Contándolo ahora puede dar la impresión de
que ocurrió hace mucho tiempo, a veces me parecen siglos, pero solo sucedió
hace 15 años. Recuerdo el invierno de 1987 como el más crudo de nuestra vida,
el año que nos llevó al límite de las ganas de vivir y al borde mismo del
abismo.
Y no todo fue por culpa de las tormentas,
aunque solo con ellas hubiera sido suficiente para que se nos derrumbara el
mundo, las mentiras también tuvieron mucho que ver para hundirnos y para
salvarnos. No se recuerdan dos años seguidos de un Noroeste tan violento que
parecía mandado por alguien que odiaba la presencia de seres humanos en esta
costa, y que se alió con un océano que pareció volverse loco, un desconocido
por completo para nosotros, y a punto estuvieron de hacernos naufragar.
A esto se sumó la escasez de pesca en los
caladeros donde los hombres de esta zona han pescado toda la vida. Pero esto ya
venía de atrás, fueron realmente varios años de escasez en el mar y de pasar
necesidades.
Y solo hicieron falta algunas conversaciones
en el bar del puerto, en voz baja con esos hombres de fuera. Y los mismos
malditos otra vez rondando a Cristóbal en sus horas bajas, esperándolo en la
soledad del muelle.
Lo sabían desolado y sobrevolaban sobre él como buitres
carroñeros, esperando pacientemente que su víctima cayera de rodillas, parecían
oler desde las alturas un simple un gesto de desesperación. Esos colombianos
mal nacidos supieron tentarlo pillándolo por sorpresa en las esquinas ventosas
del pueblo o en sus solitarios paseos nocturnos de vuelta del puerto a casa.
Hasta que lo atraparon, y al Antón lo
cazaron también. Pobres tontos, con dos buenas traineras de tamaño medio y
motores de 300 caballos tenían suficiente. Con el patrón manejado como un
pelele y dos buenos marineros por barco ya tenían el equipo, los muy cabrones.
Unas buenas comisiones y un plan de trabajo sin complicaciones ni riesgos, todo
muy fácil, fueron suficientes.
Después del primer invierno de tormentas se
formó la primera gran mentira. La Catuxa se convirtió en la tonta de la casa,
me lo tragaba todo, o eso aparentaba por el bien de la familia. Cuando el
dinero empezó a correr con tanta alegría ya le empecé a preguntar y él empezó a
mentir como un bellaco.
- ¿Es que mejoraron los caladeros o qué?– le
preguntaba yo sin ganas mientras terminaba la cena y él se sacudía la humedad
del mar en la chimenea.
- Que si Catuxa, que ya te dije que esto va
para arriba otra vez– siempre fue de pocas palabras, como todos los marineros,
así que yo lo dejaba en paz. Pero los niños si querían saber.
- Padre, si hay más peixes entonces habrá
para bicicletas en Reyes?.
- Ahora sí, y habrá para más.
- Y para mí, que ando deslomada de restregar
ropa, una lavadora d’esas, no?– me atrevía a decir inocentemente, sin intuir
siquiera a esas alturas que habría para mucho más.
- Esto va a cambiar, el Mingo, que lo sabe
todo de marinería, díjome que vienen años de Noroeste calmo y mais peixes no
mar do Anxo– lo decía sin mirarnos a la cara, con los ojos fijos en el fuego, y
frotándose fuerte las manos, para convencerse a si mismo que no estaba
mintiendo.
Fueron 18 meses de salidas discretas al caer
la tarde, hasta los domingos marchaban, al mar bajo de Anxo decían, y perdíanse
de la vista por el Cabo da roca soltando dos hilitos de humo negro que se
fundían con la niebla. Nada de mar de altura ni grandes olas, decían, solo
pegados a la costa .
Regresaban silenciosos a la madrugada, con
el ronroneo de la vergüenza estrellándose contra los muros de la escollera. Se
acercaban al puerto como dos lobos que vuelven al monte con los ojos brillantes
y la boca humeante de sangre fresca, y con la panza de las traineras llenas de
dios sabe que.
Pero la gente no tardó en darse cuenta de
que algo raro pasaba, el Antón iba a ver a sus suegros a Muxia cruzando el
pueblo sin disimulo, con su BMW nuevo. Mi Cristobal bajaba al bar del puerto
con su todoterreno rojo a estrenar. Mis hijos pedaleaban por las calles
enseñando unas bicicletas demasiado caras. Y la Martiña y la Catuxa fueron las
últimas en enterarse de los detalles, tontas de nosotras con la mentira
delante, y no la veíamos de lo cerca que la teníamos y de lo grande que era. O
no la queríamos ver.
Una tarde bajó a mi casa la Martiña con cara
de muerta y respirando a duras penas, parecía ahogarse, no hizo falta que
abriera la boca, lo leí todo en esa mirada de loca. La agarré del brazo y nos
metimos deprisa en el lavadero del corral, para que pudiera hablar, lejos de
las lenguas de las vecinas, y de los oídos de la abuela.
En la oscuridad del cuartito nos hinchamos
de llorar, nos desahogamos en un abrazo largo, pero por más que llorábamos no
veíamos la salida a una mentira tan gorda. Se rumoreaba en el pueblo que la
Guardia Civil rondaba a los maridos, que andaban detrás de ellos y los
vigilaban, que estuvieron preguntando a los marineros en el bar, y se decía
hasta que anduvieron por la cofradía para hablar con el Mingo.
En el mercado nos dirigían miradas como
cuchillas. El silencio, cuando cruzábamos la plaza, quemaba como el fuego. Los
cuchicheos resonaban dentro mi cabeza como gritos de viejas locas que señalaban
con el dedo.
Meigas de aldea vestidas de negro me
rodeaban en sueños oscuros y se reían de mí a carcajadas hasta hacerme
despertar sudando, y en la soledad de la cama esperaba asustada hasta oír, ya
de madrugada, el esperado ronroneo lejano, navegando pesado y lento sobre las
olas del dinero, y solo entonces respiraba tranquila.
Me di cuenta entonces de que esto acabaría
muy mal sin posibilidad de evitarlo, y al menos, pensé, debería saber cuándo
vendrían a por nosotros para tenerlo todo preparado, para evitar que los niños
y la abuela presenciaran algo tan humillante para la familia.
Al día siguiente me presenté en el
cuartelillo de Castredo dispuesta a hablar con Tiago que llevaba años allí destinado
como sargento, sabía que él no me negaría información, desde niños estuvimos
muy unidos, yo siempre fui su prima favorita y a pesar de no habernos visto
desde hace unos años, él no me dejaría tirada al borde de la ruina, no sin al
menos haberme echado una mano.
- Catuxa, no me pidas eso, por favor, sabes
que pongo en riesgo mi puesto– le planteé el asunto por sorpresa y sin rodeos,
él se quedó en blanco al escucharme y se puso cruzar las piernas de un lado y
otro, nervioso.
- Tiago, primo, no me dejes tirada, esto es
lo más duro por lo que he pasado en mi vida– yo intentaba controlarme y
mantener un mínimo de dignidad en mis palabras, pero él se dio cuenta
inmediatamente de mi desesperación.
- Prima pero ¿no te das cuenta de que me
pides información secreta de un asunto bajo investigación?– me miraba
intensamente a los ojos, se pasaba nervioso las manos por la cabeza, sudaba por
todos los poros, el pobre lo estaba pasando peor que yo.
La conversación no duró mucho, la relación
que nos unía tuvo más fuerza que la amenaza para su carrera profesional.
Solamente me dijo que vendrían a por Cristóbal en dos semanas, exactamente el
martes 1 de noviembre, fiesta de los difuntos, porque sabrían que ese día nadie
salía a “faenar”. Y vendrían a la hora de la siesta, porque a esa hora lo
pillarían seguro, y desprevenido, los fillos de puta.
No tenía tiempo
que perder, a la desesperada me puse a montar una mentira más grande aún, que
tapara a la anterior, como cuando una tormenta devastadora borra las huellas
que una anterior que ya causó daño haciendo parecer que no pasó. Y para urdir
mentiras a las mujeres no hay quien nos gane, así que me puse manos a la obra,
junto con la abuela.
- Mi hermano
Cristóbal, ah, sí sí, mi hermano, cómo está mi hermano.....Cristobal?– recostado
en su cama con la mirada perdida en los montes sembrados de eucaliptos, no me
había conocido todavía.
- Xurxo, mírame
bien, soy tu cuñada, la Catuxa– hacía años que no nos veíamos, siempre lo
tratamos como un mueble inútil en la familia, vivía por su cuenta de lo que
pillaba, nunca estuvo del todo con la cabeza en este mundo – te veo muy bien,
no has envejecido para nada– le mentí para intentar ganármelo.
- La
Catuxa.....coño! la Catuxa, ya te recuerdo, ¿qué se te perdió en Corrubedo?,
¿cómo demonios encontraste la casa?... – ahora sí me clavó la mirada, tenía las
mismas facciones, los ojos iguales a los de su hermano, idénticos, la misma
mirada profunda y azul que me provocó un leve
temblor de emoción.
- Xurxo, escúchame
bien, Xurxo ¿me estás escuchando?......– Se lo conté todo al detalle, no me
quedé con nada, me desahogué esa tarde. Estuve con él hasta que se echó la
noche y no me fui de allí hasta que no estuve segura de que lo entendió todo,
hasta que no se hizo a la idea de la gravedad de la situación de su hermano y
su familia. Me volví a casa conduciendo por esas carreteras de dios, con el
corazón en un puño, con la duda metida como la humedad en el cuerpo.
Mi primo Tiago dio
en el clavo, un furgón de la Guardia Civil subía por la cuesta del puerto hacia
nuestra casa a la hora de la siesta, yo estaba apoyada en la ventana de la
salita que daba a la calle, temblando como un rodaballo recién pescado, muerta
de miedo y agarrándome fuertemente al respaldo del sofá. No saldría, no podía
salir, mi plan iba a fallar porque todo fue una ilusión fruto de la
desesperación, tonta de Catuxa al borde del derrumbe y de las lágrimas, con la
cara demacrada y huesuda, te lo habías ganado por haber escondido la mentira
tanto tiempo, todo se iba al carajo. Dos guardias se bajaron del furgón verde y
cruzaban la calle en dirección a mi puerta. Cristóbal, todo inocente, se echaba
agua en la cara para irse al bar del puerto a pasar la tarde, y ya se le oía
bajar por las escaleras.
En ese momento,
justo cuando los civiles tocaban el timbre de la puerta, a menos de un metro de
mí, y el Cristóbal ponía los pies en el rellano de la escalera, se oyó el
claxon de un coche aparcando junto a nuestra puerta. Era el Ford fiesta azul de
Xurxo, que me vio antes de salir y me saludó con la mano. Los dos guardias se
giraron hacia el coche y al ver a mi cuñado le hicieron bajar del coche y le
pidieron la documentación, le hicieron gestos para que los siguiera y lo
introdujeron en el furgón. Entonces ya me fallaron definitivamente las piernas
y me derrumbé junto al sofá.
Ahí
se llevaban a un hombre inocente, un pobre desgraciado al que los médicos
habían regalado seis meses más de vida, y que nació unos segundos antes que su
hermano.