domingo, 22 de diciembre de 2013

Él, blanco

No le gusta asumir riesgos, por eso va siempre de un blanco exquisito. Hoy incluso me humillé para calzarle sus zapatillas de “tierno blanco” (así las llama Él). No me extraña que no entienda de colores, no va más allá del amarillo, y este siempre del mismo tono, fijado hace siglos, el amarillo de los testamentos.

Esta mañana se levantó despacio, todas las mañanas se levanta despacio. Yo Lo levanto despacio. Si no lo despierto yo creo que se quedaría inerte y de cartón en su cama solitaria de dos por dos. O quizá abriría los ojos cuando el sol de las nueve y media atraviesa los ventanales del palacio para llenar todo el vacío y calentar el aire tan viciado. Yo descorro las cortinas de esos ventanales, yo Le lavo esa cara transparente, yo le acerco el crucifijo, yo le hago todo a Él. Y cuando está en pie, limpio, desayunado y rezado, es como un Sol de Medianoche, un Broche de Oro, una Sábana Inmaculada. Todo eso se lo inventa Él, le gusta decírselo a Él mismo. Se lo repite todas las mañanas en mi fría e íntima presencia, magnífica presencia ausente. No se atreve a decirlo al resto del mundo. Algunas tardes, cuando ya ha recibido a todos y rezado todo lo rezable y se tumba agotado de vivir, me murmura muerto: “Hermana, a veces creo que soy la Música del Señor, ¿usted no me ve como el Siervo de la Verdad?, no me mienta, más que humano ¿no parezco la Imagen Viva del Creador?”, entonces cierra la boca derrotado, y yo le miro con pena, y algo de odio, por qué no. Todas las esclavas odiamos un poco. No le contesto, me quedo derrotada a su lado, con los ojos también cerrados y una mueca apenas sugerida atravesada en mi rostro. Un rostro no mirado, que solo mira, a Él. Un rostro olvidado por mí, un rostro de museo cerrado, polvoriento. Pena.

Él es Uno, Todo, la Noche y el Día. Yo no soy más que nada, ni la nada algunos días, siento que ni estoy. Desde mi escritorio veo como oscurece la ciudad al otro lado de la plaza, primero oscurecen ellos del otro lado, al oeste, nuestro palacio oscurece el último, al este. Mis ropas negras ya no se ven. Hay un silencio adictivo aquí dentro y los francotiradores de la noche ya se van situando en las azoteas de la mentira, ahí fuera. Triste.

Le pondré una cena ligera, frugal como la de un ángel. Y se irá a su cama fria.

Él, blanco.

lunes, 16 de diciembre de 2013

Tacheles


Son las cinco de la tarde, ya hace frio y el sol comienza a caer detrás de las torres de cristal azulado del complejo de la Cancillería, haciendo que la última luz del día parezca flotar en una huída lenta sobre los edificios cercanos.

Por fin en Berlín, es doce de mayo de 2011, en hora punta, y los tranvías atestados de gente hacen retumbar el puente sobre el rio Spree en su carrera por la interminable Friedrichstrasse. Unos cruzan los bulevares a regañadientes para morir en el barrio de Kreuzberg hacia el sur, y otros giran al este, vomitando estudiantes en su ruta hacia la desolada Alexander Platz. De colores poco estridentes y aún así extrañamente atractivos, son algo alemanes pensé, un poco ruidosos pero eficientes. Muy alemanes concluyo.

Es mi primera tarde en esta ciudad de vanguardia y alternativa, vital hasta la extenuación, y tengo una cita con alguien a quien ni siquiera conozco, que me enseñará la supuesta avanzadilla en experimentación social, la vanguardia del arte, lo último en la guerra de guerrillas urbanas de Europa.

No tengo tiempo para detenerme en detalles pero es imposible no fijarme en el enjambre de bicicletas oscuras y de estilo retro que recorre los dos sentidos de la avenida, las montan estudiantes en vaqueros y sudaderas, ejecutivos con labtops en bandolera desenganchados de la droga dura de los Audis, jóvenes funcionarias con gafas de pasta y largas gabardinas grises que hacen ondular elegantemente por el frenesí de la avenida. Adelantan a los tranvías, los rodean con descaro, se cruzan con ellos desafiándolos, y solo se detienen forzadas por los semáforos. Y por lo que puedo ver alzándome de puntillas por encima de la multitud, este ejército de bicis engulle cruelmente a los pocos coches que se aventuran por el centro de la ciudad. El solo pensamiento de los angustiados conductores camuflados detrás de las lunas tintadas de esos pesados cacharros tan contaminantes, me hace sonreír.

Acelero el ritmo al cruzar hacia la Oranienburger Strasse, jugándome la vida en un amago de salto entre dos tranvías, un intento inútil de sortear el gentío y el tráfico. El Ampelmänn, ese muñequito de los semáforos que a punto ha estado de desaparecer de no ser por la movilización ciudadana, detiene el tráfico al cambiar a un verde chillón. Su color favorito desde que el nuevo ayuntamiento decidió (por la presión ciudadana) que la calle es para la gente y las bicicletas, y que por tanto el Ampelmänn solo se vestiría de rojo en ocasiones contadas. Su figura anda de forma mecánica como un dibujo animado simpático y sin prisas. Solo llevo dos horas aquí y creo que gracias a detalles como este no te da la impresión de estar en una gran ciudad, hay prisa sin prisas, tanto movimiento impasible. Ahora el simpático y popular muñeco sonríe también desde las tarjetas postales, camisetas, posters y toda la parafernalia que se despliega en las tiendas de souvenirs que invaden el centro de la ciudad. Se ha convertido, tras un proceso tan absurdo como inevitable, en uno de los símbolos de la movilidad sostenible de Berlín, y sus ciudadanos lo muestran orgullosamente como el botín de sus batallas contra los primeros gobiernos de la ciudad tras la caída del muro y de su lucha contra antiguas formas de vida.

Pero se me hace tarde, mi primer día en la ciudad y ya llego tarde a la cita con un alemán desconocido en un sitio del que no sé que esperarme y que tiene el extraño nombre de Kunsthaus Tacheles, y todo por ir divagando sobre cosas irrelevantes, ¿o quizá sí son importantes? Al llegar a media altura de la Oranienburger, al pasar bajo la imponente cúpula de la Sinagoga Nueva, giro a la izquierda siguiendo las indicaciones que llevo escritas en una hoja doblada varias veces en el bolsillo de los vaqueros. Tomo por un callejón que se adentra en el antiguo barrio judío, el Berlín Mitte, que ahora es un barrio multirracial tomado por artistas alternativos, okupas marginales, artesanos y gentes de variado pelaje y origen. Esto es otro mundo, donde el rio de bicicletas se atenúa de repente y el rumor de gomas desgastadas rebota sobre un piso de adoquines de entreguerras, un mundo donde las bicicletas circulan en un pedaleo con un aire de ausencia, y haciendo sonar sus timbres en una cadencia más humana, más amable...creo que ya he llegado.
Más de tres mil kilómetros recorridos desde que sonó mi despertador a las cinco y media de esta mañana en Málaga, tres aeropuertos diferentes, miles de caras desconocidas, una autopista colapsada de tráfico, el S-bahn de cercanías y dos veces perdido. Y al tener el destino delante de mis ojos me quedo sin aire, sin saber realmente que pensar.




Tacheles, que en Yidis significa “hablar claro”, es algo imposible de describir cuando lo tienes delante, cuando te abre su boca para que entres, una boca por la que podrían pasar coches y camionetas. La fachada de varias alturas de ventanales con cristales rotos, de hormigón ennegrecido por la polución, se impone lúgubre sobre los demás edificios de la calle. Este antiguo centro comercial construido en 1907, y que llegó a su estado ruinoso durante el régimen comunista, es un hormiguero de artistas alternativos que decidieron romper con todas las normas y okuparlo para ofrecer todas las formas de arte posible al nuevo Berlín; sus esculturas, sus pinturas, su artesanía. Hay un cine, teatro, música en directo continuamente. Tienen un bar y un restaurante de comidas ecológicas, un mercadillo en el que venden sus artesanías y hasta un bar chill out en un solar adosado. En los fantasmales pisos superiores sobreviven como pueden, sin luz ni agua ya que las compañías cortaron los suministros básicos hace tiempo. Pero resisten.

Ya estoy sentado en el suelo de tierra del enorme patio interior de la manzana, alrededor de la fogata hay un círculo de personas que meditan en silencio, hablan en voz baja o simplemente están absortos en el fuego.

“Sí, me llamo Michael, pero aquí me llaman Mihi, manía de los berlineses por hacer giros cariñosos con los nombres de todo lo que se mueve en esta ciudad. No, no soy alemán, jajaja, aunque te lo parezca, soy americano, de Oregón, aunque es cierto que mis abuelos eran alemanes que emigraron a los Estados Unidos, de ahí mi apellido Bauer, pero no me preguntes cómo acabé aquí”. Y después de esta introducción tan franca y directa se lanza a contarme la historia de esta famosa comuna, amenazada por la ley del mercado. “Se habla de grandes cadenas hoteleras y de empresas de centros comerciales, incluso se rumorea que el banco HSH Nordbank se ha quedado con la propiedad, para que te hagas una idea: son 20.000 metros cuadrados de terreno en pleno centro de la ciudad.  Aquí hay mucha confusión y me temo lo peor, la gente empieza a desmoralizarse y nos han conseguido dividir en dos facciones: los Tacheles EV que han decidido luchar hasta el final y el Gruppe Tacheles que ha aceptado una oferta muy tentadora (se habla de hasta un millón de euros) de un famoso bufete de abogados. Sinceramente, yo me levanto cada mañana pensando que será el último día en Tacheles, que me vuelvo a Portland antes de lo planeado”.

Al interesarme por lo que hace él aquí me confiesa: “bueno, soy arquitecto y participé en la redacción del Pan Estratégico de mi ciudad, Portland. Después me incorporé a la comisión ejecutiva del Plan durante sus primeros cinco años, me picó el gusanillo de la transformación de las ciudades en hábitats más sostenibles, más amables para los peatones y las bicicletas, en fin.. todo ese rollo de la movilidad, ya sabes. La movida de Berlín es muy conocida allí y siempre me interesó, y al enterarme de la experiencia de Tacheles ya no pude resistirme. Pero allí tengo a mi familia, mi novia (o eso espero), mis compañeros de universidad, y sé que volveré, me temo que pronto”.

Después de casi media hora de conversación alrededor del fuego, Mihi se percata de mi aturdimiento, y propone un café y algo de comer en el Oranien Café a la vuelta de la esquina. No me puedo negar.

Al salir de Tacheles tengo la vaga sensación de que algo me persigue, por momentos siento como si un vaho húmedo saliera exhalado hacia la acera desde los oscuros pasajes que penetran en el interior de los edificios, los laberínticos patios interconectados que taladran las manzanas del Mitte, los tristemente famosos “höfe” de la antigua burguesía judía, donde los nazies practicaron sus crueles cacerías. Necesito salir de este barrio, quiero salir a las grandes avenidas aunque ya sea de noche, sentir el aire frio de la ciudad pegándome en la cara. Al pisar de nuevo la amplitud de la Oranienburger Strasse ya sé cuál es mi próximo destino, Portland, me relajo por fin y disfruto de mi paseo hasta el hotel por la orilla del Spree, a ritmo de Ampelmänn.

José María Sánchez Alfonso.
Diciembre de 2013




sábado, 12 de octubre de 2013

El Gran Salto



Los ferries viajan al vaivén de las corrientes, entran y salen del puerto de Tarifa a un ritmo de tango lento, y estremecen el aire con un bufido hondo de animal marino. Apenas cogen velocidad cuando salen al océano abierto, dejando una estela de espuma revuelta, y se pierden con sigilo por la bruma del Estrecho.

“Mira, parece que no se mueven” me susurra Arturo, que se sienta a mi lado para contemplar los barcos con sus prismáticos. Con solo cinco años y una limpia sonrisa de ojos achinados ha venido con el grupo de adultos a contemplar como miles de aves migran desde el norte hacia el invierno del sur más remoto. La diferencia de edad no impide que nuestras miradas se crucen, y en ese instante hay un destello consciente de sabernos protagonistas, de la certeza de estar sentados en un lugar estratégico del planeta, donde todo parece confluir finalmente, el encuentro de dos mundos diferentes. Venimos a contemplar un espectáculo único en la naturaleza, el Gran Salto.

Es mediado de septiembre, primeras horas de la mañana de un luminoso día con aire de otoño nuevo, y hemos dejado los coches en la cuneta del camino, en una colina con la vegetación exhausta después de tres meses de verano. Ahí fuera hay un silencio estruendoso que nos obliga a bajar la voz. La vastedad del horizonte que se abre a nuestro alrededor es tal que me hace pensar que ya no estamos acostumbrados a estas extensiones de mundo sin urbanizar. Quizá, y solo en la lejanía, esa virginidad se pierde por la presencia de los molinos de viento que, con los brazos abiertos, parecen esperar a un poniente que no acaba de entrar desde el oeste, o por los caseríos desdibujados por la sombra mortecina de eucaliptos derrotados.

Un grupo de personas ataviadas con ropas de campo se refugia bajo un cañizo construido al mismo borde de un montículo. Murmuran entre ellos en diversos idiomas y otean el cielo con reverencia mientras manejan con naturalidad una parafernalia de cámaras réflex, prismáticos, e intrigantes telescopios montados sobre trípodes.
Nuestro guía, Antonio, se lanza entusiasmado a informarnos de las especies de aves que probablemente veamos a lo largo del día. Armado con una guía de aves y una mochila llena de pasión por la naturaleza, nos reúne en círculo para hablarnos de las águilas culebreras, los halcones abejeros, milanos, águilas calzadas, y buitres leonados. Nos describe en detalle cada ave para que luego las podamos localizar en el cielo. Pronto nos trasmite su pasión por estos “bichos”, como los llaman los ornitólogos, de los que habla con una cariñosa cercanía.  Y mientras nos explica cómo se preparan las aves para comenzar el viaje desde Europa, a su espalda, y sin que él se dé cuenta, van emergiendo como colosos oscuros las montañas de Marruecos. Son moles imponentes que parecen flotar sobre las nubes paradas del estrecho. Tras esas montañas, el desierto, y la selva después, espera a las miles de aves que han conseguido llegar a este rincón de la Península Ibérica.

A este lado, contra la extraña negrura del otro continente, se recortan las siluetas de caballos y árboles solitarios, inmóviles, que parecen ser la última señal de vida antes de que este lado del mundo se sumerja en el Atlántico. Produce cierto desasosiego contemplar la vasta soledad con la que esta naturaleza sobrevive sobre las colinas resecas donde muere Europa. Pero nosotros hemos venido a rebuscar el cielo con nuestra mirada, donde ya se agrupan las águilas culebreras con sus cuerpos anchos, alas moteadas y cabezas de color chocolate.
Salen de la nada para formar remolinos de diez o quince individuos, vuelan en espiral para ascender lentamente aprovechando las corrientes térmicas. Aletean cogiendo altura suficiente para después lanzarse a planear sobre el mar. El cielo se va llenando sin darnos cuenta de aves de distinto tamaño y colores; más oscuras cuanto más del norte de Europa.

Hemos pasado de no ver nada a no saber dónde mirar por la repentina aparición de decenas de halcones abejeros que se dirigen con determinación hacia las montañas perdidas del sur, aleteando sobre la costa con una determinación y energía que las hace desaparecer en segundos por el horizonte. Tenemos que manejar los prismáticos con rapidez para poder ver con nitidez a ese numeroso grupo de halcones luchando por mantenerse juntos y protegidos a tanta altura sobre la desnuda inmensidad azul.

Mientras tanto, ajena a lo que ocurre por el cielo, la Isla de las Palomas se va envolviendo lentamente en esa ambigua niebla que avanza liviana y muda sobre el océano. Incluso Tarifa va desapareciendo como una isla amurallada, de la que solo quedan visibles el castillo y las torres de San Mateo y San Francisco. Tánger desapareció ya completamente, tragada por la titubeante línea del horizonte.

Un grupo de cuatro alimoches juguetea sobre nuestras cabezas, cantan y vuelan de forma agitada, caótica, quién sabe si excitados por nuestra presencia.  Exhiben con orgullo sus contrastes blancos y negros, y sus pollos, completamente negros, aprenden a volar recortándose nítidamente contra la claridad del cielo. Antonio divisa hacia las montañas del interior una formación de cigüeñas negras, y parece, por la manera en que habla de ellas, que estas aves eran especialmente esperadas. Aparecen como diminutas motas oscuras en la lejanía, y en pocos segundos son ya más de una treintena de aves majestuosas que con un aleteo cadente, amplio y elegante están ya sobrevolando la calima del estrecho.

“Son como fantasmas, porque aparecen de la nada. Y como fantasmas se van, si no sois rápidos con los prismáticos ni siquiera las veréis pasar, ¡mirad ahora!” y cuando termina de decirlo ya son cientos de aves las que alzan el vuelo cubriendo el cielo a nuestro alrededor en una explosión de vida. Este por fin debe de ser el espectáculo que vinimos a ver, tiene que serlo porque nuestro guía señala ya en todas direcciones con sus dos manos, gira sobre sí mismo tratando de abarcar con su mirada, y hasta con sus brazos, a una Naturaleza que se despliega con todo su poder.

Hacia el oeste, un solitario sol de atardecer parece suspendido sobre la vastedad del Atlántico, y el poniente que gira suave por Punta Camarinal riza el agua de la ensenada de Bolonia, haciéndola aún más verde. Las últimas bandadas de aves se alejan de nosotros, viajando hacia África con una precisa sabiduría animal que les hace saber exactamente el rumbo, les hace volar en grupo para protegerse, sin necesidad de plantearse el por qué de su viaje. Esa misma sabiduría que teníamos nosotros y que estamos enterrando bajo toneladas de tecnología y progreso. Ese mundo sabio, en forma de mancha gris que ondula lenta en el cielo africano, desaparece ante nuestra mirada de asombro, y se difumina hacia el sur aleteando con decisión. Es el Gran Salto.

(Y las aves seguirán navegando por sus océanos de cristal, los peces sabrán que surcan cielos reflejados en su mar, y los hombres... pensarán que cruzan los estrechos, en ferries que bailan tangos con bufidos de animal)

José María Sánchez Alfonso. Octubre de 2013

domingo, 28 de julio de 2013

El Copo (Memorias)

No era por la oscuridad del amanecer porqué temblábamos, ni por el frio de la espera, era la misma impaciencia de pasar una noche oliendo a mar.

Yo sujetaba fuerte y temeroso la mano húmeda de mi padre, y mis ojos cerrados de cansancio querían detener la salida del sol, quizá intentando alargar la madrugada, porque a esa edad todo parecía posible. A los diez años, de tanto gozo, se desconoce la felicidad.

Pero mi padre se mantenía firme y expectante, nervioso gritaba a sus amigos los pescadores que se movían fantasmales por la negrura del agua. Mi padre temía por ellos, o quién sabe si por los que estábamos en una orilla invisible, olvidando que ellos eran gente de mar, y nosotros, sin embargo, solo nos bañábamos en verano.

Y no solo era yo, había más chiquillos que venían a esa playa solitaria. Unos eran veraneantes como yo, y otros, la mayoría, eran chavales del pueblo. Ellos ni temblaban de frio ni se estremecían por lo inexplicable de esa pesca primitiva. Ellos, hijos de los mismos pescadores que daban voces agrietadas desde lo invisible, nos miraban con una chulería de adolescente que atravesaba la oscuridad de la playa.

Con mi mano libre sostenía un cubo azul de playa, y lo balanceaba nervioso imaginando cuantos peces cabrían, y cuantos saltarían de vuelta al mar, a los niños nos darían los chanquetes, pensaba con un hormigueo en el estómago. Mi padre llevaba su enorme cubo de goma negra, en el que metería kilos de pescado, ojos suplicantes de jureles, sardinas o boquerones.

Unos tímidos rayos de luz que parecían lanzados desde detrás del mar trazaban la primera claridad en la oscuridad de cielo, y se marcaba en el horizonte una interminable línea recta que era la perfecta división entre cuatro mundos inabarcables para mí: nuestra orilla, África, el inmenso mar y el cielo estrellado. Recuerdo que ese momento me estremecía, e imaginaba un leve temblor también en la mano de mi padre, entonces la cuadrilla de pescadores emergía de las sombras del agua y sus cabezas se balanceaban al ritmo de unas olas que se hacían visibles poco a poco.

El viento ligero y seco del interior, que había bajado tibio entre las dunas durante toda la noche, se rendía ante los primeros empujes de un levante que venía fresco con el amanecer. Ese choque amistoso de vientos era la señal que todos parecían esperar, mi padre me soltaba la mano entonces, súbitamente, y se iba a ayudar a los pescadores a sacar la red del mar. Dos de ellos, los más corpulentos, tiraban de la tralla enterrando sus pies en la arena con cada tirón, y teniendo que alinearse de nuevo para coger fuerzas y desenterrar los pies. A mí me parecían gigantes que emergían del mar de la noche, de las profundidades. Seres extraños de otro mundo, que daban voces al unísono, como animales puestos de acuerdo por la naturaleza, gritos sin sentido que probablemente habían pasado por generaciones de pescadores de la zona al igual que se transmiten las costumbres, o las palabras que solo se dicen en un lugar, sin explicación posible pero con el sentido que impregna todo lo que viene viajando desde el pasado.

Entonces los chavales nos agrupábamos todos, alejándonos discretamente de la orilla sin que ningún adulto lo pidiera, solamente el Nene, el pescador amigo de mi padre, nos hacía una indicación con un rudo gesto de cabeza y eso era suficiente. Nos retirábamos instintivamente de la enorme red cargada de peces que, lentamente y como un monstruo marino, surgía del mar y se iba arrastrando por la arena húmeda de la orilla. Nos buscábamos unos a otros las caras ocultas por la oscura claridad que reflejaba la orilla y mirábamos luego con asombro el avance pesado y cadente del monstruo, podíamos oír su respiración, porque parecía respirar al roce de la pesada red con la arena en cada tirón de los pescadores. No había comentarios ni palabras, el momento parecía sagrado y eso lo captábamos hasta los más jóvenes. Solamente, otra vez, las voces rítmicas y primitivas de los pescadores, y los ofrecimientos de ayuda de mi padre y otros hombres que vinieron desde el pueblo.

Los últimos en salir del agua eran los más mayores de la cuadrilla, que empujaban el copo desde el agua y refunfuñaban sonidos de viejos cuando las olas que rompían en la orilla los sacudían una y otra vez haciéndoles perder el equilibrio, pero por nada soltaban la red, era como mantener agarrado el orgullo de pescador.

-Y tú ¿a qué vienes con ese cubito azul?, ¿tú no eres de Marbella, no? –me decían con desdén los niños del pueblo.

-Vengo con mi padre.. me van a echar unos chanquetes –les decía sin quitar la vista del cubo, que se balanceaba vacío – no es el primer año que vengo.

-¡A ti qué te van a echar!, ¡si ahí no cabe ni un puñao de coquinas! –se rieron todos a coro, pero yo agarré el cubo con más fuerza.

-Ya he venido varios años y siempre me he ido a casa con pescado, así que...

-Pescado dice, jajaja, se dice pescao niño, ¡pescao! ¡pescao! –se echaron a reír otra vez–, ¿y tú sabes pescar?

 -No me hace falta, porque mi padre es amigo del Nene y él me echará unos chanquetes del copo– dije intentando envalentonarme.

-¡Que nene ni que nene!, er Nene es mi primo ¿sabes?

-Pues mirarlo ahí, está hablando con mi padre –les dije esta vez mirándolos a la cara. Y viendo que yo no me achantaba, se marcharon a llenar sus cubos de agua salada.

La red se deshinchaba de agua poco a poco y aparecía de repente preñada de peces que intentaban escapar desesperadamente de una matanza segura.  Era como una montaña salpicada de plata, una crueldad más de la naturaleza. Pero solo por reflejar la claridad cansada de la Luna, quizá por eso, por morir con poesía, se hacía más sufrible a la mirada.

martes, 16 de julio de 2013

El secreto del Haza del mesón y el falso trinitario



No hay una ciudad más invadida de leyendas y secretos que Marbil-la. A quien le extraña, con cuatro puertas abiertas a los cuatro mundos, mal vigiladas y con un continuo trasiego de gentes de todos los colores, y de calañas y orígenes tan extraños como para desconfiar. Unos entran con productos del campo, otros con bestias y carros, otros blanden cruces y como poseídos van amenazando a diestro y siniestro. Todos se restriegan las ropas en la estrechez de las puertas y en las callejuelas de la al-Qasaba con los marbellíes creyentes que salen en busca de alimento, aire, y también de mujeres que merezcan la pena un suspiro de placer.

La más transitada es la puerta del oeste, de donde sale el camino de tierra hacia Barbesula y a toda África más allá del estrecho. Y a unos metros de esa puerta, junto al barranquillo del espanto, es donde está mi haza, que llaman equivocadamente del mesón. Haza y casa conseguidos con tremendo engaño de viejo musulmán que soy, a la mayor gloria de Aláh, con decreto firmado por la mismísima mano del hijo del demonio, el Rey católico don Fernando. El documento de propiedad, más cinco pliegos con la historia deste secreto, lo tengo enterrado junto al pozo de la huerta y esto es gran verdad y no leyenda ni mentira contada.

Pueden creerlo porque yo soy de quien hablan en Marbi-la los viejos que quedan en las calles oscuras de la Bab ai Bahr cerca del mercado. En voz baja se lo contarán para no avivar la maldición, que ya dura por cinco siglos. Y si prefieren escucharlo de voz humana, busquen al cojo, Manuel, que todavía vive en esas callejuelas.

Les dirá que yo soy Máhdi Ziryáb al-Wafid ibn Lakhoua, hijo de Héla y Anís, hijo de Lakhua el hayy de la alquería del Daidín del Guadaiza, nuestro paraíso en esta tierra, aldea que mandó quemar la esposada del hijo del demonio, la reina Doña Isabel, desde su estancia de Ronda. Pregúntenle al cojo cómo es posible que yo acabara recibiendo de sus majestades cristianas tal casa y huerta de tamaño siendo un moro huido de la persecución. Pues les hará pasar a los cuartos al fondo de su cestería, para contarles la increíble historia de mi regreso a esta ciudad, como falso trinitario recogido por la comitiva de infieles venida desde la capital bordeando penosamente por toda la costa, de cómo casi muerto que me encontraba en el bosque de la Vibora me convertí por arte de birlibirloque en falso monje de los descalzos gracias a mi piel clara y a unas palabras castellanas, cuchillo, sangre y pescuezo, que me enseñó Fáthi el Maryam, un mujannathún, un pobre desgraciado con voz de mujer, que solo por eso fue condenado y marginado de por vida a degollar los corderos de la alquería.

De cómo me incorporé al grupo de trinitarios que venían mandados por su majestad para abrir convento dentro de las murallas, cerca de la Bab al-Málaga, donde bate el viento, donde viví diez años como fraile cocinero. De cómo tuve que escapar cuando se descubrió mi origen musulmán, para malvivir de mendigo , de músico callejero, de carpintero, de panadero, hasta que conseguí montar el dur-al-jaray, el prostíbulo más antiguo de la Marbil-la, y cómo finalmente con trucos y trampas pude amañar los títulos de propiedad del haza y la casa en los arrabales. 

Pregúntenle por qué el portón de madera de la casa quedó atrancado para siempre, y qué venganza preparé a conciencia por haber, el demonio de los infieles, mandado quemar mi paraíso, y de cómo cayó la maldición sobre la huerta y por toda Marbil-la, como una daga queda clavada en un corazón. Maldición que dura ya cinco siglos, ¡y otros cinco más que ha de durar!

Pregunten por qué nadie se ha atrevido todavía a abrir el portón ni acercarse al pozo. Busquen al cojo y prepárense para escuchar.

Hay leyendas y secretos, sí, las hay basadas en historias reales, documentadas o no. Las hay que son pura anécdota, la mayor parte inventadas, y las hay creadas por mentirosos compulsivos que manipulan a sus vecinos al ritmo de sus patrañas. Pero también las hay reales, tan ciertas como que he vivido yo, Máhdi Ziryáb al-Wafid ibn Lakhoua, hijo de Héla y Anís, hijo de Lakhua el hayy de la alquería del Daidín del Guadaiza.



sábado, 4 de mayo de 2013

Dos llamadas



El azar, ese extraño que caminó junto a ella.

Solo el azar supo como dibujar, con un contorno de sombras, cuatro destinos que no se hubieran encontrado de otro modo, solo las coincidencias pudieron hacer que sus vidas se cruzaran hasta un final inesperado. ¿O fueron esas llamadas?...

La tarde no era la apropiada para estar caminando junto a la orilla. Pese a ser finales de marzo, el Atlántico de Ribadesella era un paisaje abrumador, un hambriento oleaje que nos echaba sus zarpas como una fiera.
La arena se hundía en cada huella húmeda, descubriendo capas más profundas de agua desconocida y extraña en el mismo momento en que nuestros pies se alzaban para dar el siguiente paso. Caminábamos contra un Noroeste que se envalentonaba más conforme caía el sol. Aún así no dimos marcha atrás, porque tú y yo nunca lo hicimos ¿verdad?

Por eso continuamos ese absurdo paseo a ningún lado, tenías tanto de que hablar. Necesitabas contarme lo sucedido en los últimos treinta años, como si yo no lo supiera, y acabamos en el único bar abierto en ese tramo de costa, sobre el mismo acantilado en el que pasábamos las horas muertas cuando éramos adolescentes, tumbados sobre la hierba, con el cielo abajo y el océano arriba.No recuerdo si le cogí la mano pero sí que lo deseé todo el tiempo, casi toda la vida, y ella lo sabía.

Marina ya no era joven y tenía su mirada azul agrietada, pegada al horizonte, mientras intentaba contarme todo con una voz ronca que se confundía por momentos con el rugido del mar y del viento. Pausaba sus recuerdos con desesperadas bocanadas a su cigarro, algo que se había convertido a esas alturas en parte de ella.Yo la escuchaba sin atreverme a mirarla, ni siquiera interrumpirla, porque compartía el mismo paisaje turbulento. Siempre nos atrajo el mar, como a quien le atrae la libertad, y por fin después de tantos años parecía tan nuestro, tan al alcance de la mano.

“Julio y Martín coincidieron desde el primer curso de la universidad, si te acuerdas ninguno de los dos era de la ciudad. Pero la casualidad hizo que sus familias fueran a vivir allí el mismo año, la familia de Julio vino desde León, su padre fue nombrado director de la nueva oficina principal de Correos en la Acera de Recoletos. La familia de Martín, de clase media, vino de Tordesillas a probar fortuna y abrieron la librería de la calle Poesías”.

“Los dos se conocieron al matricularse en la misma facultad, quizá solo querían tener el título para ascender por la escala social presionados por el origen humilde de sus familias. Desde el primer curso de Derecho hicieron una estrecha amistad que los llevó demasiado lejos, compartían muchos intereses, sobretodo la literatura. Sus interminables conversaciones, en esas tardes sospechosamente solitarias, por el Paseo del Principe hablando de sus escritores favoritos, que acababan en esas reuniones del club de literatura en la librería de los padres de Martín, al que tú y yo acabamos uniéndonos, y ahí la vida nos dio un giro total, hasta traernos a este acantilado”.

“El estigma de ser foráneos. Quizá esto último fue lo que más les unía; el sentirse excluidos de esta ciudad. Pero supongo que eso les hacía libres, ¿no?”

“Sin embargo tú y yo teníamos nuestras vidas, incluso la rutina diaria, marcadas por los relojes de la seca sociedad de la meseta, éramos rehenes de la conformidad, de la cómoda existencia encajada entre cuatro avenidas, un parque y el rio Pisuerga. Que maldita comodidad, Carlos, la esclavitud de la llanura. Desde la que soñábamos con este Mar.”

“Y por eso me obligaron a estudiar farmacia, para que la Antigua Botica Bellogín pudiera seguir abierta, sin importarles lo más mínimo si a mí me interesaba la química o las fórmulas, lo importante era el negocio y la apariencia de la familia. ¿Te acuerdas de la habitación donde mi padre hacía sus cremas y experimentos?, el laboratorio nos gustaba llamarlo, era nuestro escondite de las tardes de colegio. A nosotros nos parecía una esquina secreta del final del mundo.”

“Detrás de la rebotica, tú y yo con quince años. Con nuestras hormonas revolucionadas por el olor a cloroformo y alcohol, ese espacio mágico de probetas y tubos de ensayo, todo ese cristal distorsionando nuestros cuerpos livianos. Tú siempre me decías que necesitabas verme allí porque no había luz en toda la ciudad como la que entraba por esos ventanales y se reflejaba extrañamente en las mesas de metal, rebotando como loca en el instrumental de laboratorio. Te transformabas y me lo contagiabas, acabábamos los dos en ese absurdo baile que nos inventamos alrededor de las mesas, ¿te acuerdas Carlos?”

“Sin embargo tú fuiste fiel a tus planes e hiciste la licenciatura en Psicología. Eras el raro del grupo, el rebelde, siempre hablando de los procesos mentales, el subconsciente, el psicoanálisis y esas historias tan raras. Y luego te dio por el yoga nidra, las constelaciones familiares y esas locuras. Por eso quizá te quedaste soltero...”

Ella sabía que eso no era cierto, pero en ese momento empezó a llover con furia y solo nos protegía el endeble techo de plástico de la terraza del bar. El mundo se oscurecía por momentos pero Marina solo se detuvo para encender otro cigarrillo. La furia de la naturaleza no podría detener el empuje de una memoria tantos años frustrada, que ya caía en una cascada imparable. Yo sabía que Marina no podría decirlo, pero a esas alturas ¿qué importaba?, y sin embargo no podría, no podría admitir que se quedó embarazada de Martín después de unas de esas tardes tan intelectuales del club de literatura.

La planta alta de la librería, Marina tenía que hacer memoria. Le costaba recordar, lo supe porque pasaba la palma de la mano repetidamente y como una autómata sobre la superficie de la mesa, con el cigarrillo titubeante atrapado entre dos dedos, mientras bajaba la mirada al suelo, retirándola del mar. Era la Marina obsesiva y ausente que quedaba después de tantos vendavales, el desguace de lo que llegó a ser una fantástica maquinaria.

El edificio número siete de la calle Poesías pasaba desapercibido por su aburrida fachada del siglo XIX, solo se salvaba del desprecio de los vecinos por la remozada planta baja que ocupaba ahora la librería. De la trasera de la tienda salían unas estrechas escaleras que subían a una planta alta polvorienta en la que se apretujaban una pequeña habitación que servía de almacén de libros y oficina y otra habitación algo más grande y menos oscura que tenía un balcón al lateral de la Inspiración. Esa habitación fue siempre un dormitorio y los padres de Martín no se molestaron siquiera en cambiarle los muebles.

“Martín era para mí el sexo, la intimidad, la soledad de esa planta alta, el suelo de madera oscura. Pero tú nunca me perdonaste. ¿Y qué has hecho durante esta eternidad? ¿Venir a recoger los restos a esta playa?”
Entonces tuve que hablar. Porque ella no sabía la verdad de las dos llamadas.

Y tuve que hablar para intentar detener a la noche, que se iba adueñando imparablemente de las dunas, de la terraza, de nuestros cuerpos. Entonces entendí que una vez que la oscuridad fuera completa ya no tendría sentido explicarle nada. Tenía como mucho diez minutos para resumir media existencia y recuperar a Marina. Y después todo quedaría el rugido del océano, el baile de la luna y el eterno vaivén de las mareas.

Marina, ¿recuerdas cuando los padres de Julio tuvieron ese terrible accidente de carretera?, no respondió, pero el movimiento oscilante de su cigarrillo delató el esfuerzo por recordar todo lo ocurrido desde entonces. Una inspiración profunda y en menos de tres segundos se perdió en una nube espiral de tabaco rubio, era su manera de contactar con aquellos años.Fue el verano que yo volví de mis estudios de posgrado en Francia, donde terminé el doctorado en Manipulación de las Fluctuaciones del Subconsciente. Ya por entonces pertenecía al selecto grupo de Seguidores de la Visión Penetrante, los Vipashyana. 

Empecé a tratar a Julio cuando ya se encontraba en un estado muy avanzado de depresión. Comencé con suaves sesiones de Yoga Nidra para explorar su mente, nadé en una primera capa oscilante de pensamientos livianos y flotantes, anclados en el pasado reciente. Fue fácil entrar en la siguiente capa del subconsciente, donde me encontré con una mezcla densa de de celos, traumas dolorosos de la adolescencia y apegos egocéntricos. Necesité varias sesiones intensas de hora y media para poder introducir la llamada. 
En la llamada su madre le pedía, le rogaba más bien, que terminara con su vida en la ciudad y se fuera con ella y con su padre, le explicaba como su existencia en ese lado se hacía insufrible, que lo echaban muchísimo de menos. Le suplicaba que dejara todo lo que estuviera haciendo aquí y se marchara con ellos.

Como era previsible, Julio empezó a deteriorarse a las varias semanas de terminar las sesiones terapéuticas, cayó enfermo gradual e imperceptiblemente, nadie se alarmó. Perdió peso hasta convertirse en un esqueleto viviente. Y después de varios meses de sufrimiento, ¿vas recordando?, falleció en el Hospital Campo Grande.

Marina ni se inmutó, se limitó a encender apáticamente otro cigarrillo, pero extrañamente lo manoseó pasándolo de un dedo a otro mientras se le dibujaba una especie de sonrisa, antes de encenderlo con un lánguido chasquido de mechero.

Con Martín fue muy diferente, él vivía en una sucesión de instantes inconexos, casi caóticos. Un flujo de indomable de pensamientos confusos y agitados que lo torturaban mentalmente y que lo dejaban exhausto al final del día.

Te odiaba Marina, créeme. A ti y al niño que no nació, a tu familia y a todo lo que rodeaba vuestro matrimonio. Atravesar esa superficie me costó muchas horas de prácticas de rotación de conciencias, desapego del Yo, y de forzar emociones opuestas hasta llevarlo al límite de la mente. Pero cuando lo conseguí se abrió la puerta súbitamente a un subconsciente que parecía una habitación desnuda y silenciosa, como una tumba vacía. Me recordó a la planta alta de la librería, donde los ecos ya volvían rebotados desde el dormitorio cuando subíamos por las escaleras. Una habitación sin apenas muebles, oscura y con vistas a un miserable callejón. Y donde ninguna llamada podría permanecer en el aire, acaso permanecer insustancial y efímera, inaudible por el tumulto de pensamientos que inundaban la mente de Martín.

Marina cruzó las piernas en un movimiento brusco, apagó violentamente el cigarrillo con la suela del zapato, dejándolo humeante y mortecino en el suelo de cemento. Levantó la cabeza y por fin me miró a la cara, desafiante y asombrada. Abrió la boca para decirme algo, pude leer su pensamiento, pero en ese momento empezaron a caer estrepitosamente los cierres metálicos de la barra del bar, se apagaron todas las luces y se oyeron voces agrias avisando del cierre. Calculé cinco minutos para el fin.

Después de varias semanas buceando en el oscuro submundo de Martín tomé la decisión, totalmente desaconsejada por todos mis maestros y por los expertos en estas técnicas, de introducirme en la temida tercera capa. El espíritu.

Me temía lo peor. Presentía lo que me podía encontrar al fondo de una habitación tan desolada, un habitáculo completamente a oscuras, sin un resquicio de luz exterior, con el aire viciado por la falta absoluta de ventilación, y muy posiblemente con lo que más me temía: arrinconada en su interior habría una fiera enloquecida por años de encierro. Un espíritu putrefacto y sin posibilidad alguna de recuperación.

Menos de un minuto para que la última brizna de claridad despareciera para siempre detrás de la inmensa negrura del horizonte, y aún tenía que contarle la verdad de la muerte de Martín. Varios días después de terminar la terapia recibió una llamada de la persona a la que más quiso, Julio. Una noche en mitad de un sueño turbulento, Julio le dijo entre sollozos que lo echaba de menos desesperadamente y le confesó que siempre lo había amado con locura. Le imploró que se viniera a vivir con él, a vivir la eternidad.

“Y un día al cerrar la farmacia al final de la jornada me avisaron del servicio de salvamento civil que habían encontrado su cuerpo flotando aguas abajo en el Pisuerga. Algunos testigos lo vieron saltar del Puente Mayor. Ahora empiezo a recordar, ahora lo veo más claro, ya sí entiendo todo Carlos”.

Un estruendo de olas golpeó la base del acantilado haciendo temblar el bar, el miedo nos cogió de la mano y bajamos a oscuras por unas escaleras labradas en la roca. El Noroeste lloraba y nos abrazaba queriendo despedirse. Al llegar a la parte baja la marea alta ocupaba la playa, pero ya avanzábamos entre recuerdos que flotaban, el baile de la luna clara y suaves algas de libertad.

Aún así no dimos marcha atrás, porque tú y yo nunca lo hicimos ¿verdad?


José María Sánchez Alfonso
Mayo de 2013



domingo, 31 de marzo de 2013

Cantus Inaequalis



 Los veloces Frecciarossa parten puntualmente, cada hora, de la estación Central de Bolonia con destino a Florencia y Roma. Pero el pasado 25 de enero, tras un imprevisto de última hora, el tren de las diez de la mañana salió con casi veinte minutos de retraso. El asiento 2A del coche de primera clase, reservado todos los viernes, viajó en silencio por la densa bruma invernal de la Llanura Padana.
Allegro
El barrio Judío de Bolonia es el lugar perfecto para que un secreto quede oculto para siempre. Y el Palazzo Bonaccorso parece haber sido construido para que sus enigmas quedaran perfectamente cerrados bajo llave.
En todos los palacios de Bolonia hay una habitación que no aparece en los planos, llamada camera separata y proyectada con tal habilidad que hiciera imposible su localización. Por supuesto que las cameras separatas tenían un uso inconfesable, como casi todo en esta ciudad. Bolonia está trazada para ahogar ecos y habladurías, pero es lo suficientemente elegante para no tapar del todo lo inmoral.
El Bonaccorso pertenecía desde hace siglos a la Iglesia Católica, y la madre Sofía, de labios apretados y ánimo seco, era la superiora de la pequeña comunidad de monjas carmelitas que lo administraba. Convertidas por la oscuridad y el paso de los años en susurrantes fantasmas cubiertos de un negro polvoriento, controlaban metódicamente el palazzo desde el sórdido subterráneo del edificio.
Entre el asfixiante aire del sótano y la vetusta luminosidad de arriba, donde estaban las habitaciones del padre Ettore, había un patio renacentista de piedra rojiza, un salón de actos donde practicaba el Coro de niños de Santo Stefano, y la capilla con cristaleras emplomadas orientadas a la lateral Viale dalla Ocultazzione. El primer y segundo piso del palazzo eran un enjambre de dormitorios espartanos, de techos altos, corredores en disposición caótica y sin iluminación natural, e innumerables puertas que abrían a más pasillos, escaleras, recodos y rincones inútiles.
Esos dos pisos estaban ocupados por un selecto ejército de 120 niños de entre diez y dieciséis años de edad, pertenecientes a la élite de la ciudad docta e grossa. Eran los hijos de las influyentes familias de la ciudad; médicos, abogados, notarios, políticos o comerciantes.

Andante
La cocina, después del amanecer, cuando los niños ya han desayunado y se dirigen al coro, es un continuo ir y venir de hábitos y murmullos, actividad incesante y temerosa, resonancia de platos y cubiertos metálicos, grifos que gotean hasta la extenuación, un vaivén de puertas y pasillos.
-Hermana Lorena, tengo miedo...
-No es miedo, son temores de novicia, tú reza en silencio mientras lavas los platos.
-No hermana, siento el miedo, en este edificio ocurren cosas...
-¡Por Dios!, ¿quieres bajar la voz? –la hermana Lorena se santiguó.
-Tú lo sabes mejor que yo, ya llevas más de tres años aquí. –Francesca no apartaba la vista de los platos y del agua helada del fregadero.
-Yo no sé nada ¡y baja la voz por el amor de Dios, que en este sótano se oye todo! –Lorena corría cada vez más nerviosa, llevando platos y cacharros, colocándolos en las alacenas para la siguiente comida.
-¡Tú también tienes miedo!, ¡no lo ocultes!
-¿De qué iba a tener miedo yo, hermana? –al terminar de decir eso le vinieron a la cabeza imágenes monstruosas, inconcebibles para su idea del mundo, un estremecimiento le recorrió el cuerpo y tuvo que agarrarse al borde de una mesa para mantener el equilibrio.
-De todo, miedo de todo, de los pensamientos que se oyen cruzar el pasillo de madrugada, de las ratas que viven en este sótano y de las que entran de día con traje y corbata por la puerta de Via dell’Inferno...
-¡Hermana, te condenas! –y rompió a llorar– ¡tu boca es la del diablo!, ¡ciérrala!
-¡Tú lo sabes, como lo sabemos todas!, de lunes a miércoles vienen esos hombres a ver al padre, ¡la madre Sofía les abre esa maldita puerta! Y el chofer me ha contado que el padre Ettore viaja a Florencia todos los viernes –su tono de voz ya era un susurro, apretó el crucifijo con una mano y cogió fuerzas para terminar– y que allí se encuentra con un enviado de Roma, de la misma Santa...
 -¡¡¡ Qué pasa aquí !!!, –irrumpió en la cocina la voz penetrante de la madre Sofía, que dejó paralizadas a las dos monjas– ¡¡de qué habláis!!, ¡dejaros de cháchara y terminar de recoger!

Nocturno
           Los altos ventanales de los dormitorios eran de forma ojival y estaban todos dispuestos alrededor del patio central. Había muy pocas ventanas en el edificio que dieran al exterior, dándole un aspecto más de fortaleza medieval que de palacio renacentista. Carlo Manzzini fue el último chico en incorporarse al internado.
-Enzo...¿Enzo?...chisss...¿estás despierto?...
-Es más de la una, estamos durmiendo, ¡qué demonios quieres!
-Enzo, no puedo dormir, me da vueltas todo...
-Pues inténtalo, ¡mañana hay misa a las ocho y media de la mañana! Y coro después...
-Se lo he contado a mi padre...
-¡de qué hablas!, ¡calla y cierra los ojos que nos van a pillar!
-No puedo Enzo, ya no puedo, le he contado lo de nuestras visitas al padre los jueves después del coro, la camera separata de arriba...
-Calla, calla ya, aquí nadie habla de eso, nadie, no nos metas en líos Carlo.
-Te juro que mi padre estuvo ayer aquí, me lo encontré, Enzo, ¡me lo encontré!...
-¡Mentira!, ¡duerme de una vez!
-Ayer cuando subíamos del desayuno...una de las puertas de la primera planta... la que da a las escaleras traseras, estaba abierta Enzo...
-¡Mentira!, yo también iba en la fila y no vi ninguna puerta abierta, ¡tú tienes fiebre!
-¡No tengo nada Enzo! Vi a mi padre de espaldas, justo cuando giraba en el rellano para subir a la segunda planta, lo llamé, no pude evitarlo...
-Mentiroso, todos sabemos que la madre Sofía siempre sube con los padres hasta el despacho del Padre Ettore, nadie entra solo en el edificio y menos por la puerta trasera.
-Yo no vi a la madre Sofía, mi padre subía solo, iba con traje y un maletín negro...
-¡Claro, todos suben con maletín!, ¡no has descubierto nada, tonto!, hablan de negocios y de sus cosas...¿de verdad hablaste con tu padre?

Miserere
No oigo la ciudad desde aquí arriba, o si acaso es un taconeo torturador, como un latido siniestro que insiste en rodear el palazzo, y que no me deja hasta bien entrada la madrugada. Daría mi alma por no oír ese murmullo que me acosa desde el laberinto de este barrio putrefacto”.
Diviso en toda su profundidad la húmeda Via dalla Ocultazzione, con sus soportales sucios y sus fachadas de ocres atormentados, ¡con esos oscuros pasajes que comunican con los callejones de la condena! Y la niebla no se va, esta maldita niebla de la llanura que toma la ciudad en el otoño, que se posa amenazante sobre mis ventanas, como la suave mano de una bestia que no me suelta, que no me deja vivir, ni dormir.
El pecado asciende libremente por las escaleras de piedra desnuda, hasta caer arrodillado sobre mis alfombras. Se eleva todas las mañanas en forma de canto trenzado por gargantas inocentes. Música para mi espíritu, que me alivia, y que me pierde. Tiemblo con sus tonos afilados, como cuchillas que me atraviesan el alma. Y mi único consuelo es mi condena

Rondó
El Lancia negro con matrícula diplomática reduce su velocidad al entrar en la zona peatonal. Sus neumáticos se deslizan silenciosos sobre los adoquines mojados. Luciano es un maestro y aparca impecablemente, con dos giros de volante encaja perfectamente el largo sedán entre la puerta trasera del palazzo y la señal que prohíbe aparcar.
Esta mañana del 25 de enero se ha adelantado quince minutos a su horario habitual. “Quince largos minutos”, se dice, “no necesito más”. Echa un vistazo a la calle, mueve los hombros y gira la cabeza de lado a lado para relajarse y tomar aire. Desliza la mano por la tela gris del traje, y al tocar el bolsillo exterior comprueba que todo está en orden. Solo entonces tira del cordón que cuelga de la fachada y que se disimula detrás de una falsa placa de mármol, “Palazzo Bonaccorso, costruito nel 1416. Divieto di accesso”.
-Luciano, el padre no está listo...
-Si me lo permite, – e interpuso una pierna entre la puerta y el muro – el padre me pidió el viernes pasado que hoy lo recogiera antes.
- Tendrá que esperar, no puede subir hasta que no me avise el padre, ¡Luciano!...
- Hay que hacer una parada antes de la estación central, necesitamos quince minutos –para entonces ya tenía todo el cuerpo dentro.
- ¡Luciano!, ¡espere aquí abajo, se lo ruego!...
Pero él ya no la oye, su respiración se acelera. Gira por el pasillo que lleva a las angostas escaleras traseras del palazzo. Luciano suda, sube ya los escalones de dos en dos, ahora tiene prisa. Siente como le late el corazón. Siempre termina sus trabajos. A pesar de la maldita madre superiora. Baja el ritmo en el rellano de la segunda planta, necesita tomar más aire. Le asalta un pensamiento, se debe a la familia Manzzini. Todo lo que es y tiene se lo debe a la familia. Se encuentra la puerta sin cerrar, solo tiene que girar suavemente el pomo y ya está dentro del territorio prohibido. Recorre las estancias como un tigre hambriento que ya huele su presa. Hasta llegar a la torre, el despacho.
Y allí está, apoyado en el alféizar de la ventana, contemplando su ciudad. El grueso maletín de cocodrilo ya preparado a su lado. Luciano tose falsamente para hacerse notar y el padre Ettore dalla Vedova, sorprendido, gira lentamente, ”Luciano...”.

Cantus Inaequalis
         Fue un largo abrazo, metálico y silencioso. Ese viernes, el Coro de Santo Stefano quedó ahogado por un canto agrio. Y por la fachada del Bonaccorso resbaló densa la agonía.                                                                                                        

jueves, 28 de marzo de 2013

Universo das Memorias



           Todas las mañanas recorres la colina en dirección a la parte baja de la ciudad, junto al océano interminable, buscando historias que escribir. Buscas las calles llenas de gente, el ajetreo, los acontecimientos, el movimiento de barcos en el puerto. La vida.


Pero un día decides bajar por otra cuesta y descubres una antigua mansión decadente, tiene la cancela oxidada y el jardín parece silvestre. En la entrada hay un cartel de madera ennegrecida por la humedad que reza: Universo das Memorias.


Entras, no sabes por qué,  simplemente esa mañana tienes más tiempo, nadie te espera abajo, o quizá en la tienda hoy te dieron medio día libre. Golpeas la puerta con la aldaba y te abre un joven muy moreno y alto que te muestra todas las estancias. Sorprendido y sin poder reaccionar durante toda la visita vas observando que las estancias están repletas de piezas, cachivaches y objetos de muchos países del mundo. Son recuerdos, vivencias, viajes, encuentros.


Insistes en bajar a diario a la gran avenida junto al mar, sigues buscando la vida, los ficus centenarios, la catedral colonial en la plaza, la cháchara y el cotilleo social. Se te ocurren pocas cosas que contar, la libreta se cubre solo del sudor de tu mano.


Hasta que un día vuelves buscando la sombra de ese  jardín de allá arriba, y el hombre moreno te dice que la mansión es de un poeta de la isla, Dom Joao Carlos Abreu, que se reúne con sus amigos escritores en una tasca literaria para proclamar poemas, en la rúa de Santa María. Pero que para escribir se sube al Universo das Memorias.

domingo, 24 de marzo de 2013

Por escribir poemas en la cama

Mañanas grises revueltas de asombro, en una cama de curiosidad acalorada, una cama de humedades puestas en duda. Te das la vuelta sin querer más, solamente por cambiar de postura. Y te abrazas a nadie, pero te agarras a algo, a una certeza quizá.
Entonces pia el pájaro de Whatsapp,
nunca se sale de la trama en una mañana gris
nunca te escapas de ese cuerpo que te atrapa
falso, no te ama, no eres feliz...

Solo es imaginación alimentada en soledad
solo en soledad, íntima soledad
pero el viernes no eras tú quien me llamaba,
Voz desconocida, grave y ahuecada, al teléfono
contándome la deseada mentira,
que el rio no era rio, que no había nevado por fin,
era mi nombre entre besos largos, no eran palabras robadas

Pero, ¿y si todo pudiera ser verdad?
¿solamente por escribirlo?, quien pudiera,
pensar que hace un viento blanco,
que una puerta se abre, las nubes se reflejan en la orilla,
soñamos que escribimos poemas de cualquier cosa
y que la noche cae, y un cuchillo brilla...
entonces somos Lorca, Auden, Neruda, Eliot o Borges.

El viernes estaba vacío, mojado, y así pasó una semana y llegó este sábado y este domingo, hasta que hoy decidí recorrerlo en asombro, en pura curiosidad, para que nada ni nadie me esperara, para que ninguna duda, ni siquiera un pensamiento pudiera darme una pista. Avancé aparentando solvencia y como si nada me importara...y así hasta escribir una historia...

jueves, 21 de marzo de 2013

Día de la Poesía

Nos podrán quitar la lluvia

hasta se llevarán el invierno

pero los días serán grandes, y tendremos el mar

Podrán quitarnos el aire

pero no el placer de respirar

nos podrán quemar la memoria

y vaciar de libros las bibliotecas

pero entonces volveremos a imaginar

el perfume de nuestras libretas.

Y después de todo qué quedará?

volarán las preocupaciones al viento

se oirán gritos de fondo “¡lo volveremos a intentar!”

pero daremos jaque al rey, y al dinero

y abrazaremos a la reina, la Libertad.

domingo, 17 de marzo de 2013

La altura

Mi pánico a la altura comenzó aquel día que mi familia decidió ir a la capital, para ver la gran regata anual que cruza la Bahía de las Islas. Hacía solo unos meses que habían terminado de construir la torre de comunicaciones Sky Tower y en la televisión se pudo ver como subía hacia el cielo el ascensor transparente lleno de gente entusiasmada. Ya ese día noté algo en esa torre que no me gustó. Y recuerdo que me juré para mis adentros “¡a esa torre no subiré!, ¡no subiré!”.


A los varios días de la inauguración ocurrió algo, mi madre dio un grito horrible y sacó a mis hermanos pequeños de la sala del televisor, mi padre balbuceaba algo como “Dios mío, Dios mío”. Yo no quise entrar, pero desde el pasillo pude ver como salía la gente de la gran torre con las caras pálidas. Algunas personas salían sostenidas por familiares.


Hacía un día espléndido aquel domingo de la gran regata, el puerto de Auckland estaba tomado por una multitud  disfrutando de los cientos de veleros saliendo lentamente hacia el Pacífico. La torre estaba a nuestras espaldas, detrás de los primeros edificios portuarios y de oficinas. Yo la ignoraba porque había oído decir a mis padres, durante el viaje en coche, algo de subir en el ascensor para ver la bahía desde allí arriba. 


Me temblaban las piernas y sudaba con disimulo cuando la gente empezó a circular, a moverse. Al llegar a los pies de la Sky Tower no quise mirar hacia arriba y creo que vi unas enormes manchas rojas lavadas en la acera. Quise imaginar a esa mujer cayendo al vacio pero un pude porque mis padres tiraron de nosotros hacia el interior del ascensor de cristal. No recuerdo nada más, ni las vistas de la bahía, ni la ciudad pequeñita allí abajo, no recuerdo nada porque durante la subida me desmayé. 

martes, 12 de marzo de 2013

Aceras del Realejo

Voy solitario aireando mi alma,
salí del paraíso riendo a carcajadas,
y ahora mírame: por las tristes aceras del Realejo,
leyendo poemas de emigrantes, escritos con puñales
en sus muros, de azules azulejos.

Solitario voy, por su rio de oro
que encarcelado corre bajo los patios de otoño,
ignorando montañas y fronteras,
que de ceguera niega el mar y las alamedas.

Que fría  es aquí la mañana
cuantos años sin reino, de espera
cayendo nieves como cuchillos
clavándose, helados, en la vega.

Que solitario me siento, fuera del castillo
paraíso de cuentos y poemas,
pero daremos batalla,  lo tomaremos con fuerza
y escribiremos todos, como el de los Mil Caballitos Persas.

domingo, 3 de marzo de 2013

Aceras calladas



Ayer el mundo estaba vacío, mojado, y decidí recorrerlo en asombro, por pura curiosidad, para que nada ni nadie me esperara, para que ninguna duda, ni siquiera un pensamiento de esos que te asaltan al mirar a los lados, pudiera pararme. Avancé aparentando solvencia y como si nada me importara.

Nunca se sabe, en esta trama de callejones de viento y plazas desiertas siempre salta la sorpresa de un recuerdo, de un murmullo falso, de una voz antigua que te engaña. Así es esta jodida ciudad, y entonces recordé tu inexistencia, fue un instante de vaivén de mi pasado, una traición de mi aislada soledad. Sentado en el banco frío y vacío en el que solíamos hablar, sin llegar nunca a tocarnos, te busqué, te llamé, y apareciste lentamente.

Pero no eras tú, no podías ser, recuerdo tus besos más largos, tus palabras no eran robadas, y siempre me mirabas a los ojos mientras me contabas esas historias interminables. La de ayer no me miraba, o lo hacía con otros ojos, su sabor era amargo, y apenas tenía presencia. Sin embargo me contó una historia que me sonaba, lo cual me tranquilizó: eras tú, contándome...

El río no parece un río, durante la noche nevó y es como un camino blanco, los niños lo cruzan entusiasmados, con botas de colores brillantes, todo es luminoso como no lo es ni en verano, es de día y las estrellas brillan con una fuerza inusual. Pasan las nubes a la carrera pero no hace viento en este lugar, el viento ya pasó hace años ¿sabes?, y la gente...la gente no llora aquí, para qué llorar más, dicen.

No hay preguntas, no hay pasado, tampoco palabras malsonantes, ni cuentos de países que desaparecen. No hay dioses ni superiores, no hay creencias, ni habría gente para creerlas. No hay condenas ni preocupaciones, no hacen falta dogmas ni apariencias. ¿Me sigues?...

La ficción se extiende desde las casas hasta el borde del bosque, allí, en la espesura del monte, todo se vuelve irreal y mágico y al caer la noche todos nos reunimos alrededor de hogueras, a beber por los que estáis por llegar...

Entonces ella ya no estaba, pero yo me sentía ligero, animado. Su voz me empujaba, subía por una calle extraña, de tiendas oscuras y aceras calladas.