‑ Olga, cariño, hoy te has adelantado, como el invierno – la
recibió en la entrada del piso, con una sonrisa falsa y nerviosa, la mirada de
soslayo.
- Y tú también – contestó sin saber realmente que decir, sorprendida
de verle ahí tan solícito junto a la puerta –, ya veo que has cerrado las
cortinas de nuestro cuarto, sabes que no me gusta echarlas hasta que nos
metemos en la cama.
- Estás cansada, mira, iba a poner un poco de música
mientras termino la cena. Oye: y cómo es que has llegado antes hoy? – Mateo le
indicó el sofá con el brazo haciéndole un gesto para que se sentara, intentando
no parecer forzado.
-¿Desde cuándo me recibes con música? – preguntó entre
extrañada e incómoda, pero no quiso insistir porque su pareja tenía razón;
estaba cansada y solo tenía ganas de sentarse frente a la televisión y cenar
algo caliente.
- Es que el cambio de estación me pone romántico, ya sabes
cómo soy yo – intentó disimular su agitación con una frase estúpida que ni él
mismo comprendió.
- De verdad, no te conozco, ¿qué te pasa hoy? – no tenía
ganas de discutir, era evidente que algo pasaba, pero ella alternaba los ojos
entre el atrayente sofá y la televisión, que ya emitía las noticias de las
nueve.
- Este cuadro encima del sofá me inquieta, los cielos tan
negros, el rebaño huyendo para refugiarse en el bosque, el castillo tan oscuro en
la colina...
- Por Dios, Mateo, este cuadro no te ha preocupado en tu
vida, tengo hambre, voy a cambiarme y vengo en un momento – pero él le impidió
el paso interponiendo con disimulo una pierna y sonriendo de nuevo falsamente.
- Olga, escucha, lo oyes?....¿oyes el viento? – hizo un
esfuerzo desesperado por parecer relajado, como si nada pasara, solo se le ocurrió
decir eso, la típica tontería sin sentido que solo se puede decir cuando se
está al borde del abismo.
- ¿Te refieres al cuadro o a la calle?, oye, ¿me dices de
una vez qué te pasa?
- Fíjate en la cara del pastor, está espantado porque pierde
su rebaño y le angustia la tormenta que se echa ya encima, es hora de que
cambiemos este cuadro, me angustia, me provoca desasosiego. No sé.... – tragó
saliva, la nuez le subió y bajó muy lentamente, en un esfuerzo consciente para evitar que se le notara la angustia.
- Mateo por favor, venga ya, voy a cambiarme.
- Que no Olga, hoy no, hoy te voy a traer la cena al sofá,
te pongas como te pongas.
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Ahora que empezaba a disponer de todo el tiempo del mundo, se
metió el invierno, y la única ventaja que le veo es la temprana y mojada noche que
cubre la calle desde las seis de la tarde.
Las mañanas son sufribles, ya lo eran de todas formas, y si
hago alguna escapada a la carrera es a la tienda de comestibles junto al
portal, pero las tardes son eternas, un divagar por pensamientos reiterativos,
y sin sentido, un deambular por losetas que se empeñan en reflejarme, a lo
largo de un apartamento polvoriento y semidesnudo, casi ausente de muebles pero
lleno de recuerdos en la oscuridad.
Inventar pensamientos, ese es mi pasatiempo favorito, de esos que acaban revotando una y
otra vez contra las ventanas del otro lado de la calle, a eso dedico la tarde. Y
mirar, y mirar desde mi salón detenidamente los movimientos, hasta los más
mínimos, de los vecinos de los edificios de enfrente. Con unos prismáticos de
medio tamaño y cómodamente reclinado en el sillón de orejas que he colocado
junto a la cristalera del comedor.
La pareja del cuarto piso del edificio de ladrillos, situado
justo frente a mí, sin niños y ausentes durante el día, se sientan a cenar en un
sofá verde de dos plazas, mirando hacia mi ventana, con una tenebrosa pintura
de Caspar David Friedrich colgado a sus espaldas.
Normalmente a las nueve la
pareja perfecta emerge, con sus bandejas en la mano, de la brillante profundidad
de la cocina y se adentran en una desolada penumbra de salón. Hablan en tono tedioso
de lo ocurrido durante la jornada, gestos mecánicos, miradas cansadas después
de un día de trabajo lejos de casa, el reflejo blanquecino de la televisión les
da un aire fantasmal y vibrante que me intriga y me fascina a la vez.
Pero hoy no. Son las nueve y diez y la pareja perfecta está
de pié junto al sofá verde, me dan la espalda y gesticulan, se diría que estudian
y discuten los detalles del cuadro en el que nunca antes se habían fijado.
No suelen cerrar las persianas del dormitorio hasta que
entran para dormir a las 11, en punto, pero hoy, extrañamente, esas persianas están
echadas y hay una mujer fuera en el pequeño balcón, protegida del mal tiempo
con una gabardina beige y un paraguas rojo. A pesar de la oscuridad puedo
distinguir su mirada interrogante y angustiada, está paralizada y atrapada en ese
metro cuadrado sin escapatoria.
Abajo en la calle puedo distinguir un taxista malhumorado haciéndole
gestos, parece harto de esperar, el tubo de escape suelta humo. La mujer de la
gabardina calcula la altura una y otra vez pero desiste.
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