lunes, 16 de diciembre de 2013

Tacheles


Son las cinco de la tarde, ya hace frio y el sol comienza a caer detrás de las torres de cristal azulado del complejo de la Cancillería, haciendo que la última luz del día parezca flotar en una huída lenta sobre los edificios cercanos.

Por fin en Berlín, es doce de mayo de 2011, en hora punta, y los tranvías atestados de gente hacen retumbar el puente sobre el rio Spree en su carrera por la interminable Friedrichstrasse. Unos cruzan los bulevares a regañadientes para morir en el barrio de Kreuzberg hacia el sur, y otros giran al este, vomitando estudiantes en su ruta hacia la desolada Alexander Platz. De colores poco estridentes y aún así extrañamente atractivos, son algo alemanes pensé, un poco ruidosos pero eficientes. Muy alemanes concluyo.

Es mi primera tarde en esta ciudad de vanguardia y alternativa, vital hasta la extenuación, y tengo una cita con alguien a quien ni siquiera conozco, que me enseñará la supuesta avanzadilla en experimentación social, la vanguardia del arte, lo último en la guerra de guerrillas urbanas de Europa.

No tengo tiempo para detenerme en detalles pero es imposible no fijarme en el enjambre de bicicletas oscuras y de estilo retro que recorre los dos sentidos de la avenida, las montan estudiantes en vaqueros y sudaderas, ejecutivos con labtops en bandolera desenganchados de la droga dura de los Audis, jóvenes funcionarias con gafas de pasta y largas gabardinas grises que hacen ondular elegantemente por el frenesí de la avenida. Adelantan a los tranvías, los rodean con descaro, se cruzan con ellos desafiándolos, y solo se detienen forzadas por los semáforos. Y por lo que puedo ver alzándome de puntillas por encima de la multitud, este ejército de bicis engulle cruelmente a los pocos coches que se aventuran por el centro de la ciudad. El solo pensamiento de los angustiados conductores camuflados detrás de las lunas tintadas de esos pesados cacharros tan contaminantes, me hace sonreír.

Acelero el ritmo al cruzar hacia la Oranienburger Strasse, jugándome la vida en un amago de salto entre dos tranvías, un intento inútil de sortear el gentío y el tráfico. El Ampelmänn, ese muñequito de los semáforos que a punto ha estado de desaparecer de no ser por la movilización ciudadana, detiene el tráfico al cambiar a un verde chillón. Su color favorito desde que el nuevo ayuntamiento decidió (por la presión ciudadana) que la calle es para la gente y las bicicletas, y que por tanto el Ampelmänn solo se vestiría de rojo en ocasiones contadas. Su figura anda de forma mecánica como un dibujo animado simpático y sin prisas. Solo llevo dos horas aquí y creo que gracias a detalles como este no te da la impresión de estar en una gran ciudad, hay prisa sin prisas, tanto movimiento impasible. Ahora el simpático y popular muñeco sonríe también desde las tarjetas postales, camisetas, posters y toda la parafernalia que se despliega en las tiendas de souvenirs que invaden el centro de la ciudad. Se ha convertido, tras un proceso tan absurdo como inevitable, en uno de los símbolos de la movilidad sostenible de Berlín, y sus ciudadanos lo muestran orgullosamente como el botín de sus batallas contra los primeros gobiernos de la ciudad tras la caída del muro y de su lucha contra antiguas formas de vida.

Pero se me hace tarde, mi primer día en la ciudad y ya llego tarde a la cita con un alemán desconocido en un sitio del que no sé que esperarme y que tiene el extraño nombre de Kunsthaus Tacheles, y todo por ir divagando sobre cosas irrelevantes, ¿o quizá sí son importantes? Al llegar a media altura de la Oranienburger, al pasar bajo la imponente cúpula de la Sinagoga Nueva, giro a la izquierda siguiendo las indicaciones que llevo escritas en una hoja doblada varias veces en el bolsillo de los vaqueros. Tomo por un callejón que se adentra en el antiguo barrio judío, el Berlín Mitte, que ahora es un barrio multirracial tomado por artistas alternativos, okupas marginales, artesanos y gentes de variado pelaje y origen. Esto es otro mundo, donde el rio de bicicletas se atenúa de repente y el rumor de gomas desgastadas rebota sobre un piso de adoquines de entreguerras, un mundo donde las bicicletas circulan en un pedaleo con un aire de ausencia, y haciendo sonar sus timbres en una cadencia más humana, más amable...creo que ya he llegado.
Más de tres mil kilómetros recorridos desde que sonó mi despertador a las cinco y media de esta mañana en Málaga, tres aeropuertos diferentes, miles de caras desconocidas, una autopista colapsada de tráfico, el S-bahn de cercanías y dos veces perdido. Y al tener el destino delante de mis ojos me quedo sin aire, sin saber realmente que pensar.




Tacheles, que en Yidis significa “hablar claro”, es algo imposible de describir cuando lo tienes delante, cuando te abre su boca para que entres, una boca por la que podrían pasar coches y camionetas. La fachada de varias alturas de ventanales con cristales rotos, de hormigón ennegrecido por la polución, se impone lúgubre sobre los demás edificios de la calle. Este antiguo centro comercial construido en 1907, y que llegó a su estado ruinoso durante el régimen comunista, es un hormiguero de artistas alternativos que decidieron romper con todas las normas y okuparlo para ofrecer todas las formas de arte posible al nuevo Berlín; sus esculturas, sus pinturas, su artesanía. Hay un cine, teatro, música en directo continuamente. Tienen un bar y un restaurante de comidas ecológicas, un mercadillo en el que venden sus artesanías y hasta un bar chill out en un solar adosado. En los fantasmales pisos superiores sobreviven como pueden, sin luz ni agua ya que las compañías cortaron los suministros básicos hace tiempo. Pero resisten.

Ya estoy sentado en el suelo de tierra del enorme patio interior de la manzana, alrededor de la fogata hay un círculo de personas que meditan en silencio, hablan en voz baja o simplemente están absortos en el fuego.

“Sí, me llamo Michael, pero aquí me llaman Mihi, manía de los berlineses por hacer giros cariñosos con los nombres de todo lo que se mueve en esta ciudad. No, no soy alemán, jajaja, aunque te lo parezca, soy americano, de Oregón, aunque es cierto que mis abuelos eran alemanes que emigraron a los Estados Unidos, de ahí mi apellido Bauer, pero no me preguntes cómo acabé aquí”. Y después de esta introducción tan franca y directa se lanza a contarme la historia de esta famosa comuna, amenazada por la ley del mercado. “Se habla de grandes cadenas hoteleras y de empresas de centros comerciales, incluso se rumorea que el banco HSH Nordbank se ha quedado con la propiedad, para que te hagas una idea: son 20.000 metros cuadrados de terreno en pleno centro de la ciudad.  Aquí hay mucha confusión y me temo lo peor, la gente empieza a desmoralizarse y nos han conseguido dividir en dos facciones: los Tacheles EV que han decidido luchar hasta el final y el Gruppe Tacheles que ha aceptado una oferta muy tentadora (se habla de hasta un millón de euros) de un famoso bufete de abogados. Sinceramente, yo me levanto cada mañana pensando que será el último día en Tacheles, que me vuelvo a Portland antes de lo planeado”.

Al interesarme por lo que hace él aquí me confiesa: “bueno, soy arquitecto y participé en la redacción del Pan Estratégico de mi ciudad, Portland. Después me incorporé a la comisión ejecutiva del Plan durante sus primeros cinco años, me picó el gusanillo de la transformación de las ciudades en hábitats más sostenibles, más amables para los peatones y las bicicletas, en fin.. todo ese rollo de la movilidad, ya sabes. La movida de Berlín es muy conocida allí y siempre me interesó, y al enterarme de la experiencia de Tacheles ya no pude resistirme. Pero allí tengo a mi familia, mi novia (o eso espero), mis compañeros de universidad, y sé que volveré, me temo que pronto”.

Después de casi media hora de conversación alrededor del fuego, Mihi se percata de mi aturdimiento, y propone un café y algo de comer en el Oranien Café a la vuelta de la esquina. No me puedo negar.

Al salir de Tacheles tengo la vaga sensación de que algo me persigue, por momentos siento como si un vaho húmedo saliera exhalado hacia la acera desde los oscuros pasajes que penetran en el interior de los edificios, los laberínticos patios interconectados que taladran las manzanas del Mitte, los tristemente famosos “höfe” de la antigua burguesía judía, donde los nazies practicaron sus crueles cacerías. Necesito salir de este barrio, quiero salir a las grandes avenidas aunque ya sea de noche, sentir el aire frio de la ciudad pegándome en la cara. Al pisar de nuevo la amplitud de la Oranienburger Strasse ya sé cuál es mi próximo destino, Portland, me relajo por fin y disfruto de mi paseo hasta el hotel por la orilla del Spree, a ritmo de Ampelmänn.

José María Sánchez Alfonso.
Diciembre de 2013




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