Recién cumplidos los 17 años me dio por vivir despacio,
explorar a pie las montañas cercanas, disfrutar con cada minucia inútil que se
me cruzara, por tomar notas y charlar con los desconocidos y chalados.
Precisamente desconocidos y gente extraña no faltaban en ese
campo quieto y torturado por las estaciones, de modo que de repente me
encontré, sin necesidad de viajar, en el paraíso de las historias inventadas.
Las venía oyendo desde pequeño, así que muchas ya me
sonaban, las escuchaba de mis primos mayores durante los largos paseos a caballo.
Las relataba el tractorista, el Moro, ese personajillo con piel
de reptil y desdentado, mientras revisaba el motor de su tractor.
También se relataban en esos cuartos desnudos y con pequeñas chimeneas de esquina,
que tanto abundaban por la cortijada, y que me atraían poderosamente desde
pequeño. Historias de cortijos fantasma, de gentes
desaparecidas, de muertos que aparecieron vareando olivos. Eran el tema favorito de
conversación de Angustias, la cocinera, con su vecina la Jaima,
deslenguada y siempre lista para saltar como una víbora, y otras desoladas viejas
de los caseríos más altos, que al caer la noche bajaban como grupos de
cucarachas a las casas cercanas al rio.
Yo me solía hacer el ausente, pero estaba atento a los detalles,
los nombres, los sitios, qué tragedia, quién murió, a quién se le disparó la
escopeta, qué caballo se escapó.
Una noche heladora de enero, eché una mano a Juanillo el
Cojo, mientras él recogía a las bestias y las iba repartiendo por las
cuadras, yo esparcía paja en el suelo con el rastrillo grande, para que los
animales no durmieran encima de las piedras desnudas. De todos los personajes
de la cortijada, el Cojo era el más siniestro, el de lenguaje más difícil
de entender y el de mirada más nublada.
Entre los dos encendimos la pequeña chimenea al fondo de la
cuadra principal, donde dormían las mulas pardas, y recuerdo que me contó la única
historia que no he necesitado apuntar para tener que recordarla: la leyenda del
Camino de la Media Luna. Recuerdo que me metió tanto miedo en el cuerpo que ni
me atreví a salir al patio oscuro a por más leña. Recuerdo que era una noche
quebrada y que el valle gritaba su silencio....
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