La tenue luz dorada de los plátanos de
indias volvía lenta desde la Alameda cuando ya caía la tarde, y además recuerdo
que el silencio rebotaba en las cristaleras alargadas cuando Ricardo Guadalupe barrió
la sala con una mirada de niño asombrado, como quien no ha roto jamás un plato,
ni escrito quizá algo malo
.
Y nosotros nos dejamos escrutar, público
sediento de ficciones inventadas. Solo ahora, pasadas ya dos semanas, lo
entiendo todo. Con su rastreo inocente Ricardo nos estaba envolviendo en uno de
sus relatos tan engañosos pero tan ciertos. Sin quererlo íbamos a ser los futuros
protagonistas de una historia que atrapará a un lector desprevenido, otro más
de tantos. Porque este escritor no pregunta al futuro, ni lo intenta adivinar; él
lo ve en sus sueños y de ahí directamente lo vierte en su libreta reciclada, de
papel rayado para que no se mezclen las palabras que le susurran sus
protagonistas, para no forzar lo onírico más allá de lo honesto.
En las primeras líneas de sus relatos ya nos
moveremos como seres fantasmales que deambularán durante cinco minutos por la vida
de paralizados lectores, cinco minutos de una desconcertante realidad evitada
con sutileza, o de sueños aireados con un soplo de realismo, que tanto da. A
mitad de la historia se formará un nudo de desconcierto en el estómago, pero el
mal trago (un autoengaño, como descubriremos después con alivio) se habrá
digerido quedando una vaga sensación de que lo absurdo se coló entre las líneas
horizontales de la libreta y nos hizo pensar, incluso dudar, de si éramos
fantasmas, lectores, o éramos nada. Pensar que quizá no fue tan sueño, que la
sociedad se arregle a golpes de palabras que evitamos a diario, que la soledad
no sea tal vez tan literaria.
Tres mañanas tomé el café de las once sobre
una mesa de nítido cristal blanco con vistas al trasiego cotidiano, ojeando el
País y profundizando en los mundos acuosos del libro de Ricardo, con el
inevitable abrelatas. Los tres días me dejé el último sorbo, el más cargado y
con la crema más espesa, para que coincidiera con el final del relato, para
disolver el vacío con cafeína. La
próxima vez entrará más luz porque los plátanos de indias se habrán desnudado. Entonces
Ricardo baja la mirada, y se le adivina una sonrisa.
(José María Sánchez Alfonso, mayo de 2014.
Para Ricardo Guadalupe, con cariño, por su asombrada creatividad).
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