domingo, 16 de noviembre de 2014

Exorcismo pret a porter



Siento mucho respeto por los que conviven a diario con los miedos, yo soy el primero en sentirlos llegar, me he convertido en un experto en cogerlos al vuelo. Yo soy el miedoso número uno, es más; soy un cobarde que vive alternando entre un refugio de historias de papel y el exterior expuesto a los temores del mundo. De hecho es que escribo estas líneas para ahuyentar los temblores que me asaltan a diario, estas letras me las escribo primero a mano, y me las dirijo a mí, es como un auto exorcismo express que no necesita de cruces ni rosarios, ni curas de negro con absurdos rituales. Solo una moleskine y un lápiz bien afilado.

Confieso que la mitad de mis días los paso metido en una cueva en la que me siento ajeno a las amenazas que nos lanza el mundo, ya sé que las cuevas son húmedas y oscuras, pero como todos los cobardes (y todos lo somos un poco, quién lo va a negar?), prefiero esa sensación de falsa seguridad que nos da nuestra cueva interior con la sórdida luz de la mesita de noche, con ese goteo incesante de dudas, con las estalactitas de húmedas sospechas que se van formando con desesperante lentitud, lo prefiero, sí, a la lluvia torrencial, y a veces violenta, que está cayendo ahora mismo, ahí fuera.

Pero igual que me sincero con vosotros al decir que soy un maldito cobarde, tengo que decir claramente, a mí mismo y por escrito, que recientemente estoy cogiendo la costumbre de salir con más frecuencia de la cueva. Dejé de salir solamente los días de pleno sol para probar también en las mañanas intratables de otoño, esas en las que se rodean los charcos para vadear la realidad. Poco a poco lo que fue un capricho, una aventura incluso, se está convirtiendo en un hábito, y ahora le he cogido el gusto incluso a las tardes que oscurecen prematuramente y acaban cayendo de rodillas frente a los temporales de poniente. Ya sé lo que estáis pensando: que suena a retórica, a literatura, y lo es. Es la Literatura. Es mi salvación.

Miremos a los ojos del miedo más extendido, el miedo a la muerte, ¿qué es la muerte sino literatura?, ¿alguien por favor me puede decir si ha experimentado o ha visto a la muerte? de acuerdo, deja tu comentario en este blog y hablamos de tu experiencia en el otro lado ¿Hay algo a lo que tengamos más miedo, pavor diría yo, que la muerte?, pues no existe. Es una invención, pura habladuría. Aunque sospecho que gente con intereses ocultos y sotanas polvorientas, sectas monetarias neoliberales y grandes compañías de seguros, viene usando este tema recurrente desde los orígenes para asustar a los pobres pagadores de impuestos. Un momento, no vale decir que habéis estado muy cerca de la muerte y le habéis visto la cara. Eso es trampa, es como decir que has estado a punto de ganar la lotería. O que estás aprendiendo a volar cuando en realidad es un sueño recurrente. Como decir que eres feliz, eso es una ingenuidad, la felicidad no se tiene; se experimenta o se atisba de vez en cuando, pero nadie la tiene.

Y ya que no existe la muerte, dejémosla en paz. Primer miedo derruido. Ni una frase más.

Yo le temería más al presente, ese si tiene garras y dientes. Y rima con todo lo peor: ausente, penitente, se siente, pariente, gerente. Gente maledicente.

El miedo es el recelo hacia la misma vida que arrastramos de forma callada desde que nacemos, por recibir, y sin nuestro consentimiento, todo lo que no hemos pedido: el mismo nacer, la estricta moral, el amor y su contrario, las religiones y nacionalismos, la identidad que marca, el éxito que esclaviza, la autoridad que somete, ese vecino omnipresente, el error humillante. Y a pesar de saber todo eso, seguimos agachando la mirada cuando se nos habla de los grandes miedos, como quien mira para otro lado cuando es obligado a hacer algo, pero que realmente se muere por hacer. Es estar deseando que llegue el tórrido julio y a la vez que se acaben los sufrimientos y sudores que trae el levante. Es la rabia de no tener suficiente tiempo para hacer todo eso que nos niegan una y otra vez, es la frustración por no poder saltar todas las vallas que nos colocan aquellos que precisamente nos llaman cobardes. El miedo es la ignorancia sufrida en el ascensor por ese vecino aterido de temores sin sentido, y que no te mira a la cara por intuir que Tú tiemblas tanto o más que él.

Seamos sinceros, por fin, nos morimos de miedo por todo lo que suene a vivir a destajo, tener un trabajo, perderlo, no tener hijos o tenerlos y tener que mantenerlos, enamorarse y odiar después, ganar dinero y desprenderse de el. Nos aterra a la vez el futuro y su inminente llegada: el ubicuo presente. O dicho de otra manera, tememos al presente porque es una forma de atisbar y hasta rozar lo que vendrá en breve y que queremos evitar a toda costa por desconocerlo.

Corremos por el escurridizo instante como el que surfea una ola que es demasiado grande sabiendo que no podrá mantenerse en su cresta hasta el final. Por eso huimos hacia Facebook, tuiteamos sin parar, por eso la cháchara continua en bares y calles, las cenas y reuniones de clubes y asociaciones. Corremos en dirección contraria al miedo, de ahí el clamoroso éxito del wasap y google +, porque nos echan una mano en la carrera, porque nos evitan mantenerle la mirada al testarudo y ubicuo presente.

Y por fin llegamos, el Gran Miedo, con mayúsculas. El miedo más básico, innato, intrínsecamente humano, el miedo al silencio. ¿Por qué? Porque el silencio eres tú sin el disfraz, despojado de tanta palabra, ese a quien te resistes a conocer. Los ojos que evitan el espejo durante el afeitado, el que gesticula detrás de la máscara, la persona que se esconde detrás de tu profesión. Cuando te sientas frente al silencio te enfrentas a ti mismo. Nos tenemos miedo y de ahí nacen todos los miedos. Por eso huimos.  

Por eso yo uso la Moleskine y el lápiz, para sentarme junto a mí, a solas, un rato cada día. Para conocerme. Exorcismo pret a porter.

José María Sánchez Alfonso. Noviembre de 2014

miércoles, 12 de noviembre de 2014

Soledad (2) El invisible paso del tiempo

Primeras mañanas

Esa noche no vimos nada porque cenamos a oscuras entre el rumor del agua y las casas. Nos fuimos a la cama sobre las doce y creo que soñé con el río lamiéndose sus propias piedras y arrastrándolas unos metros corriente abajo.

  Son calladas las primeras mañanas, de asombro, al abrir las ventanas por primera vez y estrenar un paisaje, unas caras nuevas, unas palabras que suenan recién inventadas. Las primeras mañanas de nuestras vidas nos enfrentan a miradas esquivas, nos asoman a pozos de existencias ajenas. Lo insólito de lo recién descubierto, la montaña muda que nunca pudimos imaginar y que ahora por fin la tenemos ahí. Las primeras mañanas siempre tienen la magia de lo desconocido, del caminar por nuevos senderos sin significado aún, sin destino marcado, donde las historias están por contar y las que están no tienen final. Donde nosotros los recién llegados, los eternos ausentes, estamos dispuestos a aceptar todo, mentiras y verdades mezcladas, porque solo oiremos lo que encaje con nuestra vida y nuestro tiempo recién traído al nuevo lugar. Y nada más. Porque lo demás no existe.

Ella dormía la primera mañana, cuando abrí el ventanal de la salita que daba a la aldea. Los tejados de pizarra negra se apretujaban, brillaban lisos antes de que el sol apareciera por el otro lado de las montañas. Me abrazó por la espalda, me besó en el cuello y se colgó suavemente de mí mientras el bosque se desprendía de la noche.  

Todos los silencios

Los silencios allí son presencias lentas, voces bajas, vidas leves. Las palabras allí son silencios ajenos, solo caen al aire por su propio peso, como frutas maduras que se separan del árbol al ser dichas, y una vez pronunciadas tienen un único significado.

Vimos pocas personas en la aldea esos días, y quizá no haya muchas más de las que vimos. Una gata negra dormía todas las noches en el alfeizar de nuestra ventana, las mismas cinco golondrinas volaban alocadas entre las casas y el río, Idoia –la mujer de Fomo– envuelta en su delantal a cuadros. Rufo, el melancólico mastín blanco que merodeaba por las cuestas empedradas, dos viejas sentadas como estatuas detrás del cristal de su galería, apenas unos hombres doblados sobre sus huertas. Y de fondo el bosque, siempre el bosque.

Del exterior solo sabíamos por el panadero, el solitario Andoni, un hombretón del norte de manos gruesas y cejas como matorrales, que llegaba con su furgoneta blanca a las nueve de la mañana. Desde la aldea se le veía subir, apareciendo y desapareciendo a un ritmo de vals, por las curvas que venían desde la parte baja del valle. Cuando paraba la furgoneta en mitad de la plaza tocaba varias veces el claxon como en un ritual, y en unos minutos se congregaba bajo el castaño toda la existencia de los alrededores. Al abrir las puertas traseras se escapaba el perfume caliente del pan, trayendo de vuelta a tantos ausentes. Yo le compraba una barra de pan aún sabiendo que probablemente no la tomaríamos, solamente por sentirme rodeado de esa breve humanidad, por la danza de la furgoneta trazando curvas en la carretera, por observar como envolvía cada pan en una hoja diferente del Diario Montañés: las barras blancas las daba con noticias del valle, las hogazas grandes con artículos de opinión, y los panes de centeno con las esquelas. Aunque solo fuera por la chulería de la maniobra de despedida y por verle finalmente la sonrisa pegada al retrovisor, ¿es que no valía todo eso 85 céntimos? Andoni se marchaba a otra aldea, con su soledad.

Buscamos los silencios huyendo del ruido que provoca nuestra propia huída, escapamos de la aglomeración del día. Buscamos la nada de la ausencia, la ausencia de nuestros mundos cotidianos, la humana necesidad de no ser reconocidos temporalmente, de no ser esclavos de una identidad, para luego volver al sur de la memoria, recuperada y nuestra otra vez, pero ya de otra manera.

El resto del día era puro silencio, una vez marchado el panadero se iniciaba el juego de las medias frases apoyadas al sol de las esquinas y de las nostalgias escondidas detrás de los visillos. Cada cual a lo suyo, cada cosa en su lugar, ni una palabra de más, ni susurros se oían. Las casas de sillares como siglos, la iglesia como una fortaleza, el frontón vacío. Y las piedras, las piedras del río, de las calles, de la montaña.

La profundidad del tiempo

            –Fomo, ¿no temes al olvido, no echas de menos el tiempo?
            
            –No necesitas lo que nunca has tenido, mira este cielo, ahí arriba, ¿lo echas de menos en tu tierra?
–¿Y cómo escapáis aquí del pasado, del paso invisible del presente?, ¿cómo soportar tanto silencio, distinguir el día de la noche, la vida de los ausentes?

–Sube con tu mujer al bosque más alto, donde el camino junto al rio se estrecha y se convierte en sendero te encontrarás un prado alto, crúzalo y trepa por el roquedo en la umbría, entrarás en el bosque de hayedos plateados, busca siempre la oscuridad, no hay señales, no mires para atrás. Sabrás que has llegado porque de repente todo se detiene, hace frío y se escucha el silencio. No se ve el cielo porque luchan en lo alto los robles y las hayas antiguas.

Mientras ella se entretenía cogiendo hojas caídas y tomando fotos con su cámara nueva yo me senté en una pequeña vaguada, apoyé la espalda en un tronco y cerré los ojos. Sin duda ese era el corazón de la Soledad más remota. Donde no llegaban las águilas. Pareció durar una eternidad porque el tiempo no pasaba, ni se oía. Entonces recordé lo que estaba grabado en una madera a las afueras de la aldea.

“Cuando a la mañana la neblina toma el bosque, este se va cubriendo de olvido, lenta e imperceptible se eleva el silencio que dormía en sus laderas. Y cuando se disipa a la tarde, todo el valle parece flotar y queda impregnado por la memoria”.

Últimas mañanas
            
                 –La última mañana no la vamos a ver.

            –No hay últimas mañanas si no huyes del tiempo, si vives en la soledad buscada y no la encontrada por sorpresa.

          Eso fue lo último que recuerdo, lo que creo que dijo cuando ya subía la ventanilla del coche, esa madrugada helada de mediados de agosto en la que al coche le costó arrancar. Las dos viejas seguían petrificadas en su galería, como si no hubiera pasado el tiempo. Idoia nos observaba con aire ausente desde el interior del colmado, con las manos resguardadas en el delantal.

Conducía mi mujer. Durante cientos de kilómetros solo oímos la rodadura del coche por la llanura. Este mundo es tan extraño que parece oscurecer solamente para que podamos soñar, que la luna grande se pasea por el cielo para hacernos sentir pequeños, y que los bosques hablan solo cuando te sientas en la profundidad de su silencio. Que los panaderos abren las puertas del cielo y reparten los recuerdos que cada cual encarga, en Soledad.

José María Sánchez Alfonso. Noviembre de 2014