“La soledad no se encuentra, se hace. La
soledad se hace sola. Yo la hice. Porque decidí que era allí donde debía estar
sola, donde estaría sola para escribir libros”. Estas palabras, escritas por
Marguerite Duras en un dramático momento de soledad auto impuesta, me
provocaron el deseo irreprimible de viajar este año hacia un sitio auténticamente
solitario. Para tomar notas en silencio, para caminar por bosques sin caminos, para
observar calladamente, para poner en pausa la vida, para no pensar. ¿Y dónde
sino en soledad es posible escribir un libro?, ¿en qué otro lugar se puede
pintar un buen cuadro, destilar los mejores pensamientos, los mejores momentos
de una persona? Definitivamente este tenía que ser el año de mi viaje a Soledad.
“Sin embargo, en Trouville había la playa,
el mar, la inmensidad de los cielos, de las arenas. Y era eso, ahí, la soledad.
En Trouville miré el mar hasta la nada¨. Algo tan sencillo y tan bello lo
escribió Duras unas páginas después, en la más absoluta y trágica soledad de su
casa de campo recién estrenada. Una casa que decidió comprar nada más franquear
la verja de entrada en su primera visita. La compró sobre la marcha, y la pagó
del mismo modo, en efectivo.
Este año yo debía encontrar la soledad, mi
casa de campo, aunque fuera en alquiler, pero en efectivo, efectiva soledad, la
verdadera, exterior, interior, de gentes, de sitios, de ruidos, de todo. Me
iría a las montañas, buscaría las más lejanas, las más altas, las más aisladas.
¿Por qué no?, ¿acaso no lo hizo Ricard? , ¿no dejó su puesto de investigador de
bilogía molecular en uno de los institutos más prestigiosos del mundo, su
magnífica casa en París, su envidiable posición social, renunciando a los
privilegios por ser el hijo del famoso filósofo Jean Fracois Revel?, ¿no lo
dejó todo de un portazo y se largó a la otra punta del mundo, a las imposibles montañas
del Nepal, a la aldea más remota y miserable, al monasterio de Shechen, el más
vacio y solitario, buscando la impenetrable y pacífica Soledad?, ¿y acaso no lo
admiro?
Y tecleando en Google encontré algo que me
llamó la atención, quizá fue el nombre del dueño de la casa, o la lejanía del
lugar, quizá que la única foto que mostraban fuera la de Rufo, un mastín. Y me
decidí a escribir un correo. Les conté que mi idea este año era hacer algo
diferente, encontrar lo más parecido a la tranquilidad, silencio en estado puro,
vistas al hayedo y sobre todo, más que nada, Soledad.
“Las Montañas Ignotas marcan la frontera
norte de Soledad, y más allá están los mundos de lo Olvidado y de la
Impaciencia”, así comenzaba el correo electrónico de respuesta que nos llegó después
de varias semanas de espera durante las cuales, sinceramente, perdimos la
esperanza de que nos llegaran a contestar desde la casa de aldea. No sabíamos
que esperar de ese lugar, incluso sospechamos la posibilidad de que fuera un
bluf, un timo más de internet, uno de esos sitios del cyber espacio en los que haces
un pago para después comprobar con cara de tonto como desaparecen como el humo
de un cigarrillo. Pero lo que no imaginábamos era una respuesta tan, por
llamarla de algún modo, sorprendente. En mi primer email de contacto solo
preguntaba si tenían electricidad, agua caliente y si había colmado en la aldea
para comprar alimentos básicos, pero la respuesta del dueño de la casa nos
intrigó tanto que mandé una transferencia de inmediato, sin dudar, para
reservar un par de semanas de riguroso aislamiento.
Seguía: “Sepa también, Sr. Sánchez, que cuando
deje el sur debe evitar a toda costa desviarse hacia el oeste, en el que es
fácil perder el rumbo ya que es una interminable extensión de marismas, dunas
yermas y pinares que de repente se asoman y precipitan al Océano del Silencio,
verde y profundo. Las autoridades de tráfico rodado siempre advierten de que no
se hacen responsables de los que se internen por el oeste de Soledad. Y por si
no lo sabía, le informo de los temidos Puntos sin Retorno; unos postes de
madera erigidos súbitamente al borde de las carreteras avisan de esos Puntos
cuando ya no hay tiempo apenas para dar marcha atrás. Usted, siendo un
incrédulo Solitario del sur –esto lo escribió con evidente sorna–, se reirá
como tienen costumbre de reírse de todo por allí abajo, pero créame que una vez
que se lee un cartel de esos ya no hay vuelta atrás, y olvídese de su preciado
teléfono móvil porque no hay cobertura. Una vez leído el poste se recibe un
último sms en la pantalla que dice, en ese dulce idioma ignorado por los engreídos
Solitarios durante siglos: Bem-vindo ao fim do mundo, sem retorno. Y
zas, se acabó todo”.
Pero el increíble correo continuaba: “Del
este ni se preocupe, Soledad es el único país del mundo que no tiene, aunque lo
tuvo, no se crea, era conocido por el Levante de las Tormentas Recurrentes,
pero esta frontera se desdibujó año tras año, hasta acabar despareciendo por los
efectos de la gota fría, de la invisible red de corruptelas y de la Cháchara
sin fin”. Ni una palabra más sobre el este.
Según Fomo, que así se llamaba el peculiar
dueño de la casa rural, yo vivo en “el sur profundo, el llamado Territorio de
los Soles de Invierno, donde los Solitarios Sinsustancia –otra
vez la ácida sorna del norte– viven apretados pero banalmente felices, al borde
mismo de un espejo en el que, en los días de calmachicha, se refleja el Otro
Lado o Lugar de la Sequía Sempiterna, según lo llaman también los impertérritos
sureños”.
Y así fue como salimos de viaje un
soporífero 27 de julio, y fueron varias jornadas delirantes atravesando las ocres
Mesetas del Tiempo Detenido. Una sola
carretera en línea recta y de asfalto gelatinoso cruzaba la desolación de estepas
resecas y ventosas, una llanura de algo más de mil kilómetros, en cuyo centro
flotaba una densa nube de polvo gris y contaminación que –según nos contaron después
en una gasolinera de las afueras– encierra en su interior una gran metrópolis de
Solitarios ávidos de poder: taxistas y camareros furibundos, diputados correveydiles,
banqueros salivantes y la odiada casta de Mandamases del Reino de Soledad. Ah,
y la peligrosa Hastiada Mayoría (así la llamó el gasolinero, marcando la H y la
M, lo que me hizo pensar que pertenecía a este grupo).
Llegamos a las Montañas Ignotas un tres de
agosto, cuando ya apuraba el día y los picos aparecían irreales sobre el
horizonte, como parte de un paisaje en sueños, suspendidos del cielo y flotando
sobre colinas y campos que sí eran de verdad. La carretera ascendía sinuosa y
estrecha, encajonada entre el río y las paredes de rocas, bordeada de helechos
y largas varas de avellanos que trazaban arcos a nuestro paso. Nubes leves sobrevolando
cielos limpios, de un azul desteñido, que parecían desprenderse de recuerdos
remotos que se transformaban en más nubes, más leves, apenas ya sin recuerdos,
sin memoria.
La primera noche cenamos callados bajo las
estrellas, fue una cena improvisada en un pequeña zona de hierba húmeda junto al
río, frente a nuestra casa, las copas de las hayas movidas por la brisa que
bajaba dando suspiros por entre montañas oscuras.
Y así comenzaron dos semanas al norte de Soledad.
José María Sánchez Alfonso
Octubre de 2014