lunes, 17 de febrero de 2014

Él blanco, ellos escarlata.

No le gusta asumir riesgos, por eso va siempre de un blanco exquisito. Hoy incluso me humillé para calzarle sus zapatillas de “blanco, muy blanco” (así las llama Él). Y a quién le extraña que no entienda de colores, no va más allá del amarillo, y este siempre del mismo tono, pintado hace siglos, el amarillo de las banderas blancas.

Esta mañana se levantó despacio, todas las mañanas se levanta despacio. Yo Lo levanto despacio. Si no lo despierto yo creo que se quedaría inerte y de cartón en su ancha cama de Dios. O quizá abriría los ojos solo cuando el sol de las nueve y media atraviesa los ventanales del palacio para llenar todo este vacío y calentar el aire tan viciado. Yo descorro las cortinas de esos ventanales, yo Le lavo esa cara transparente, yo Le acerco el crucifijo, yo le hago todo a Él. Y cuando está en pie, limpio, desayunado y rezado, es como un Sol de Medianoche, un Broche de Oro, una Sábana Inmaculada. Todo eso no lo he escrito yo, se lo inventa Él, le gusta decírselo a Él mismo. Se lo repite todas las mañanas en mi fría e íntima presencia, magnífica presencia ausente. No se atreve a decirlo al resto del mundo. 

Algunas tardes, cuando ya ha recibido a todos y rezado todo lo rezable y se tumba agotado de vivir, me murmura muerto: “Hermana, a veces creo que soy la Música del Señor, ¿usted no me ve como el Siervo de la Verdad?, no me mienta, más que humano ¿no parezco la Imagen Viva del Creador?”, entonces cierra la boca derrotado, y yo le miro con pena, y algo de asco y odio, por qué no. Todas las esclavas odiamos un poco. No le contesto, me quedo derrotada a su lado, con los ojos también cerrados y una mueca apenas sugerida atravesada en mi rostro. Un rostro no mirado, que solo mira, a Él. Un rostro olvidado por mí, un rostro de museo cerrado, polvoriento. 
Pena.

Él es Uno, Todo, la Noche y el Día. Yo no soy más que nada, ni la nada algunos días, siento que ni soy ni estoy. Desde mi escritorio veo como oscurece la ciudad al otro extremo de la plaza, primero oscurecen ellos del otro lado, al oeste, nuestro palacio oscurece el último, al este. Mis ropas negras ya no se ven. Hay un silencio adictivo aquí dentro y los francotiradores de la noche y del pecado ya se van situando en las azoteas de la ciudad, ahí fuera. Triste.

Le pondré una cena ligera, frugal como la de un ángel. Y se irá a su cama fria. 


Ellos, escarlata.

Anoche se durmió con un suspiro agónico, arrastrado, seguido de una exhalación tibia, pensé por un momento que se me moría. Solo Dios conocerá sus sueños, yo los intuyo. Él, transparente, envuelto en su sábana de lino crudo, se agita en sueños como un barco pequeño en un mar enfurecido. Yo lo observo delirar desde mi sumisión, sentada en la penumbra junto a su cama de príncipe, desde el absoluto silencio de una esclava. A mi espalda, una ciudad ya en la oscuridad plena, se obstina en desobedecerle, y hasta peca con furia. Y cuando ya la negrura de las farolas ni siquiera alcanza Su habitación, me retiro ligera con miedo a las sombras.
Huyo.

Atravieso con prisa las salas, seis en total, hasta llegar a mí reducida habitación, sé que me observan y me siguen con la mirada Ellos, los antecesores de Blanco, los que hicieron sufrir a la ciudad. En cada salita a varios, y todos me preguntan, me persiguen, me clavan los ojos de la condena, sus ropajes hinchados los convierten en seres mágicos, como de otros tiempos, pero sus cuerpos agrietados ya descansan en las tumbas de los sótanos del palacio.
El infierno.

Y yo me pregunto una y otra vez: ¿quién me alivia a mí? Él, blanco, sufre, muere en privado. Y finge que sufre, que muere, ante el mundo que lo aclama. Mi sufrimiento no existe, es más humano, es una crucifixión callada, de sierva sin palabras.
No muero.

Hoy es domingo y Le vestiré con sus mejores ropas para que lo bajen al templo. Ahí se sentirá poderoso, un Dios todo de blanco, un blanco teologal, infinito, y hablará en el idioma en que se entienden sus hombres de Escarlata, el latín. A la vuelta subirá acompañado por uno de los suyos, el designado, se recluirán en la salita que abre su ventana a las colinas y pasarán el resto del día aquí arriba, en el Apartamento. Yo me haré la sorda, y el mundo seguirá pecando y Él seguirá sufriendo, muriendo, arrastrando sus pies por la antesala de la eternidad, su blanca y suave eternidad. Ya conoce cada peldaño de las escaleras de piedra que desembocan en los sótanos donde descansan los Otros. El los acompañó allí abajo, uno a uno, todos blancos. Con sus zapatos de cordones, y piel negra abrillantada.
Santos.

Y volverá a caer la tarde opaca, como acaban cayendo todas las cruces clavadas en los camposantos. Volverá a llegar la gran noche, la que teme Blanco, la que yo espero en silencio. Y gemirá en su cama de lino, se retorcerá ante mi mirada, suspirará con suspiros de muerto, los que espera la ciudad.
Los Escarlatas, ronroneando como viejos cuervos, esperan su amanecer helado, arrastrando sus ropajes de seda sobre los temidos suelos de los soportales. Con los mismos zapatos negros, asomando sus puntas brillantes. Van por parejas, velando sus almas desaparecidas, esperando ser llamados para ocupar el Apartamento y sus seis salas llenas de cuadros. Y aquí les esperaré yo.

Sin morir, callada.

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