Hoy he experimentado una
sensación completamente nueva para mí, la que se siente al tener delante, a
medio metro, en carne y hueso, a la persona con la que llevas noches soñando, y
días enteros sin poder quitártela de la cabeza.
Es más; era la idea para un
relato, esa idea genial a la que llegas después de exprimirte el pensamiento,
atormentado día tras día por no tener nada que narrar. Y mi relato iba a ser dedicado
a ella, era su protagonista, se iba a llamar “La leyenda de la reina de la
noche” y estaba ya medio redactado. No miento, tengo las pruebas en mi
libreta roja, para el que las quiera ver, si me invita a café.
Era un relato en prosa poética,
pero ya no puede serlo, no después de la impresión que me ha dado verla tan
cerca de mí, oliéndola, cubierta de harapos de verdad, con la piel tan crudamente
quemada por la realidad, con la mirada perdida. La verdad del deseo frente a mí,
yo sentado en una terraza con las piernas cruzadas leyendo El País, tan pulcramente
urbano, con un Lavazza en taza blanca humeando delante de mí.
En la prosa poética mi
protagonista arrastraba sus ropajes por la playa justo después de la media
noche, venía hacia mí seguida por un nutrido grupo de seres desguazados, una
procesión de inanes, almas en pena ignoradas brutalmente por la ciudad, que
recobran su vida, y toda su dignidad humana, cuando se hace la oscuridad total,
solo entonces.
Yo la esperaba, sentado en la
orilla, quieto y obediente, en el sitio que ella me indicó en un susurro
inaudible durante un encuentro no soñado, en plena avenida principal, donde
siempre me la cruzo sin saber qué decir ni dónde mirar.
Absorto contemplando un mar invisible, de líquida
negrura, mis manos jugaban con una arena todavía cálida, y a mi espalda el
paseo marítimo convertido en una serpiente interminable de luces amarillas, con
su siniestra gemela, deslizándose amenazante, en zigzag, sobre el agua negra de
la bahía. Solamente se oían las tímidas olas de cresta blanca, el paseo nocturno
de la luna, el leve aleteo de una cometa perdida, la danza mágica de unos
eucaliptos gigantes, los diminutos peces plateados, que, huyendo de los barcos
de pesca varados como fantasmas en el horizonte, llegaban coleteando hasta la
orilla, y un tintineo de copas lejanas en los jardines del Marbella Club.
Y en ese preciso momento los oí, girando
suavemente y con temor mi cabeza, la arena formando huellas con su avance, eran
pura poesía, pura imaginación, eran la Nada. Yo temblaba sin frío, sin saber exactamente
qué hacía allí, viendo como se acercaba esa procesión de despojos humanos, seres
famélicos en retirada, los mendigos, con su dignidad temporalmente prestada por
la oscuridad.
No, no portaban velas, ni vestían
túnicas, nada de cantos rituales ni danzas macabras, solamente seguían a su
Reina. A la leyenda de la Reina de la Noche.
En ese breve encuentro real en la
avenida ella me advirtió con un
dedo enhiesto que aceptaba mi propuesta, que me
encontraría con ellos en su guarida de verano, pero que allí ellos mandaban, y
bajando la voz me murmuró que me enseñarían a ver el firmamento, a contemplar
como caen las estrellas a media noche, a mirar como llueve el cielo para
complacer a la tierra.
Fue un encuentro buscado por mí,
en mi obsesión por ese personaje real, una más de esas aventuras donde yo solo
me meto, esos empeños míos en conocer y trabar amistad con los seres más
extravagantes. Esa comodidad que desde tiempos del colegio he sentido al
rodearme de gente inusual, rompedora de reglas y costumbres, y que se acentuó
en mi etapa de universidad al sentirme como en la gloria con los alternativos,
los anti sistema, los indignados de verdad, los creadores, los que no hacen
nada, los que no compiten, los inútiles, y finalmente con los soñadores.
José María Sánchez Alfonso. Junio
de 2012.