domingo, 22 de diciembre de 2013

Él, blanco

No le gusta asumir riesgos, por eso va siempre de un blanco exquisito. Hoy incluso me humillé para calzarle sus zapatillas de “tierno blanco” (así las llama Él). No me extraña que no entienda de colores, no va más allá del amarillo, y este siempre del mismo tono, fijado hace siglos, el amarillo de los testamentos.

Esta mañana se levantó despacio, todas las mañanas se levanta despacio. Yo Lo levanto despacio. Si no lo despierto yo creo que se quedaría inerte y de cartón en su cama solitaria de dos por dos. O quizá abriría los ojos cuando el sol de las nueve y media atraviesa los ventanales del palacio para llenar todo el vacío y calentar el aire tan viciado. Yo descorro las cortinas de esos ventanales, yo Le lavo esa cara transparente, yo le acerco el crucifijo, yo le hago todo a Él. Y cuando está en pie, limpio, desayunado y rezado, es como un Sol de Medianoche, un Broche de Oro, una Sábana Inmaculada. Todo eso se lo inventa Él, le gusta decírselo a Él mismo. Se lo repite todas las mañanas en mi fría e íntima presencia, magnífica presencia ausente. No se atreve a decirlo al resto del mundo. Algunas tardes, cuando ya ha recibido a todos y rezado todo lo rezable y se tumba agotado de vivir, me murmura muerto: “Hermana, a veces creo que soy la Música del Señor, ¿usted no me ve como el Siervo de la Verdad?, no me mienta, más que humano ¿no parezco la Imagen Viva del Creador?”, entonces cierra la boca derrotado, y yo le miro con pena, y algo de odio, por qué no. Todas las esclavas odiamos un poco. No le contesto, me quedo derrotada a su lado, con los ojos también cerrados y una mueca apenas sugerida atravesada en mi rostro. Un rostro no mirado, que solo mira, a Él. Un rostro olvidado por mí, un rostro de museo cerrado, polvoriento. Pena.

Él es Uno, Todo, la Noche y el Día. Yo no soy más que nada, ni la nada algunos días, siento que ni estoy. Desde mi escritorio veo como oscurece la ciudad al otro lado de la plaza, primero oscurecen ellos del otro lado, al oeste, nuestro palacio oscurece el último, al este. Mis ropas negras ya no se ven. Hay un silencio adictivo aquí dentro y los francotiradores de la noche ya se van situando en las azoteas de la mentira, ahí fuera. Triste.

Le pondré una cena ligera, frugal como la de un ángel. Y se irá a su cama fria.

Él, blanco.

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