la que me siento ajeno a las amenazas que nos lanza el mundo, ya sé que las cuevas son húmedas y oscuras, pero como todos los cobardes (y todos lo somos un poco, quién lo va a negar?), prefiero esa sensación de falsa seguridad que nos da nuestra cueva interior con la sórdida luz de la mesita de noche, con ese goteo incesante de dudas, con las estalactitas de húmedas sospechas que se van formando con desesperante lentitud, lo prefiero, sí, a la lluvia torrencial, y a veces violenta, que está cayendo ahora mismo, ahí fuera.

Pero igual que me sincero con vosotros al decir que soy un maldito cobarde, tengo que decir claramente, a mí mismo y por escrito, que recientemente estoy cogiendo la costumbre de salir con más frecuencia de la cueva. Dejé de salir solamente los días de pleno sol para probar también en las mañanas intratables de otoño, esas en las que se rodean los charcos para vadear la realidad. Poco a poco lo que fue un capricho, una aventura incluso, se está convirtiendo en un hábito, y ahora le he cogido el gusto incluso a las tardes que oscurecen prematuramente y acaban cayendo de rodillas frente a los temporales de poniente. Ya sé lo que estáis pensando: que suena a retórica, a literatura, y lo es. Es la Literatura. Es mi salvación.

Miremos a los ojos del miedo más extendido, el miedo a la muerte, ¿qué es la muerte sino literatura?, ¿alguien por favor me puede decir si ha experimentado o ha visto a la muerte? de acuerdo, deja tu comentario en este blog y hablamos de tu experiencia en el otro lado ¿Hay algo a lo que tengamos más miedo, pavor diría yo, que la muerte?, pues no existe. Es una invención, pura habladuría. Aunque sospecho que gente con intereses ocultos y sotanas polvorientas, sectas monetarias neoliberales y grandes compañías de seguros, viene usando este tema recurrente desde los orígenes para asustar a los pobres pagadores de impuestos. Un momento, no vale decir que habéis estado muy cerca de la muerte y le habéis visto la cara. Eso es trampa, es como decir que has estado a punto de ganar la lotería. O que estás aprendiendo a volar cuando en realidad es un sueño recurrente. Como decir que eres feliz, eso es una ingenuidad, la felicidad no se tiene; se experimenta o se atisba de vez en cuando, pero nadie la tiene.

Y ya que no existe la muerte, dejémosla en paz. Primer miedo derruido. Ni una frase más.

Yo le temería más al presente, ese si tiene garras y dientes. Y rima con todo lo peor: ausente, penitente, se siente, pariente, gerente. Gente maledicente.

El miedo es el recelo hacia la misma vida que arrastramos de forma callada desde que nacemos, por recibir, y sin nuestro consentimiento, todo lo que no hemos pedido: el mismo nacer, la estricta moral, el amor y su contrario, las religiones y nacionalismos, la identidad que marca, el éxito que esclaviza, la autoridad que somete, ese vecino omnipresente, el error humillante. Y a pesar de saber todo eso, seguimos agachando la mirada cuando se nos habla de los grandes miedos, como quien mira para otro lado cuando es obligado a hacer algo, pero que realmente se muere por hacer. Es estar deseando que llegue el tórrido julio y a la vez que se acaben los sufrimientos y sudores que trae el levante. Es la rabia de no tener suficiente tiempo para hacer todo eso que nos niegan una y otra vez, es la frustración por no poder saltar todas las vallas que nos colocan aquellos que precisamente nos llaman cobardes. El miedo es la ignorancia sufrida en el ascensor por ese vecino aterido de temores sin sentido, y que no te mira a la cara por intuir que Tú tiemblas tanto o más que él.

Seamos sinceros, por fin, nos morimos de miedo por todo lo que suene a vivir a destajo, tener un trabajo, perderlo, no tener hijos o tenerlos y tener que mantenerlos, enamorarse y odiar después, ganar dinero y desprenderse de el. Nos aterra a la vez el futuro y su inminente llegada: el ubicuo presente. O dicho de otra manera, tememos al presente porque es una forma de atisbar y hasta rozar lo que vendrá en breve y que queremos evitar a toda costa por desconocerlo.

Corremos por el escurridizo instante como el que surfea una ola que es demasiado grande sabiendo que no podrá mantenerse en su cresta hasta el final. Por eso huimos hacia Facebook, tuiteamos sin parar, por eso la cháchara continua en bares y calles, las cenas y reuniones de clubes y asociaciones. Corremos en dirección contraria al miedo, de ahí el clamoroso éxito del wasap y google +, porque nos echan una mano en la carrera, porque nos evitan mantenerle la mirada al testarudo y ubicuo presente.

Y por fin llegamos, el Gran Miedo, con mayúsculas. El miedo más básico, innato, intrínsecamente humano, el miedo al silencio. ¿Por qué? Porque el silencio eres tú sin el disfraz, despojado de tanta palabra, ese a quien te resistes a conocer. Los ojos que evitan el espejo durante el afeitado, el que gesticula detrás de la máscara, la persona que se esconde detrás de tu profesión. Cuando te sientas frente al silencio te enfrentas a ti mismo. Nos tenemos miedo y de ahí nacen todos los miedos. Por eso huimos.  

Por eso yo uso la Moleskine y el lápiz, para sentarme junto a mí, a solas, un rato cada día. Para conocerme. Exorcismo pret a porter.

José María Sánchez Alfonso. Noviembre de 2014

miércoles, 12 de noviembre de 2014

Soledad (2) El invisible paso del tiempo

Primeras mañanas

Esa noche no vimos nada porque cenamos a oscuras entre el rumor del agua y las casas. Nos fuimos a la cama sobre las doce y creo que soñé con el río lamiéndose sus propias piedras y arrastrándolas unos metros corriente abajo.

  Son calladas las primeras mañanas, de asombro, al abrir las ventanas por primera vez y estrenar un paisaje, unas caras nuevas, unas palabras que suenan recién inventadas. Las primeras mañanas de nuestras vidas nos enfrentan a miradas esquivas, nos asoman a pozos de existencias ajenas. Lo insólito de lo recién descubierto, la montaña muda que nunca pudimos imaginar y que ahora por fin la tenemos ahí. Las primeras mañanas siempre tienen la magia de lo desconocido, del caminar por nuevos senderos sin significado aún, sin destino marcado, donde las historias están por contar y las que están no tienen final. Donde nosotros los recién llegados, los eternos ausentes, estamos dispuestos a aceptar todo, mentiras y verdades mezcladas, porque solo oiremos lo que encaje con nuestra vida y nuestro tiempo recién traído al nuevo lugar. Y nada más. Porque lo demás no existe.

Ella dormía la primera mañana, cuando abrí el ventanal de la salita que daba a la aldea. Los tejados de pizarra negra se apretujaban, brillaban lisos antes de que el sol apareciera por el otro lado de las montañas. Me abrazó por la espalda, me besó en el cuello y se colgó suavemente de mí mientras el bosque se desprendía de la noche.  

Todos los silencios

Los silencios allí son presencias lentas, voces bajas, vidas leves. Las palabras allí son silencios ajenos, solo caen al aire por su propio peso, como frutas maduras que se separan del árbol al ser dichas, y una vez pronunciadas tienen un único significado.

Vimos pocas personas en la aldea esos días, y quizá no haya muchas más de las que vimos. Una gata negra dormía todas las noches en el alfeizar de nuestra ventana, las mismas cinco golondrinas volaban alocadas entre las casas y el río, Idoia –la mujer de Fomo– envuelta en su delantal a cuadros. Rufo, el melancólico mastín blanco que merodeaba por las cuestas empedradas, dos viejas sentadas como estatuas detrás del cristal de su galería, apenas unos hombres doblados sobre sus huertas. Y de fondo el bosque, siempre el bosque.

Del exterior solo sabíamos por el panadero, el solitario Andoni, un hombretón del norte de manos gruesas y cejas como matorrales, que llegaba con su furgoneta blanca a las nueve de la mañana. Desde la aldea se le veía subir, apareciendo y desapareciendo a un ritmo de vals, por las curvas que venían desde la parte baja del valle. Cuando paraba la furgoneta en mitad de la plaza tocaba varias veces el claxon como en un ritual, y en unos minutos se congregaba bajo el castaño toda la existencia de los alrededores. Al abrir las puertas traseras se escapaba el perfume caliente del pan, trayendo de vuelta a tantos ausentes. Yo le compraba una barra de pan aún sabiendo que probablemente no la tomaríamos, solamente por sentirme rodeado de esa breve humanidad, por la danza de la furgoneta trazando curvas en la carretera, por observar como envolvía cada pan en una hoja diferente del Diario Montañés: las barras blancas las daba con noticias del valle, las hogazas grandes con artículos de opinión, y los panes de centeno con las esquelas. Aunque solo fuera por la chulería de la maniobra de despedida y por verle finalmente la sonrisa pegada al retrovisor, ¿es que no valía todo eso 85 céntimos? Andoni se marchaba a otra aldea, con su soledad.

Buscamos los silencios huyendo del ruido que provoca nuestra propia huída, escapamos de la aglomeración del día. Buscamos la nada de la ausencia, la ausencia de nuestros mundos cotidianos, la humana necesidad de no ser reconocidos temporalmente, de no ser esclavos de una identidad, para luego volver al sur de la memoria, recuperada y nuestra otra vez, pero ya de otra manera.

El resto del día era puro silencio, una vez marchado el panadero se iniciaba el juego de las medias frases apoyadas al sol de las esquinas y de las nostalgias escondidas detrás de los visillos. Cada cual a lo suyo, cada cosa en su lugar, ni una palabra de más, ni susurros se oían. Las casas de sillares como siglos, la iglesia como una fortaleza, el frontón vacío. Y las piedras, las piedras del río, de las calles, de la montaña.

La profundidad del tiempo

            –Fomo, ¿no temes al olvido, no echas de menos el tiempo?
            
            –No necesitas lo que nunca has tenido, mira este cielo, ahí arriba, ¿lo echas de menos en tu tierra?
–¿Y cómo escapáis aquí del pasado, del paso invisible del presente?, ¿cómo soportar tanto silencio, distinguir el día de la noche, la vida de los ausentes?

–Sube con tu mujer al bosque más alto, donde el camino junto al rio se estrecha y se convierte en sendero te encontrarás un prado alto, crúzalo y trepa por el roquedo en la umbría, entrarás en el bosque de hayedos plateados, busca siempre la oscuridad, no hay señales, no mires para atrás. Sabrás que has llegado porque de repente todo se detiene, hace frío y se escucha el silencio. No se ve el cielo porque luchan en lo alto los robles y las hayas antiguas.

Mientras ella se entretenía cogiendo hojas caídas y tomando fotos con su cámara nueva yo me senté en una pequeña vaguada, apoyé la espalda en un tronco y cerré los ojos. Sin duda ese era el corazón de la Soledad más remota. Donde no llegaban las águilas. Pareció durar una eternidad porque el tiempo no pasaba, ni se oía. Entonces recordé lo que estaba grabado en una madera a las afueras de la aldea.

“Cuando a la mañana la neblina toma el bosque, este se va cubriendo de olvido, lenta e imperceptible se eleva el silencio que dormía en sus laderas. Y cuando se disipa a la tarde, todo el valle parece flotar y queda impregnado por la memoria”.

Últimas mañanas
            
                 –La última mañana no la vamos a ver.

            –No hay últimas mañanas si no huyes del tiempo, si vives en la soledad buscada y no la encontrada por sorpresa.

          Eso fue lo último que recuerdo, lo que creo que dijo cuando ya subía la ventanilla del coche, esa madrugada helada de mediados de agosto en la que al coche le costó arrancar. Las dos viejas seguían petrificadas en su galería, como si no hubiera pasado el tiempo. Idoia nos observaba con aire ausente desde el interior del colmado, con las manos resguardadas en el delantal.

Conducía mi mujer. Durante cientos de kilómetros solo oímos la rodadura del coche por la llanura. Este mundo es tan extraño que parece oscurecer solamente para que podamos soñar, que la luna grande se pasea por el cielo para hacernos sentir pequeños, y que los bosques hablan solo cuando te sientas en la profundidad de su silencio. Que los panaderos abren las puertas del cielo y reparten los recuerdos que cada cual encarga, en Soledad.

José María Sánchez Alfonso. Noviembre de 2014




sábado, 25 de octubre de 2014

Soledad (1): viaje al norte



 “La soledad no se encuentra, se hace. La soledad se hace sola. Yo la hice. Porque decidí que era allí donde debía estar sola, donde estaría sola para escribir libros”. Estas palabras, escritas por Marguerite Duras en un dramático momento de soledad auto impuesta, me provocaron el deseo irreprimible de viajar este año hacia un sitio auténticamente solitario. Para tomar notas en silencio, para caminar por bosques sin caminos, para observar calladamente, para poner en pausa la vida, para no pensar. ¿Y dónde sino en soledad es posible escribir un libro?, ¿en qué otro lugar se puede pintar un buen cuadro, destilar los mejores pensamientos, los mejores momentos de una persona? Definitivamente este tenía que ser el año de mi viaje a Soledad.

“Sin embargo, en Trouville había la playa, el mar, la inmensidad de los cielos, de las arenas. Y era eso, ahí, la soledad. En Trouville miré el mar hasta la nada¨. Algo tan sencillo y tan bello lo escribió Duras unas páginas después, en la más absoluta y trágica soledad de su casa de campo recién estrenada. Una casa que decidió comprar nada más franquear la verja de entrada en su primera visita. La compró sobre la marcha, y la pagó del mismo modo, en efectivo.

Este año yo debía encontrar la soledad, mi casa de campo, aunque fuera en alquiler, pero en efectivo, efectiva soledad, la verdadera, exterior, interior, de gentes, de sitios, de ruidos, de todo. Me iría a las montañas, buscaría las más lejanas, las más altas, las más aisladas. ¿Por qué no?, ¿acaso no lo hizo Ricard? , ¿no dejó su puesto de investigador de bilogía molecular en uno de los institutos más prestigiosos del mundo, su magnífica casa en París, su envidiable posición social, renunciando a los privilegios por ser el hijo del famoso filósofo Jean Fracois Revel?, ¿no lo dejó todo de un portazo y se largó a la otra punta del mundo, a las imposibles montañas del Nepal, a la aldea más remota y miserable, al monasterio de Shechen, el más vacio y solitario, buscando la impenetrable y pacífica Soledad?, ¿y acaso no lo admiro?

Y tecleando en Google encontré algo que me llamó la atención, quizá fue el nombre del dueño de la casa, o la lejanía del lugar, quizá que la única foto que mostraban fuera la de Rufo, un mastín. Y me decidí a escribir un correo. Les conté que mi idea este año era hacer algo diferente, encontrar lo más parecido a la tranquilidad, silencio en estado puro, vistas al hayedo y sobre todo, más que nada, Soledad.

“Las Montañas Ignotas marcan la frontera norte de Soledad, y más allá están los mundos de lo Olvidado y de la Impaciencia”, así comenzaba el correo electrónico de respuesta que nos llegó después de varias semanas de espera durante las cuales, sinceramente, perdimos la esperanza de que nos llegaran a contestar desde la casa de aldea. No sabíamos que esperar de ese lugar, incluso sospechamos la posibilidad de que fuera un bluf, un timo más de internet, uno de esos sitios del cyber espacio en los que haces un pago para después comprobar con cara de tonto como desaparecen como el humo de un cigarrillo. Pero lo que no imaginábamos era una respuesta tan, por llamarla de algún modo, sorprendente. En mi primer email de contacto solo preguntaba si tenían electricidad, agua caliente y si había colmado en la aldea para comprar alimentos básicos, pero la respuesta del dueño de la casa nos intrigó tanto que mandé una transferencia de inmediato, sin dudar, para reservar un par de semanas de riguroso aislamiento.

Seguía: “Sepa también, Sr. Sánchez, que cuando deje el sur debe evitar a toda costa desviarse hacia el oeste, en el que es fácil perder el rumbo ya que es una interminable extensión de marismas, dunas yermas y pinares que de repente se asoman y precipitan al Océano del Silencio, verde y profundo. Las autoridades de tráfico rodado siempre advierten de que no se hacen responsables de los que se internen por el oeste de Soledad. Y por si no lo sabía, le informo de los temidos Puntos sin Retorno; unos postes de madera erigidos súbitamente al borde de las carreteras avisan de esos Puntos cuando ya no hay tiempo apenas para dar marcha atrás. Usted, siendo un incrédulo Solitario del sur –esto lo escribió con evidente sorna–, se reirá como tienen costumbre de reírse de todo por allí abajo, pero créame que una vez que se lee un cartel de esos ya no hay vuelta atrás, y olvídese de su preciado teléfono móvil porque no hay cobertura. Una vez leído el poste se recibe un último sms en la pantalla que dice, en ese dulce idioma ignorado por los engreídos Solitarios durante siglos: Bem-vindo ao fim do mundo, sem retorno. Y zas, se acabó todo”.

Pero el increíble correo continuaba: “Del este ni se preocupe, Soledad es el único país del mundo que no tiene, aunque lo tuvo, no se crea, era conocido por el Levante de las Tormentas Recurrentes, pero esta frontera se desdibujó año tras año, hasta acabar despareciendo por los efectos de la gota fría, de la invisible red de corruptelas y de la Cháchara sin fin”. Ni una palabra más sobre el este.

Según Fomo, que así se llamaba el peculiar dueño de la casa rural, yo vivo en “el sur profundo, el llamado Territorio de los Soles de Invierno, donde los Solitarios Sinsustancia –otra vez la ácida sorna del norte– viven apretados pero banalmente felices, al borde mismo de un espejo en el que, en los días de calmachicha, se refleja el Otro Lado o Lugar de la Sequía Sempiterna, según lo llaman también los impertérritos sureños”.

Y así fue como salimos de viaje un soporífero 27 de julio, y fueron varias jornadas delirantes atravesando las ocres Mesetas del Tiempo Detenido.  Una sola carretera en línea recta y de asfalto gelatinoso cruzaba la desolación de estepas resecas y ventosas, una llanura de algo más de mil kilómetros, en cuyo centro flotaba una densa nube de polvo gris y contaminación que –según nos contaron después en una gasolinera de las afueras– encierra en su interior una gran metrópolis de Solitarios ávidos de poder: taxistas y camareros furibundos, diputados correveydiles, banqueros salivantes y la odiada casta de Mandamases del Reino de Soledad. Ah, y la peligrosa Hastiada Mayoría (así la llamó el gasolinero, marcando la H y la M, lo que me hizo pensar que pertenecía a este grupo).

Llegamos a las Montañas Ignotas un tres de agosto, cuando ya apuraba el día y los picos aparecían irreales sobre el horizonte, como parte de un paisaje en sueños, suspendidos del cielo y flotando sobre colinas y campos que sí eran de verdad. La carretera ascendía sinuosa y estrecha, encajonada entre el río y las paredes de rocas, bordeada de helechos y largas varas de avellanos que trazaban arcos a nuestro paso. Nubes leves sobrevolando cielos limpios, de un azul desteñido, que parecían desprenderse de recuerdos remotos que se transformaban en más nubes, más leves, apenas ya sin recuerdos, sin memoria.

La primera noche cenamos callados bajo las estrellas, fue una cena improvisada en un pequeña zona de hierba húmeda junto al río, frente a nuestra casa, las copas de las hayas movidas por la brisa que bajaba dando suspiros por entre montañas oscuras.

Y así comenzaron dos semanas al norte de Soledad.

José María Sánchez Alfonso
Octubre de 2014


jueves, 12 de junio de 2014

Salvo el mar allí abajo



Erase una vez dos niños responsables que una tarde, hartos del tedio cotidiano decidieron que a la mañana siguiente no irían al colegio, que escaparían a sus deberes diarios, faltarían el respeto a las obligaciones impuestas, un desafío con el descaro de dos chiquillos. O mejor: dos niños felices pensaron subir a las montañas solitarias al oeste de la ciudad, montañas siempre en sombras altas, cubiertas de árboles callados y altivos, esas montañas a las que no llega la gente por temor a perderse en sus bosques, como en los cuentos, y que lo harían al amanecer.

Y lo harían sin avisar, para reír más y disfrutar de la chiquillada, solo por pensar como los echarían de menos en el colegio, como se alarmarían sus padres, qué dirían sus amigos en el recreo. Subirían con las bicicletas para adentrarse limpiamente, como un flujo de aire, en el mundo de las sombras. Partirían por un camino de tierra serpenteante que ascendía por el placer íntimo de la sabiduría que llevaban dentro, sin saberlo, ni siquiera sospecharlo. Esa sabiduría que los mayores querían elevar a categoría de conocimientos inútiles y prácticos. 

Pero los dos amigos, con la intuición de los chavales, darían un salto sin dudarlo al mundo de lo desconocido, de lo que no se toca por su lejanía, y pedalearían montaña arriba siguiendo el curso de un río tranquilo y pleno, que solo podían imaginar discurriendo allí abajo en el valle, silencioso, invisible, río de aguas interminables. Querían ver con sus ojos el eterno ciclo de las aguas que suben a lo más alto del mundo después de haber desembocado azules de sal, para volver a correr nuevas y limpias hacia la orilla del mar.

Todo verde, salvo el mar allí abajo, los amigos debieron crecer en el camino ya que el mar se alejaba, ya que la claridad del cielo abierto esa mañana de jueves se hacía imposible de coger con las manos, ni con su mirada traviesa se podría asir todo el verde de barro y bosques, verde de tres pequeños arroyos por cruzar, verde en huida hacia lo más profundo de la aventura. La lluvia del día anterior les abrió un paisaje brillante de viejos castaños, de poderosos robles del sur, de dulces madroños agarrados a las laderas. Todos los dueños del bosque inclinándose al rodar silencioso, haciendo paso a los adolescentes que maduraban a cada curva, y cuando la frondosidad se hacía irresistible entonces el bosque se abrazaba a sí mismo, la arboleda del camino se fundía y formaba un túnel de sombras.

El camino se convertía poco a poco en un pasadizo a lo desconocido, a la aventura, a la búsqueda de algo misterioso, fuera del mundo que ven y pisan cada día, de las caras que saludan a diario, las mismas calles y las mismas tiendas. Los dos veinteañeros van a experimentar la libertad absoluta de ver otro mundo, toman fotografías de las bicicletas rasgando el agua del camino, de las aves tomando altura y planeando ingrávidas sobre las cúpulas del bosque, de los animales que se esconden detrás de las rocas, en los escarpes de las laderas inclinadas, de los últimos recodos del camino, sin temor alguno, sabiendo que en algún momento se convertirían en adultos, quizá después de una cerrada curva del camino.

No supieron cómo, pero a media mañana ya habían llegado a lo mas lejano, donde el norte y el sur se juntan, donde las esperanzas descienden y tocan tierra húmeda, en un silencio oscuro, pleno y jamás escuchado por nadie, y bajaron de sus bicis ya hombres, orgullosos de la huida. Y el cielo se hizo más intenso, y con más fuerza lo miraron, lo miraron con los últimos ojos de adolescentes conspiradores, traviesos, oliendo ya las ruinas cercanas a la próxima vuelta del camino. Sospechan que el final de su desafío estaría cercano.  

Las sierras que antes parecían tan lejanas les dan ahora sombra, los silencios antes inaudibles se hacen más profundos, se van transformando en respiración íntima y lenta. El mundo les parece ahora más nítido, lo tocan. Los árboles son más grandes y parecen los dueños. El mar ya no se ve. Los dos amigos sudan y se ríen a carcajadas por el temor a estar perdidos. Finalmente el camino zigzaguea, sube y baja, se moja y se seca, se bifurca y se multiplica, es de arena y de piedras, de certezas y de dudas, de hojas caídas y...

Allí está. Todo lo que buscaban está de pronto delante de ellos, la forma de los sueños, el paraíso que buscaban, abajo en la ladera que cae al río, un bosque mágico jamás tocado, una pradera de vegetación antigua, olores claros, nubes ligeras pasando, el aire limpio.

El norte y el sur, el adulto y el niño, el futuro y el pasado, lo conocido y el asombro, la felicidad y el jueves.

Dos adultos satisfechos de haber desafiado lo establecido, con la vaga sensación de haber llegado demasiado lejos, se dejan caer bajo la sombra del alcornoque más grande, el dueño del lugar. Un lugar con un nombre mágico. En completo silencio comparten una galleta y una manzana, unas miradas cómplices, sin palabras para describir el mundo que acaban de descubrir. La sombra se mueve, los envuelve. Oscurece, todo es verde. Las ruinas de la aldea se esconden en la hierba. Y al volver a la ciudad, callados, se abrazan.


José María Sánchez Alfonso. Junio de 2014

jueves, 29 de mayo de 2014

Una reseña impensable de "Relatos con abrelatas", del escritor Ricardo Guadalupe.

        
La tenue luz dorada de los plátanos de indias volvía lenta desde la Alameda cuando ya caía la tarde, y además recuerdo que el silencio rebotaba en las cristaleras alargadas cuando Ricardo Guadalupe barrió la sala con una mirada de niño asombrado, como quien no ha roto jamás un plato, ni escrito quizá algo malo
.
Y nosotros nos dejamos escrutar, público sediento de ficciones inventadas. Solo ahora, pasadas ya dos semanas, lo entiendo todo. Con su rastreo inocente Ricardo nos estaba envolviendo en uno de sus relatos tan engañosos pero tan ciertos. Sin quererlo íbamos a ser los futuros protagonistas de una historia que atrapará a un lector desprevenido, otro más de tantos. Porque este escritor no pregunta al futuro, ni lo intenta adivinar; él lo ve en sus sueños y de ahí directamente lo vierte en su libreta reciclada, de papel rayado para que no se mezclen las palabras que le susurran sus protagonistas, para no forzar lo onírico más allá de lo honesto.

En las primeras líneas de sus relatos ya nos moveremos como seres fantasmales que deambularán durante cinco minutos por la vida de paralizados lectores, cinco minutos de una desconcertante realidad evitada con sutileza, o de sueños aireados con un soplo de realismo, que tanto da. A mitad de la historia se formará un nudo de desconcierto en el estómago, pero el mal trago (un autoengaño, como descubriremos después con alivio) se habrá digerido quedando una vaga sensación de que lo absurdo se coló entre las líneas horizontales de la libreta y nos hizo pensar, incluso dudar, de si éramos fantasmas, lectores, o éramos nada. Pensar que quizá no fue tan sueño, que la sociedad se arregle a golpes de palabras que evitamos a diario, que la soledad no sea tal vez tan literaria.

Tres mañanas tomé el café de las once sobre una mesa de nítido cristal blanco con vistas al trasiego cotidiano, ojeando el País y profundizando en los mundos acuosos del libro de Ricardo, con el inevitable abrelatas. Los tres días me dejé el último sorbo, el más cargado y con la crema más espesa, para que coincidiera con el final del relato, para disolver el vacío con cafeína.  La próxima vez entrará más luz porque los plátanos de indias se habrán desnudado. Entonces Ricardo baja la mirada, y se le adivina una sonrisa.

(José María Sánchez Alfonso, mayo de 2014. Para Ricardo Guadalupe, con cariño, por su asombrada creatividad).




viernes, 23 de mayo de 2014

miércoles, 21 de mayo de 2014

martes, 20 de mayo de 2014

Nanorrelatos en sí mismos (12) Paraiso

Cuando le besaron el anillo se inventó el primer pecado, y para empezar a recaudar montó el Paraiso.

Nanorrelatos en sí mismos 11, Trabajo

Hacen colas interminables rodeando mi rascacielos para mendigar un trabajo, cuando yo tuve que bajar a las Cloacas para harcerme con un sillón de la Banca.

viernes, 16 de mayo de 2014

Nanorrelatos en sí mismos. 8 Mentira

Esperó sudando toda la noche, atenazada por los rumores del vecindario. Y a la mañana, cuando ya no amaneció mas,  comprobó que todo era mentira.

martes, 6 de mayo de 2014

Sigilos cotidianos. (1) Apenas la niebla


Detengo la bicicleta junto a la arena para escuchar el silbido de la neblina, que entra como un hálito frío por la bocana.  El tintineo de los mástiles comienza a marcar el ritmo: palmas de olas contra rocas, temblor de olas con olas, chapoteo de veleros blancos sobre el agua, mareando la marea que les sobra. Y de fondo, el ruido del horizonte: más veleros blancos, los pesqueros de vuelta.

Es la niebla de primeros de mayo, mar de nube baja que será mundana cuando toque tierra por el muelle. Penetra la ciudad por los puertos abiertos a poniente y exhala su sombra, como un rasgueo de guitarra que hila redes rotas. Hisham me cuenta, también quieto sobre dos pedales, que a las seis volvieron llenos los barcos, y a las siete la lonja ya está desierta. Nos llega la afónica música de la puja mientras me clava la mirada, al grito ronco de los hombres vendiendo, y vendido todo el pescado solo huele el silencio pegado a las escamas. La Guardia Civil maullando por los alrededores, caen mil euros por un pulpo chico me advierte un Hisham que ya huye con su bicicleta, chirriando de óxido sus cadenas. Y sigue silbando la niebla, que va tocando en las puertas de los pescadores muertos, son toc tocs ahogados para que salgan de sus cuartos. Con los pedales trazando círculos lentos, paso mudo y vuelvo, vuelvo al negro silencio de las figuras que siestean en árabe. Susurros de cuartos quietos, de mar, de aparejos y aprietos, y más cuartos cerrados hasta el 27. A lo lejos fardos de redes pardas se amontonan ruidosos sobre la cubierta de traíñas acurrucadas, que en charla mansa se besan con el muelle, cubriéndose con esta neblina de mayo, y todas van girando los ojos al rodar líquido de mi bicicleta. Pasa la nube aprisa por las calles anchas de la ciudad nueva, seseantes pisos vacíos de gente de Madrid, los sótanos humedecidos de vado permanente, gira la bruma en la esquina de sus fachadas, y al crujir el sol se desvanece como todas las verdades juradas, deshecha por una brisa de rumores, esa vieja calima desdentada, y se adentra ya por la calle de la Media Mentira. Se colará como humo sin vida por las sigilosas calles del pueblo, exhalará por la calle Viento, hasta caer rendida ante la muralla, con el feliz redoble del tambor de un niño. Y ya imagino la nube de noche, puro vaho enmudeciendo secretos que se desvelarán como historias nuevas al amanecer, con la fuerza de callados corros sobre sólidos suelos de terracota, música incesante de mujeres amarradas a veleros blancos, como gaviotas mudas de aleteo cadente, con aire limpio del estrecho. Vuelvo mañana a por más música, sintiendo el aire frente al pedaleo, oyendo el incesante tintineo de los mástiles, muda escama de la lonja, el golpe de los mil euros, Hisham aullando sus cadenas.

Y apenas, la niebla.  

lunes, 28 de abril de 2014

Uno, dos y tres, al escondite inglés

                                                                               



Dicen los que asistieron que fue la despedida más bella jamás vista, que Don Manuel Agustín ordenó que buscaran el balandro más hermoso de la bahía, que se dispusiera de las mejores cintas y flores para engalanar el muelle y que localizaran a todos los músicos de la ciudad y pedanías de los alrededores para que tocaran la música más alegre jamás escuchada. Y que se diera aviso a la población de que a la mañana siguiente marcharía el Ingeniero Mullingham. Don James Albert Mullingham, Jamie para la familia Heredia.

Y así fue que la mañana del 27 de junio, la mañana más triste, fue también la más luminosa y alegre, y el balandro azul cielo soltó amarras del puerto aún por terminar. Empujado por una suave brisa de levante, navegó lentamente esta esquina del Mediterráneo, con Jamie soñando en el, hasta Gibraltar, donde un mercante de metal surcaría por fin el océano gris, hacia su Isla grande de acantilados blancos.

Y dicen que en el muelle solo una persona, la segunda hija de Don Manuel Agustín, rompió el silencio llorando. Pero esto ocurrió mucho después. Tres años después de que el joven James, el tercero de los siete hijos de los Mullingham de la pequeña localidad de Worthing al oeste de Londres, el apuesto James de 23 años, espigado y listo, de ojos azul claro, se graduara como Ingeniero. El único de los hermanos que pudo ir a la universidad para volver, todo un acontecimiento en Worthing, con un título firmado por la casa de su Majestad, “Mr. James Albert Mullingham, Industrial Engineer by appointment of...”

James se trasladó a Bristol buscando alguna empresa donde empezar sus prácticas y poder situarse como ingeniero en esa ciudad floreciente por el comercio marítimo. Al poco de establecerse fue avisado por un comerciante de vinos de Oporto y Málaga de que un rico burgués de esta última ciudad mediterránea buscaba ingenieros para montar los primeros altos hornos de su país. James, el soñador James, firmó los contratos para embarcar hacia España y empezar a cumplir sueños. Se haría cargo del montaje de una ferrería, llegaría a dormir las noches dulces del sur.

El destino se hizo visible ante sus asombrados ojos después de cinco largos días de mar, cuando entraron navegando por la desembocadura de un rio de trazos verdes, con las riberas cubiertas de cañas e higueras, y su boca se abrió en gesto de sorpresa al ver un monte altivo, de roca blanca, que parecía someter a un mundo plácido.

Los primeros meses pasaron con tal rapidez, dirigiendo equipos de obreros, haciendo encargos de materiales y maquinaria desde Inglaterra y desde el norte de España, dibujando y trazando los planos de rampas, muros, estanques, conductos de aire, caminos desde la sierra, y hasta de la pequeña vía férrea para el transporte en vagonetas de los macizos lingotes de hierro.

Un anochecer tibio de verano consiguió tomar de la mano a Victoria, justo cuando el silencio de la finca de la Concepción se rompía en un crepúsculo violeta. Y serían las diez de la noche cuando Jamie dio un brusco giro de dirección que casi la hizo caer a ella y que provocó un revuelo y crujir de chinarros; decidió volver sobre sus pasos por la avenida de palmeras que llevaba desde la ferrería y su enorme chimenea hacia la mansión de la familia Heredia. Quería enseñar algo a Victoria, en la fábrica, algo que debía saber ella. Cuando llegaron junto al muro le pidió que se agachara, lo cual provocó la risa de Victoria, “otra ocurrencia del inglesito”, pensó, “no lo haría ni loca si quedaran obreros por los alrededores, o si sospechara que andaba aun por aquí el capataz de mi padre”.

Le pidió que se levantara un poco la falda para no mancharse y para estar más cómoda en cuclillas, esto escandalizó a Victoria, y se resistió. 
   
      ¡Jamie!, ¿pero qué quieres?, ¿qué es todo esto? –Victoria se sentía muy incómoda y no acababa de creerse lo que sospechaba.
      Hazme caso mujer, tranquila que no te voy a hacer nada, por favor levántate un poco las enaguas y agáchate aquí mismo, junto al muro –acercó con su mano izquierda la linterna de aceite para iluminar la base de la gran chimenea.
       ¡Pero estás loco!, Jamie, aquí no se ve nada, es de noche y como nos descubran nos metemos en un gran lio.
      Escucha, malagueña orgullosa, te tengo que enseñar algo que solo tú y yo vamos a saber, tú y yo nada más ¿es que no lo entiendes?, por favor ¡hazme caso! –y cuando ella se agachó, él se puso a limpiar los ladrillos de la base de la chimenea con la mano derecha, les quitó el barro y apartó malas hierbas hasta hacerlos visibles.
      Jamie...ese ladrillo...
      Sí, todos los ladrillos son rojos, oscuros, ¿los ves?, menos este de aquí abajo que es más claro, de color arcilla cruda.
      Un momento, ¿no tiene una inscripción?
      Si Victoria, ¿ves cómo no quería hacerte nada? Jajaja.
      Esto no tiene ninguna gracia, inglés terco y pecoso, ¡como nos descubran te juro que te culparé de todo!
      Victoria, escucha: todos estos ladrillos rojos son especiales, solo los hacen en mi país, son refractarios y soportan las temperaturas del horno. Los encargué yo mismo a la fábrica de Leeds donde los hacen.
      ¡Vaya, ahora me vas a contar que aquí hay un tesoro enterrado!
      Por favor Victoria, nos van a oír –Jamie se llevó el dedo índice a los labios y posó la otra mano sobre el hombro de ella en un intento de tranquilizarla– este de aquí...el de color arcilla, lo encargué especialmente. Cuando hice el pedido de los ladrillos yo llevaba aquí cinco meses y ya te conocía. Supe que pasaría algo entre nosotros, para siempre.
      Jamie, creo que tengo que sentarme...
      Victoria, esto no es ninguna broma, le pedí al encargado de la fábrica de Leeds que hiciera un ladrillo de arcilla normal, que tenía que mandar aparte, con una inscripción.
      Bueno, ya me contarás, no puedo esperar Jamie, por favor ¿quieres desembuchar?
      Mira el ladrillo, acércate –arrimó la linterna de aceite para iluminar el muro un poco más– ¿puedes leerlo?, arriba dice “Mullingham”, abajo Worthing, mi ciudad, más abajo Leeds y en la línea de abajo...Victoria. Quería que esto quedara para siempre aquí grabado, entre nosotros, para nuestros hijos...
      Pero Jamie...necesito salir de aquí, vámonos Jamie, te lo ruego, necesito ir a casa.

En los días siguientes no se vieron, o no se quisieron ver. La actividad en la ferrería era frenética, los pedidos no paraban de llegar y los barcos con destino al puerto de Málaga no daban abasto. Una tarde, al comenzar la actividad después de la comida, Jamie estaba dirigiendo a un grupo de obreros que reparaban el conducto de desecho de la escoria que se producía al fundir el metal, al incorporarse se tropezó con uno los trabajadores y perdió el equilibrio, cayó al terraplén justo al lado del conducto de la escoria y fue a caer a las vías de las vagonetas, las vías que él mismo había diseñado. Con tan mala suerte que en ese momento bajaban del horno cargadas de hierro. Fue arrastrado varios metros a lo largo de la vía y finalmente aplastado bajo la segunda vagoneta.

Don Manuel Agustín de Heredia dispuso con una señal de su mano que empezara a tocar la banda, y el majestuoso balandro azul cielo soltó amarras en la mañana más triste, pero más luminosa e inolvidable para los habitantes de Marbella, llevando al Ingeniero Mullingham en su último sueño por esta esquina quieta del Mediterráneo. James, Jamie, navegaba ya hacia su Isla grande, blanca.

(Nota del autor: Hoy, domingo 27 de abril, recorrí el camino de grava de la Concepción, en un silencio solo roto por el rodar de mi bicicleta sobre los chinarros. Llegué hasta la ferrería por entre las mismas palmeras que dan sombra al camino, rodeando la mansión. Y allí estaban, la chimenea, el ladrillo con la inscripción y el gran árbol, un níspero altivo y orgulloso, quién sabe si plantado por ella después. Uno, dos y tres, el escondite inglés.)

















miércoles, 26 de marzo de 2014

Cinco de levante, tres de poniente, y uno de calma


Hacía muchos veranos que no volvía, demasiados ya. Nos conocimos en las fiestas que organizaban en su casa, un palacete de pulcra arquitectura islámica, escondido de forma discreta en el bosquete de eucaliptos de la playa del Rodeo junto a la desembocadura del río Guadaiza, de modo que en sus jardines siempre flotaba el perfume mentolado de estos árboles. Solían llegar desde Marruecos a mediados de julio, huyendo del infierno africano, con un séquito de sirvientas bajitas, de pequeños ojos negros, que no paraban de emitir sonidos guturales en árabe, y que andaban de aquí para allá sin levantar las chanclas del suelo. Recuerdo que la familia venía desde el puerto de Algeciras conducida por el orgulloso chofer de la familia, Abdel, un espigado subsahariano de mirada callada, era oscuro y altivo como la misma noche del desierto.

Rachid, el mayor de los cinco hermanos, amaba Marbella y nunca se me olvidará aquella tarde limpia de finales de agosto en la que, mientras la criadas servían un té verde en la jaima y el sol caía rendido y ancho sobre Gibraltar,  me dijo con la mirada perdida en el oleaje frente al jardín, con ese absurdo romanticismo que nos enferma cuando tenemos veinte años: “José, joder, este debe ser el sitio más bonito del mundo, a donde todos quisieran volver, es el paraíso entre los paraísos. ¿Sabes? en las noches de invierno de Casablanca sueño con este mar verde y ondulante, este Mediterráneo dulce y agradecido, con esta sierra que se eleva sobre el mundo, con estos bosques que llegan a la misma orilla, y me esfuerzo en imaginar las buganvillas trepando por todos los muros de la ciudad”. Incluso pasados esos años de desenfreno juvenil, siguió viendo esto como un paraíso. Y continuó viniendo en verano con su familia en los años de universidad. Su sueño era dejar su país y venirse a vivir aquí, montar un bar en el puerto, o quizá un chiringuito en la playa de moda, el Ancón. Pero la vida a veces se encarga tozudamente de recordarnos que los planes de juventud son solo eso, planes. Y Rachid Ben’Habbad, después de estudiar Economía, y aprender francés e inglés (que sumaba al árabe y a un español más que decente), fue enviado por su padre a estudiar un Master en Administración de Empresas a París, como correspondía a una familia de la élite empresarial de Marruecos. Estaba predestinado a hacerse cargo de la empresa de su familia.

Y pasaron lentamente aquellos lánguidos y felices veranos, que se dejaron penetrar suavemente y con la respiración contenida por el poderoso Nabila, ese yate que hacía su entrada con nocturnidad en el Puerto hacia finales de julio, para hacerse divisar ostentosamente desde la ciudad, en la misma distancia de un cielo, o de un crepúsculo.

No fueron veranos de nieblas ni calimas tibias que ocultaran verdades molestas. Al contrario, el régimen de vientos era tan constante que regalaba a la vista una visibilidad brillante, de metal precioso: y así invariablemente se sucedían cinco de días de levante, tres de poniente y uno de calma, tan metódicamente alternantes que se llegó incluso a rumorear que algún jeque con fondos desbordados había pagado una cantidad secreta de dinero para que no cesaran de soplar los aires, salvo ese día de calma y sopor insobornable que se imponía por naturaleza. Que en octubre ya llegarían los temporales.
Eran tres largos meses en los cuales Marbella, que se estremecía cada final de día en un sueño de lujuria irreprimible, se postraba sin complejos ante los ricos venidos desde todos los paraísos fiscales posibles e imaginables, y ante delicadas realezas que caminaban descalzas sobre las pasarelas de unos yates que quedaban atracados como fortalezas venidas del espacio, inabordables, de una luminosidad humillante.

Fueron los años atravesados de secretos y rumores sobre la familia real Saudí, de los tesoros que esconderían en su palacio, del número de colinas al oeste de la ciudad que ocupaban sus mansiones. Provocadores Ferraris rojo escarlata, despampanantes Porsches 911 azul zafiro, contorneantes Maseratis Quattroporte blanco perla, desfilando  en fila india por los jardines del Marbella Club, la música italiana de moda resonando desde la discoteca al aire libre del Beach, con su pista de baile elevada entre pinos junto a un Mediterráneo que ya a esas horas rugía de placer. Marbella era la irresistible Donatella, o la insondable Renata, gritándome en medio de aquella vorágine: “¡Che idea! ¿Ma quale idea? ¿Non vedi che lei non ci sta?” Y Marbella era yo, devolviéndoles la esperanza de ligar: “¡¿Che idea?!”, entonces Marbella, sí, Marbella, me agarraba fuerte por la cintura y con un beso profundo y maravillosamente húmedo me empujaba hasta el poste central de la pista en su juego de provocación: “¿Ma quale idea? ¡E maliziosa ma sapra!”. Y así todas las madrugadas, de todos los estíos imaginables, hasta caer agotados sobre la arena viendo como un sol ebrio se elevaba tembloroso detrás del pantalán de madera.

Pasaron los años, y hasta las décadas, y los mismos vientos prodigiosamente programados, cinco de levante, tres de poniente y uno de calma. Hasta que una mañana de primavera del pasado año 2013 recibí un correo electrónico completamente inesperado que tuve que leer dos veces para poder creérmelo. Efectivamente, era Rachid Ben’Habbad. Me anunciaba, nada menos, que vendría a Marbella en verano con su familia. En un perfecto castellano me contaba que habían alquilado una casita en las Lomas de la Virginia y que pasarían aquí el mes de julio. Parecía entusiasmado por venir a su ciudad perdida, su paraíso de juventud. Me había encontrado por Facebook, y se moría de ganas de verme, de conocer a mi mujer y mis hijos, de hablar y de contarnos tantas cosas. Me contaba que viven en el distrito V de París, junto a la Universidad de la Sorbona, que está casado y tienen tres niños, y es codirector general de proyectos de EDF (Électricité de France). Le convencí para que vinieran desde el aeropuerto en autobús y así les llevaría en mi coche hasta las Lomas.

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Estación de autobuses de Marbella, lunes 1 de julio de 2013, cinco y media de la tarde. Me fundo en un abrazo con un Rachid de barba muy negra y algunas canas, y con una nariz aún más aguileña de lo que yo recordaba. Sus ojos penetrantes se separaron de mi un instante para observarme sonriente y nos volvimos a apretar en un segundo abrazo aún más fuerte, en un intento de recuperar tantos años perdidos sin saber nada el uno del otro. Un abrazo que enlazó mis hombros, tantos recuerdos, y toda nuestra memoria. Cuando por fin nos separamos me presentó a Salmah, una bellísima mujer árabe de melena cobriza y ojos de color aceituna, y sus tres asombrados hijos, que se alineaban medio escondidos detrás, Hanish, D’ylsha y Mahmad.

–José... no se ve el mar –pronunció pesadamente y con asombro, buscando por el horizonte, fue lo primero que le oí decir después de tantísimos años–, ¿o es aquel trocito azul hacia el este?...
–Rachid, hermano, bienvenido de nuevo a Marbella. Vamos a disfrutar mucho de tu visita, pero esto... esto está muy cambiado.
–Tienes razón, perdón, es que me ha sorprendido estar sobre la ciudad y que no se vea el mar –Rachid recuperó la sonrisa y posó su mano derecha sobre mi hombro.
–Menuda colección de hijos que tienes, no han salido a ti ehhh –su esposa Salmah sonrió complacida y mostró una personalidad arrolladora, encantadora.
–Pues sí José, ¡la verdad es que no me puedo quejar! Y hablando de niños, uno de ellos no puede aguantar más, no hubo tiempo de entrar en los servicios en el aeropuerto y el pobre...
–Quedaros aquí que yo lo acompaño al baño, esperarme en la acera que volvemos en un momento.  

Mahmad, el mayor de los tres, de pelo rizado y ojos muy vivos, dio un paso adelante con cierta urgencia y miró al suelo con timidez. Le atusé el pelo cariñosamente y me lo llevé al interior del edificio, cuando llegamos junto a la cafetería le indiqué cual era la puerta de los servicios. Justo en ese momento, al notar el hedor que salía del interior, recordé el estado en que normalmente se encuentran los servicios de la estación de autobuses de Marbella. A pesar de ser solo un chaval de 12 años no pude evitar sentir cierta vergüenza ajena, pero ya era tarde porque Mahmad entró velozmente hacia los urinarios. Mientras esperaba en la puerta pude contemplar en silencio, y con horror, el edificio –para ser precisos debería llamarse una fría y desangelada nave industrial–; sus suelos sucios, las escasas plantas decorativas muriendo de resignación, la cafetería deprimente y sin apenas iluminación, la pequeña y anticuada caseta de venta de tickets donde –a estas alturas del siglo– no se podía pagar con tarjeta, ni poder consultar en paneles la hora de llegada y salida de los autobuses, ni los andenes que correspondían a cada cual. Y eso solamente en los cuatro interminables minutos que tardó Mahmad en salir, ahora sí, aliviado y sonriente. Mientras lo acompañaba al exterior deseé con todas mis fuerzas que el niño no contara a sus padres como estaban los servicios, y que los padres no hubieran mirado con mucho detalle a su alrededor al salir del autobús. Y volví a atusarle con energía el pelo en un intento de ganármelo.

Los días siguientes tuve que hacer malabares para poder compaginar mi trabajo y las obligaciones de casa con la organización de una excursión a Selwo, buscar una canguro para salir los dos matrimonios a cenar a Banús y varias tardes de playa con las dos familias juntas. Una mañana vino Rachid para tomar café y charlar un rato en una cafetería cercana a mi despacho. Mientras Salmah iba de compras con los niños por el casco antiguo nos pusimos al día de nuestras vidas, progresos, obstáculos saltados, muerte de seres queridos, pero sobre todo muchas anécdotas de los momentos tan felices pasados en Al Maináh, el palacete familiar de El Rodeo. En el trascurso de la conversación Rachid me contó que su Hija, D’ylsha, estaba aprendiendo español en el colegio en París, y que le gustaría leer algo mientras estaba aquí en España. Le gustaría comprar algún libro infantil fácil de leer en español, yo le contesté que no hacía falta comprar ningún libro ya que nosotros teníamos tarjeta de socio de las bibliotecas públicas y podría acercarme a la recién abierta biblioteca a sacar un par de libros para su hija.

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Biblioteca Pública Camilo José Cela, Marbella, miércoles 10 de julio, una mañana soporífera de verano en la que, aun con la luz limpia que despliega la recién llegada brisa de poniente, todavía están pegadas a la ciudad la humedad y pesadez de los insufribles días de un levante que acababa de morir por agotamiento la noche anterior.

D’ylsha, subía las escaleras dando saltos con la excitación propia de un niño que espera la entrada en un lugar desconocido, lleno de libros, y donde podría elegir el que quisiera, ¡y todos en español! Rachid y yo íbamos detrás riéndonos e intentando contenerla. De repente un leve tufo a pescado bajó desafiante por los escalones desde la planta superior: del Mercado. Ese detalle me trajo a la memoria la experiencia que tuve hacía unos pocos meses, cuando llevé dos bolsas enormes llenas de libros que ya no queríamos en casa y pensamos que, antes que tirarlos o regalarlos a cualquiera, tendrían una vejez más plácida, y hasta útil, en la biblioteca pública. Dispuse los libros sobre el mostrador como dos torres gemelas a punto de colapsar, y le dije orgulloso, inocente de mí, que las quería donar, sí señora, ¡los dos rascacielos que tiene usted delante!  Nada, ni el Temido Balbuceo de los funcionarios, ni un intento de mascullar un agradecimiento, solo me regaló un lento giro de ojos hastiados, atrincherados detrás de las gafas de pasta negra de siete euros, de Alain Afflelou.

Ay, pero la niña ya estaba dando vueltas por la Biblioteca, y yo mientras trataba de distraer a su padre contándole que la casita roja que se veía por los ventanales era la Polaca, el bar donde se reunían algunos clubs y asociaciones de la ciudad. Pero Rachid solo miraba al interior, buscando libros quizá. El paisaje dentro de la sala era luminoso, de paredes amplias de un blanco nieve, y minimalista, pragmático, sin posibles distracciones a la lectura. Miento, de vez en cuando había una estantería de madera barnizada y sin una mota de polvo, es una táctica para ahorrar en limpieza, es mucho más fácil cuando no tienen libros. Si, Rachid, créeme, es lo último en bibliotecas públicas, aquí en Marbella los libros se conservan en una sala cerrada con aire acondicionado a una temperatura permanente de 20 grados, en la semioscuridad, y fuera del alcance de la población, y con diecisiete funcionarios vigilando dentro, más cuatro fuera por si acaso. El valor de los libros acumulados por el Ayuntamiento después de tantos años de riqueza de la ciudad es tal –cogí aire– que ha obligado a la alcaldesa a inaugurar un bunker secreto donde se contiene toda nuestra cultura impresa. “¿Y dónde está ese bunker?, debe de ser inmenso...” No se sabe amigo, por eso se llama secreto, comprende que sería una contradicción si cualquiera lo supiera, solo lo sabe la alcaldesa. Si, Rachid, no pongas esa cara, tantos años de inversiones inmobiliarias en la ciudad, de comisiones estratosféricas, de mordidas éticas y galácticas, de tanto turismo de lujo, tantos años de humillación con congresos de cirugía estética Neocatecumenal y de peluquería canina internacional, de festivales de verano a 100 euros la entrada más barata para escuchar a Julio Iglesias un verano sí y otro también. Todo ese dinero, amigo Rachid, ha servido para equipar Marbella a lo grande. Y sin olvidar las donaciones de familias reales árabes de Por Allá, y Petulantes Jeques de Por Doquier, que han sido destinadas al hospital comarcal, “¿Comarcal? ¿cuál?, ¿ese que vimos desde la autovía al venir del aeropuerto?, pero José, si es solo un esqueleto enorme y una grúa fantasmal que cuelga como un espantapájaros gigante, ¡¡Un momento Rachid!!, ¡mira!: ¡parece que D’ylsha ha encontrado un libro!”.

No, por suerte no era un libro, eran solo las tapas; si tú hija decide quedárselo entonces la funcionaria de gafas negras se... “¿cuál, la de Alain Afflelou?” No, no, se llama Luisa. “¿no es Alain?” No, es Luisa. Escúchame con atención Rachid, si tú hija decide quedarse ese libro, que lo dudo porque ha escogido justo el único que hay en la estantería que usan las moscas para practicar el aterrizaje forzoso en verano –aire por favor– y que además es la estantería de colecciones sobre las guerras mundiales distribuidas gratuitamente por los periódicos cuando cayó el Muro de Berlín. Pues te digo que si se decide por ese libro la funcionaria se quitará las gafas, las pondrá sobre el mostrador muy lentamente, y se pondrá en marcha un proceso telemático de burocrática sublimación a la concejalía penitente, la cual, previa consulta instantánea y no vinculante de wasap a la Hermandad de la Pollinica, remitirá la petición al Magno Registro de Entrada de la planta baja para que el ágil servidor de Lo Público le pegue un sello y lo retuitee a su vez al Bar de la Tercera, donde la camarera presionará un botón verde metalizado que se inauguró el año pasado para celebrar el inicio definitivo y fulminante de las obras de La Gran Marina Al Thani, ¿de qué te ríes Rachid?, Rachid, ¿es que no has oído hablar de la Marina Al Thani? Pero si eso lo sabe todo el mundo, ¿es que no habéis oído hablar de ese proyecto en París?. Perdona Rachid, me tengo que sentar, esto es insoportable, se gastaron todo el presupuesto de aire acondicionado en el... “Bunker”, sí Rachid, no Rachid, quiero decir que aquí no nos podemos sentar, no, que ya están las ocho sillas de la sala ocupadas. No Rachid, no, solo ocho no, no seas mal pensado, hay muchas más pero están... “Ya lo sé José ¡en el Bunker!” ¡Efectivamente Rachid! ¡Por favor, vámonos a la Polaca a tomar unas cañas que te tengo que contar lo del carril bici subliminal, y la peatonalización onírica de Ricardo Soriano!

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Al día siguiente no pude ir al despacho, se me hacía insoportable. Después de una noche de pesadillas, de vueltas y revueltas en la cama, me desperté en un estado de sopor calmo y aplastante, ese estado en el que se sume nuestra bahía cuando la naturaleza decide que no sopla más, cuando el Atlántico y el Mediterráneo no se ponen de acuerdo, ese día en el que el único amigo que te cruzas por Marbella a mediados de verano no te sabe decir por qué día del mes vamos, ese día en el que al deambular aturdido por la avenida principal te sobrecoge un Portillo Azul tronando, y tú, al inhalar el humo alucinógeno de Avanza Bus, llegas a creer que bajas descalzo por el verdor de un prado asturiano, o un bosque de hayas, a 18 grados.

Y así ocurrió, que después de caminar feliz durante todo el día por los Picos de Europa y bajar a Ribadesella por la tarde a darme un chapuzón en el Cantábrico, conseguí cerrar los ojos a las tres de la noche, de puro agotamiento. Pero claro, como era de esperar en una buena historia, sonó el teléfono.

–Ehh, ufff, ¿See?
–¿José María?, perdón por las horas, soy Salmah. El pequeño, Hanish, tiene 39 de fiebre y no para de gritar de dolor, se toca los oídos llorando, hemos estado esperando a ver si se dormía pero no mejora, en las casas de alrededor no hay a quien acudir...
–¿Eh?, ¿quién?, Dios mío, urgencias. Quiero decir, uff, sí claro Salmah, perdón, es que estaba a punto de dormirme, quería decir que hay que llevarlo a urgencias. Urgentemente a urgencias. Paso a recogeros en cinco minutos.
–¿Vamos al hospital José?, estoy angustiada...
–Sí claro, al hospital, a urgencias, no, no ¡al hospital a urgencias NO!
–¿cómo?, ¿No vamos a un hospital?
–No Salmah, las urgencias del hospital son para los que están a punto de morir ..¡oohh perdón!, quise decir muy muy graves, o para los que pueden esperar en la sala más de 24 horas reventando de dolor. Para los que están bastante graves o solo muy graves es mejor el ambulatorio de las Albarizas.

Y nada más colgar el teléfono me di cuenta del lio en el que me acababa de meter sin ayuda de nadie. 

Pero se iban a enterar, todo tiene un límite, sí señor, iban a masticar el glamour polvoriento de los veranos de Marbella, iban a experimentar de primera mano la elegante acogida en la recepción de un auténtico cinco estrellas gran lujo, si señor, el ambulatorio de las Albarizas a las tres y media de la madrugada, en la oscuridad agonizante de un desahuciado mes de julio, con las chicharras escondidas en los árboles y lanzándose mensajes de desesperación, un barrio con sus jubilados de oro urdiendo a diario la trama de una vida al límite y afilando con saña las armas de la existencia, con las nocturnas olas del mar rebotando una y otra vez, rítmicamente, en el maldito cartel verde de Mercadona. Con la misma cadencia que la naturaleza impone a los vientos, cinco de levante, tres de poniente y, por fin, uno de calma.

José María Sánchez Alfonso
marzo de 2014