jueves, 29 de septiembre de 2016

¿Existe París?

                                 





El reloj ilumina la mesita de noche con la luz tenue y rojiza de sus números digitales, marca las 3:47 am. Hace varias horas, sobre las once, mi mujer me dio las buenas noches con un suspiro, y de un giro se abrazó a su almohada. Es noviembre y la casa está fría.

Ya no llega el resplandor de las farolas del parque, se apagaron automáticamente a las 3 en punto dejando al dormitorio en una densa e interrogante oscuridad propia de una noche de diario. Siempre he pensado que la oscuridad de los fines de semana es mas liviana y llevadera, frente a la negrura de las madrugadas diarias. Y a veces, como hoy, es esta oscuridad la que no me deja dormir.

Le respondo con un inaudible “buenas noches, que descanses”. Un beso, y dejo sobre la mesita el libro de este autor francés que busca con insistencia su identidad por las calles, cafés y garajes de París, a través de todos sus libros. Me quito las gafas de leer y apago la luz. Pero en ese momento, justo cuando tengo los dedos en el interruptor me asalta un pensamiento absurdo. No sé si absurdo por la hora del asalto, por la persona que eligió para asaltar o por el contenido del mismo pensamiento.

Es mi hija pequeña, Julia, en el año 2002, con ocho años. Acabo de cenar y se me acerca, hoy he llegado muy tarde del despacho. Me pregunta con la insistencia de esa edad “¿qué es París, papi?, ¿me escuchas?, ¿papi, qué es París?. “Es un sitio, una ciudad, por qué lo quieres saber?, “una niña de la clase, María, se pasa los recreos diciéndome que su padre es de París”, ¿y dónde está París, papi?, “muy lejos, en otro país que se llama Francia”. Me veo cogiendo el atlas infantil de la estantería de su cuarto, buscando las páginas de Europa, desplegando Francia y pasando el dedo índice con lentitud hasta que…no encuentro París, se ha esfumado, me quedo callado unos segundos, le aseguro que París está ahí. Ella, incrédula, se marcha a la cama con un gesto de decepción, y le prometo que la llevaré a allí algún día.

Debe existir; Patrick (desconoce su apellido) se perdió hace solo unos minutos por las calles traseras de la estación de Saint Lazare, ha estado deambulando hasta que decide entrar, ya de noche, en el pequeño Café del puente de metal que une la estación con la Rue D’Amsterdam. Buscaba su identidad por la calle de las tiendas oscuras. Ya en la página 134 del libro es la tercera vez que se pierde, en su propia ciudad, aunque tampoco está seguro de que sea su ciudad. Ni siquiera recuerda quién es. Busca, busca su pasado, su vida en realidad. Cuando todos andamos indagando nuestro futuro por entre tanta neblina que nos engaña, Patrick escribe sus libros  perdido por su propia memoria, y una y otra vez tira desesperadamente del hilo de unos recuerdos que le traicionan tercamente. 

Empieza a batir el viento en la ventana, mi mujer está ya profundamente dormida y me levanto de la cama. Recorro a tientas el pasillo hasta el salón, abro la puerta corredera de la terraza intentando no hacer ruido. Salgo al exterior, me apoyo en la barandilla y me quedo inclinado, dándole existencia a la invisible oscuridad de los árboles que se concentran en la parte oeste del parque, justo al otro lado de la calle. No se oye el oleaje del mar, solo el viento, es una noche de esas, sin mar. Creo adivinar una figura que atraviesa el bosque. Creo que sé quien es, es un hombre joven, 31 años recién cumplidos, atraviesa una zona boscosa de la frontera entre España y Francia.
Podría ser mi abuelo, es el invierno de 1937 y huye con lo puesto porque sabe que los fascistas lo buscan. Deja a su ex mujer y a su único hijo, de cuatro años, en la casa de sus suegros en la calle del Buen Suceso de Granada. Se divorciaron hace dos años pero ahora los abandona definitivamente. Deja a sus padres y hermanos en un pueblo de las sierras al norte de la ciudad. Deja su carrera de profesor de idiomas, su actividad intelectual en los grupos republicanos, su pertenencia al Partido Comunista de España. 
Lleva los pies machacados, las botas destrozadas, se las dieron en el puerto de Motril cuando embarcaba hacia Barcelona, “lléveselas don Julio, le harán falta para cruzar los Pirineos, háganos caso”. Abandona su vida, sin tiempo siquiera para echarle un último vistazo de reojo. Le dieron el aviso en voz baja, como quien no sabe nada, en una callejuela del Realejo, mientras hablaban de la situación del país. Ya de esos temas solo se hablaba en las trastiendas de algunos bares, o al fondo de los almacenes de alimentación o de bebidas, entre botellas de licores, cajas de vinos, peste a decadencia.

Ahora sí, estoy seguro de que es él. Sale de la masa de árboles del parque y lo puedo distinguir. Recorre durante varios años el sur de Francia buscándose la vida y huyendo. O huyendo y buscándose la vida. Marsella, profesor de español, Lyon, peón de obras y chófer de viudas de guerra. “Chauffeur Julio Sánchez”. Y por fin lo veo entrar en París, llega a primera hora de la mañana, en un tren desde el sur. Va solo, llueve y una neblina fría de enero envuelve la estación de Austerlitz. Julio sale a la calle con una maleta de piel cuarteada y una boina de lana a cuadros grises. Cansado, sube por la Rue Buffon bordeando el Jardin des Plantes que a esa hora todavía está cerrado, se adentra por la desierta Rue de la Clef hasta encontrar la pensión Petit Moine, una planta baja con taller de bicicletas a un lado y un café y entrada de carruajes al otro. Lo han contratado como profesor substituto en la Universidad de la Sorbona. Una de las viudas de guerra lo ha puesto en contacto con un catedrático de idiomas del Departamento de Lenguas Extranjeras.

Giro la cabeza hacia el interior del salón, el reloj digital de video indica las 4,30 de la madrugada. Y justo en ese momento suena el teléfono, entro y cruzo el salón para cogerlo pero cuando descuelgo ya no hay nadie al otro lado. Me siento en el sofá a esperar, alarmado, suena otra vez y esta vez si hay una voz: “Papi, soy Julia”, “hola Julia, qué ocurre?”, “Papi, no te preocupes, han atacado París, ha habido varios atentados terroristas, pero estoy bien”, “pero…qué me dices?, ¿dónde estás?”, estoy con mi amigo en un polideportivo cerca de La Defense”, “Pero Julia…”, “estábamos estudiando en la biblioteca del Pompidou y justo cuando nos metimos en el metro empezó uno de los atentados, muy cerca, tuvimos suerte…”, “no nos dejan marcharnos, tenemos que pasar la noche aquí, nos han dado comida y unas mantas, a lo mejor por la mañana nos dejan salir”.

Pasan tres días refugiados, asustados, en el campus universitario del sur, la Cité. El aire está quieto y viciado en su apartamento de la Avenue Felix Faure, en el centro, a donde no se atreven a volver. Se recompone poco a poco la actividad en la ciudad, empiezan de nuevo las clases en la Escuela de Arquitectura de Interiores, pero a las 9 de la mañana solo hay silencio bajo los plátanos de indias, en el portal del Boulevard Raspeil. La ciudad densa y ligera a la vez, no hay apenas recuerdos, porque la noche del 13 de noviembre se esfumaron. 

Julia está sentada, sola y en silencio, tres meses atrás. Agotada y con una maleta azul oscuro junto al banco, de la que cuelga la etiqueta de la compañía aérea. Bajo la arboleda del Jardín de Luxemburgo, acaba de llegar a París un 3 de septiembre tórrido. No sabe por donde empezar, solo tiene una habitación reservada en una pensión cerca de la Sorbona, que todavía puede ocupar. Elige bajar por Saint Michel, hacia el río. Un futuro.

Patrick parece haber encontrado una pista fiable y está nervioso, se baja del tren en la estación de Valbreuse, al norte de París, una calle con unos niños jugando en un solar, una hilera de árboles a los lados, una mansión vacía al fondo, y tiembla ante la posibilidad de que su apellido sea Howard de Luz. Un jardinero viejo (le suena la cara?) parece trabajar detrás de la verja. Tiembla otra vez, se decide y sube la calle hacia su probable pasado.

Julio sale de la última clase del viernes de una semana de verano, sube la cuesta adoquinada de la Rue de Saint-Jacques. Jubilado y solitario. No sabe donde ir. Murió el dictador hace unos meses. Murió su ex mujer, no sabe nada de su hijo. Toda su existencia quedó vacía, oculta en una neblina densa, la misma neblina que cubría todo hace 32 años, cuando salió de Austerlitz, se adentró por la Rue de la Clef y pasó la mano por el portón verde de la entrada de carruajes. Ahora no sabe donde ir, son duros los adoquines que le devuelven su pisada. Decide alzar la cabeza y mirar al cielo, arriba, detrás de la cúpula de la Universidad. Su vida.

Volví al dormitorio hace apenas media hora. Y por fin llegan desde el mar los primeros rayos de sol, que bañan el dormitorio con la pálida luz anaranjada de todos los noviembres, no quiero salir de la cama, no quiero saber que dicen las noticias, que saltarán estridentes dentro de tres minutos, justo a las 7 am. Pero me imagino un sol enorme y lento ahí fuera, flotando ya sobre el mar, al este, un mar que seguirá sin oírse hoy porque lo ahogará el viento, será otro día sin mar. Se agotan los recuerdos, me doy la vuelta en la cama y me cubro con la manta. 

Siempre es otoño en la memoria. Finalmente cierro los ojos agotado, y no puedo decidir si existe París.


José María Sánchez Alfonso. Málaga, Septiembre de 2016.






sábado, 11 de junio de 2016

La Biblioteca del Mundo

La densa nevada caída anoche sobre la ciudad se va convirtiendo en algo resignadamente cotidiano. Incluso Francesc lo había llegado a aceptar como una consecuencia inevitable del último gran conflicto bélico. Es martes, 18 de abril de 2037, son las nueve y veinte de la mañana.

El día ha amanecido tan gris que hoy no se ve el sol sobre el mar ni siquiera desde esta gran obra de ingeniería inaugurada hace dos años por la Alianza de Sociedades Libres, antigua ONU, para albergar la Biblioteca del Mundo. Esta fantástica torre de cristal y aluminio moleculado contiene todos los libros producidos por la Humanidad y que se pudieron salvar. Desde los manuscritos de la filosofía Ayurvédica de hace miles de años, hasta un pequeño libro de relatos breves editado hace unos minutos en una pequeña editorial universitaria de Sidney.

Francesc acaba de tomar su café Perú ecológico en el Sky Lounge de la planta 63, bebido con calma en una mesa junto a la cristalera, desde ella se domina la ciudad a una altura solo apta para mentes equilibradas. Él, que se conoce bien,  prefiere no mirar hacia el exterior. Se concentra en ajustar todos sus mecanismos digitales, conectarlos a la red neuronal de la Biblioteca y prepararse para una larga jornada como Controlador de las salas de Poesía y Literatura del siglo XXI (período prebélico).

Se encuentra ya en el Mecanismo Impulsor (ascensor) de paredes semilíquidas, y mira fijamente a un detector de pupilas que activará el propulsor. Piensa en la planta 43, el Sensor Telepático detecta su pensamiento y el transportador sale impulsado hacia ese nivel. No lo tiene superado, aún tiene que cerrar los ojos al viajar por esos Mecanismos de última generación, a pesar de que después de conseguir el trabajo en la Gran Biblioteca tuvo que someterse a un tratamiento de desprogramación para atenuar los sentidos de altura y velocidad.

Al pasar a la altura de la planta 50, le suena un pitido avisador del iTrack @ que lleva instalado debajo de la piel en su muñeca izquierda. “Otra vez –piensa-, el mismo pitido que la semana pasada, y siempre en esta planta”, decide cambiar de pensamiento para no alarmar al pequeño cerebro del Mecanismo Impulsor, que viaja ya lanzado por el aire ingrávido del gigantesco atrio del rascacielos.

Aterriza en la planta 43 y después de entretenerse unos segundos en el pasillo elevado, contemplando el movimiento de grandes cruceros allí abajo, como hormiguitas blancas entrando y saliendo lentamente del puerto, decide volver arriba. Ya son varios días con ese mismo aviso y la luz morada de alarma atravesando la piel de su antebrazo. Al fin y al cabo una de las salas bajo su control se encuentra en el nivel 50, el que emite el aviso tan molesto. 

Piensa en ese nivel, en la sala 15 B, y el Mecanismo le transporta hasta allí en segundos. Con un abrir y cerrar de pestañas como contraseña, y después de escuchar un humanizado “bonjour Francesc” se abre la puerta de cristal al ácido de color manzana, el color asignado a la Poesía y Literatura Mediterránea del siglo XXI.

Avanza por el pasillo central decidido a detectar el error que provoca esa dichosa alarma. Enormes estanterías de un blanco impoluto se elevan a los dos lados como edificios fantasma alineados silenciosamente en una avenida sin tráfico ni gente, sólo él en esa inmensa sala traslúcida con vistas de vértigo al océano. Gira a su derecha, en dirección a la bahía de la ciudad, el pitido es cada vez más fuerte y su corazón se acelera, la luz morada se hace fija. Las nubes se están moviendo y chocan contra la fina fachada de cristal ionizado de la Gran Biblioteca, Francesc pone sus manos contra la cristalera intentando coger un pequeño cúmulo limbo cargado de nieve, pero a pesar de poder atravesar el cristal con la mano la nube no se deja tocar porque se ha disuelto al contacto con los iones.

Ahí en frente, delante de sus ojos lo tenía, la causa de tanta alarma era un pequeño libro, una sencilla portada naif, un naranjo impresionista de un pueblo mediterráneo. Una edición humilde pero decentemente presentada, de algo más de cién páginas, en un idioma castellano que él, de lengua catalana y francesa, podía entender sin mucha dificultad. Estaba escondido entre grandes volúmenes de Poesía Experimental y Literatura Española producida entre la Gran Recesión de 1998-2014 y la Revolución Ciudadana de principios de 2015. No se lo podía creer, ¡un librito tan insignificante le había estado amargando la jornada laboral desde hacía dos semanas!.

Por fin cazado. Sonriendo lo saca del estante y se lo mete en el bolsillo de su chaqueta de cuero negro, antes de salir no pudo evitar girarse para echar una última mirada al espectacular paisaje que había a sus espaldas, una ciudad nevada como de juguete allí abajo, las nubes y el cielo en frente, y el sol lejano cubierto de una fría bruma nuclear ya permanente. 

Pero tiene un presentimiento sobre el libro y siente la urgente necesidad de elevarse de nuevo hasta la planta 63, sentarse junto al vacío con un “Blue Mountain” humeante y echar un buen vistazo a ese intrigante librito español escrito por un club de poetas de la Sociedad Libre de Andalucía. Antes de entrar en el Mecanismo Impulsor se cubre la muñeca izquierda con un viejo trozo de cinta aislante, para eludir el control del Cerebro Central de la gran torre. Sonrie cuando da el último sorbo del café, ya tiene planeado como sacar de la Biblioteca ese manuscrito que, una vez ojeado, ya le parece una joya de la literatura.

sábado, 23 de abril de 2016

Teoría del desembarco



Cuando por fin se metió el otoño y parecía que me había olvidado de él, empezaron a agolparse sus correos electrónicos en la bandeja de entrada. Al principio eran breves y dejaban cierto eco, de una claridad casi poética. Después añadió puntos suspensivos y comenzó a rozar el desconcierto. Y mas adelante parecía escribir bajo sospecha, como si alguien le estuviera siguiendo los pasos. Pero ese, el de los textos escritos como a la huida, ese era mi Chico mas puro,  y ya no pude evitar contestarle. Chico deambulando sin rumbo por sus vericuetos habituales, Chico anestesiado. El Chico huidizo que tocaba en el club de jazz a la sombra de la catedral, con la manía de lanzar miradas rápidas hacia atrás, receloso mientras rasgaba la guitarra, y dando golpecitos con el pie para marcarse ritmo, para no ausentarse. Yo le hacía señales para que mirara al público a la cara. 

Siempre necesitó señales del exterior para no perderse por este mundo.
– “Cari, ¿cómo fue tu viaje?, por aquí llueve arena y pega un aire tan tórrido como el terral, debe ser calima, que es lo contrario del terral, caliente pero del sur, del mar pero seco, no sé si me entiendes”.
– “Chico, complicado, ¿algo así no ocurrió hace seis años?”.
– “Ya, pero esta vez ha llegado con mas fuerza.. y cubre la ciudad desde el desembarco. Dice la gente que es una nube sahariana, a mi me recuerda al olvido: es para siempre y lo cubre todo con ese polvillo tan propio de la desmemoria. Puedes coger estas frases para tu libro”.
– “Un momento, ¿qué desembarco, Chico?”.
   
Tocaban todos los jueves un blues abrumador, como saetas laicas, un jazz de lamentos que dejaba a la tribu desgarrada hasta el jueves siguiente. Y reventaban el local, que se llenaba de artistas sedientos de alternativas, locos desembarcados en la ciudad desde todos los lados a rebufo de un huracán cultural que lo arrasaba todo. Una ciudad que se desangraba de éxito, con el rojo de las alfombras alcoholizando la mirada de los actores. Una ciudad donde la plata de la liturgia oficial tenía los bordes muy afilados, y los pasos de cebra tenían franjas de vanguardia, una negra y una blanca, pie izquierdo, pie derecho, vamos Chico, eso es, ya llegamos al otro lado. Como los días en que inauguraban museos, uno derecho y otro al través.

– “Abrasa el sol, no es el de antes, y el aire se hace irrespirable al mediodía. Es un sol redondo Cari, que no arroja sombras de duda. ¿Te acuerdas cuando bajábamos al puerto al caer la tarde?, eso ya no se puede hacer, al menos de día. ¿ya tienes editor?”.
– “¿Qué me dices, tanto quema?”.
– “No Cari, es que lo han prohibido, han prohibido asomarse a los muelles hasta nueva orden, las cosas están cambiando.. los turistas ya no pueden hacer fotos y el último crucero sale de la ciudad mañana, ha sido el último desembarco, o embarco, según desde que lado se mire”.
– “Si se van es un embarco y si llegan un desembarque, supongo. Pero si mañana zarpa el último crucero creo que lo podemos llamar un embarque obligatorio. Imagino que un Desembarco es cuando amarran y se tambalean por la pasarela con bermudas y gafas de sol, hasta poner pie en los adoquines del muelle. Aunque para irse también cruzan la pasarela, saltan del muelle al barco, un embarco, en fin Chico, como aquí no hay mar me hago un lío”.

Su apartamento estaba siempre en penumbras, desde la calle Santa María el mundo parecía suceder lejano, no se veían los nuevos pasos de cebra ni el zigzag de los carriles bici, y el rumor de los turistas ávidos de museos recién estrenados rebotaba en las fachadas. El timbre de las bicicletas ascendía ahuecado, perdiendo fuerza por el laberinto de calles peatonales, hasta caer inerte sobre el cobre de los canalones. Pasada la última Semana Santa las huellas de los portadores de tronos se convirtieron en grietas que dieron paso a un tiempo resbaladizo, que olía a cera requemada. Y después me marché. 

Allí el plan era pasar mi vida en salmuera, por calles trazadas con agua de mar, acompañando a un flâneur jazzista, haciéndole continuas señales para que se encontrara con la mirada del público, señales para que cruzara los pasos de cebra con la exacta alternancia, o señales para que mantuviera el rumbo sobre su bicicleta. Era eso o terminar mi libro. Cogí el AVE de las 7,30 de la mañana. Fue el primero que salió, y el último.

–“Cari, esta ciudad naufraga, te lo digo. ¿Te acuerdas del Cubo, en las esquina de los muelles?, pues no te lo vas a creer pero lo están desmontando para embarcarlo hacia Rabat. Yo me he refugiado arriba, en el desván, hace días que no salgo, solo bajo a abrirle la puerta al cartero y hacerme mis sandwiches de cangrejo coreano. Doña Conchita, la dueña de la tienda de rosarios y medallitas del Papa que tanto te inspiraba para escribir, te manda recuerdos y va a cerrar, han prohibido las imágenes religiosas, así está la cosa”.
– “Oye Chico, y si no sales ¿cómo sabes que están embarcando el Cubo hacia Rabat?, y de todas formas desde tu apartamento nunca se vio el puerto. Ya me contarás qué está pasando allí”.
– “Me olvidé contarte que han atrasado los relojes una hora, como lo oyes. Por lo visto lo hicieron nada mas finalizar desembarco en la ciudad, pero yo no me he enterado de nada, como siempre Cari, hasta el pasado jueves, cuando al desembarcar del escenario al final del concierto me dijeron que se habían quedado con ganas de más. ¿Ganas de qué?, “hombre, si solo son las doce y siempre tocáis hasta pasada la una”. Lo tienen todo planeado, cambiaron la hora nada mas poner pie en los muelles, enviando el mensaje a la población de que esto no tiene marcha atrás, salvo la hora claro. De repente estamos en otra época, que ya es nuestra, y el nuevo rey, que también es nuestro ya, está al otro lado del mar. Me inquieta pensar que he vivido con adelanto durante un mes, haciendo todo sin saber que disponía de tiempo de mas, he vivido como de prestado. He recorrido espacios a destiempo, y he comenzado a soñar antes que nadie en la ciudad. Vivir sin señales me crea ansiedad, ya sabes”.

Ahora Chico parece encajado como una pieza en el puzzle del presente, tan alejado de mi futuro imperfecto, ajeno a mis plurales futuros tan al alcance de la mano pero siempre por suceder: una nueva historia, una página menos en blanco, la corrección de última hora, la búsqueda de un editor, y la cola para ser publicada. Cada uno, los dos a la vez, hemos caído de un lado de esa linea del tiempo tan invisible como imposible de cruzar, y no hay pasarela que desembarque en tierra firme cuando el día a día se convierte en un mareante vaivén entre los muelles y la caída de la tarde. 

Y por fin llegaron sus últimos emails.

– “Se acabaron los desembarcos Cari, y he decidido salir de mi encierro para tantear la ciudad, ahora las cosas ocurren a otro ritmo, aunque vuelvo a ser el Baudelaire que tanto te gustaba. Esta ciudad no es un Berlín, ni un París (como tú decías), pero está junto al precipicio, y me gusta el garbeo indolente hasta la Farola, por su borde, sin importarme la caída. Total, todos acabamos cayendo, ¿no?. Me divierte ver como se deshilachan sus babuchas en las escaleras del metro, vuelvo a bajar al puerto al caer el sol, cuando la bahía se abre al sur en un abrazo oscuro y la ciudad se sacude el asedio. Por cierto, doña Conchita te manda recuerdos, ha abierto un puesto de especias en el antiguo mercado gastrocultural. 
– “Me publican al fin, Chico…”
– “Y al amanecer, cuando se callan las bicicletas de los sueños, nos despiertan cantos con versículos del Corán”.  



José María Sánchez Alfonso





martes, 22 de marzo de 2016

Nanorrelatos en si mismos (30) Maldito Presente

                                                                   

Tanto correr buscando el Presente, hasta que unos hombres del Futuro le dijeron que dejara de perder el tiempo, que lo llevaba pegado a cada momento, como una sombra...

viernes, 22 de mayo de 2015