El azar, ese extraño que
caminó junto a ella.
Solo el azar supo como dibujar,
con un contorno de sombras, cuatro destinos que no se hubieran encontrado de
otro modo, solo las coincidencias pudieron hacer que sus vidas se cruzaran hasta
un final inesperado. ¿O fueron esas llamadas?...
La tarde no era la apropiada
para estar caminando junto a la orilla. Pese a ser finales de marzo, el
Atlántico de Ribadesella era un paisaje abrumador, un hambriento oleaje que nos
echaba sus zarpas como una fiera.
La arena se hundía en cada
huella húmeda, descubriendo capas más profundas de agua desconocida y extraña
en el mismo momento en que nuestros pies se alzaban para dar el siguiente paso.
Caminábamos contra un Noroeste que se envalentonaba más conforme caía el sol. Aún
así no dimos marcha atrás, porque tú y yo nunca lo hicimos ¿verdad?
Por eso continuamos ese absurdo
paseo a ningún lado, tenías tanto de que hablar. Necesitabas contarme lo
sucedido en los últimos treinta años, como si yo no lo supiera, y acabamos en
el único bar abierto en ese tramo de costa, sobre el mismo acantilado en el que
pasábamos las horas muertas cuando éramos adolescentes, tumbados sobre la
hierba, con el cielo abajo y el océano arriba.No recuerdo si le cogí la
mano pero sí que lo deseé todo el tiempo, casi toda la vida, y ella lo sabía.
Marina ya no era joven y tenía
su mirada azul agrietada, pegada al horizonte, mientras intentaba contarme todo
con una voz ronca que se confundía por momentos con el rugido del mar y del
viento. Pausaba sus recuerdos con desesperadas bocanadas a su cigarro, algo que
se había convertido a esas alturas en parte de ella.Yo la escuchaba sin atreverme
a mirarla, ni siquiera interrumpirla, porque compartía el mismo paisaje
turbulento. Siempre nos atrajo el mar, como a quien le atrae la libertad, y por
fin después de tantos años parecía tan nuestro, tan al alcance de la mano.
“Julio y Martín coincidieron
desde el primer curso de la universidad, si te acuerdas ninguno de los dos era
de la ciudad. Pero la casualidad hizo que sus familias fueran a vivir allí el
mismo año, la familia de Julio vino desde León, su padre fue nombrado director
de la nueva oficina principal de Correos en la Acera de Recoletos. La familia
de Martín, de clase media, vino de Tordesillas a probar fortuna y abrieron la
librería de la calle Poesías”.
“Los dos se conocieron al
matricularse en la misma facultad, quizá solo querían tener el título para ascender
por la escala social presionados por el origen humilde de sus familias. Desde
el primer curso de Derecho hicieron una estrecha amistad que los llevó
demasiado lejos, compartían muchos intereses, sobretodo la literatura. Sus
interminables conversaciones, en esas tardes sospechosamente solitarias, por el
Paseo del Principe hablando de sus escritores favoritos, que acababan en esas
reuniones del club de literatura en la librería de los padres de Martín, al que
tú y yo acabamos uniéndonos, y ahí la vida nos dio un giro total, hasta
traernos a este acantilado”.
“El estigma de ser foráneos.
Quizá esto último fue lo que más les unía; el sentirse excluidos de esta ciudad.
Pero supongo que eso les hacía libres, ¿no?”
“Sin embargo tú y yo teníamos
nuestras vidas, incluso la rutina diaria, marcadas por los relojes de la seca
sociedad de la meseta, éramos rehenes de la conformidad, de la cómoda
existencia encajada entre cuatro avenidas, un parque y el rio Pisuerga. Que maldita
comodidad, Carlos, la esclavitud de la llanura. Desde la que soñábamos con este
Mar.”
“Y por eso me obligaron a
estudiar farmacia, para que la Antigua Botica Bellogín pudiera seguir abierta, sin
importarles lo más mínimo si a mí me interesaba la química o las fórmulas, lo
importante era el negocio y la apariencia de la familia. ¿Te acuerdas de la
habitación donde mi padre hacía sus cremas y experimentos?, el laboratorio nos
gustaba llamarlo, era nuestro escondite de las tardes de colegio. A nosotros nos
parecía una esquina secreta del final del mundo.”
“Detrás de la rebotica, tú y
yo con quince años. Con nuestras hormonas revolucionadas por el olor a
cloroformo y alcohol, ese espacio mágico de probetas y tubos de ensayo, todo ese
cristal distorsionando nuestros cuerpos livianos. Tú siempre me decías que necesitabas
verme allí porque no había luz en toda la ciudad como la que entraba por esos
ventanales y se reflejaba extrañamente en las mesas de metal, rebotando como
loca en el instrumental de laboratorio. Te transformabas y me lo contagiabas,
acabábamos los dos en ese absurdo baile que nos inventamos alrededor de las
mesas, ¿te acuerdas Carlos?”
“Sin embargo tú fuiste fiel a
tus planes e hiciste la licenciatura en Psicología. Eras el raro del grupo, el
rebelde, siempre hablando de los procesos mentales, el subconsciente, el
psicoanálisis y esas historias tan raras. Y luego te dio por el yoga nidra, las
constelaciones familiares y esas locuras. Por eso quizá te quedaste soltero...”
Ella sabía que eso no era
cierto, pero en ese momento empezó a llover con furia y solo nos protegía el endeble
techo de plástico de la terraza del bar. El mundo se oscurecía por momentos pero
Marina solo se detuvo para encender otro cigarrillo. La furia de la naturaleza
no podría detener el empuje de una memoria tantos años frustrada, que ya caía
en una cascada imparable. Yo sabía que Marina no podría decirlo, pero a esas
alturas ¿qué importaba?, y sin embargo no podría, no podría admitir que se
quedó embarazada de Martín después de unas de esas tardes tan intelectuales del
club de literatura.
La planta alta de la librería,
Marina tenía que hacer memoria. Le costaba recordar, lo supe porque pasaba la
palma de la mano repetidamente y como una autómata sobre la superficie de la
mesa, con el cigarrillo titubeante atrapado entre dos dedos, mientras bajaba la
mirada al suelo, retirándola del mar. Era la Marina obsesiva y ausente que
quedaba después de tantos vendavales, el desguace de lo que llegó a ser una
fantástica maquinaria.
El edificio número siete de
la calle Poesías pasaba desapercibido por su aburrida fachada del siglo XIX, solo
se salvaba del desprecio de los vecinos por la remozada planta baja que ocupaba
ahora la librería. De la trasera de la tienda salían unas estrechas
escaleras que subían a una planta alta polvorienta en la que se apretujaban una
pequeña habitación que servía de almacén de libros y oficina y otra habitación
algo más grande y menos oscura que tenía un balcón al lateral de la
Inspiración. Esa habitación fue siempre un dormitorio y los padres de Martín no
se molestaron siquiera en cambiarle los muebles.
“Martín era para mí el sexo,
la intimidad, la soledad de esa planta alta, el suelo de madera oscura. Pero tú
nunca me perdonaste. ¿Y qué has hecho durante esta eternidad? ¿Venir a recoger
los restos a esta playa?”
Entonces tuve que hablar.
Porque ella no sabía la verdad de las dos llamadas.
Y tuve que hablar para
intentar detener a la noche, que se iba adueñando imparablemente de las dunas,
de la terraza, de nuestros cuerpos. Entonces entendí que una vez que la
oscuridad fuera completa ya no tendría sentido explicarle nada. Tenía como
mucho diez minutos para resumir media existencia y recuperar a Marina. Y
después todo quedaría el rugido del océano, el baile de la luna y el eterno
vaivén de las mareas.
Marina, ¿recuerdas cuando los
padres de Julio tuvieron ese terrible accidente de carretera?, no respondió,
pero el movimiento oscilante de su cigarrillo delató el esfuerzo por recordar
todo lo ocurrido desde entonces. Una inspiración profunda y en menos de tres
segundos se perdió en una nube espiral de tabaco rubio, era su manera de
contactar con aquellos años.Fue el verano que yo volví de
mis estudios de posgrado en Francia, donde terminé el doctorado en Manipulación
de las Fluctuaciones del Subconsciente. Ya por entonces pertenecía al selecto
grupo de Seguidores de la Visión Penetrante, los Vipashyana.
Empecé a tratar a Julio
cuando ya se encontraba en un estado muy avanzado de depresión. Comencé con
suaves sesiones de Yoga Nidra para explorar su mente, nadé en una primera capa
oscilante de pensamientos livianos y flotantes, anclados en el pasado reciente.
Fue fácil entrar en la siguiente capa del subconsciente, donde me encontré con
una mezcla densa de de celos, traumas dolorosos de la adolescencia y apegos
egocéntricos. Necesité varias sesiones
intensas de hora y media para poder introducir la llamada.
En la llamada su madre le
pedía, le rogaba más bien, que terminara con su vida en la ciudad y se fuera
con ella y con su padre, le explicaba como su existencia en ese lado se hacía
insufrible, que lo echaban muchísimo de menos. Le suplicaba que dejara todo lo que
estuviera haciendo aquí y se marchara con ellos.
Como era previsible, Julio
empezó a deteriorarse a las varias semanas de terminar las sesiones
terapéuticas, cayó enfermo gradual e imperceptiblemente, nadie se alarmó.
Perdió peso hasta convertirse en un esqueleto viviente. Y después de varios meses
de sufrimiento, ¿vas recordando?, falleció en el Hospital Campo Grande.
Marina ni se inmutó, se
limitó a encender apáticamente otro cigarrillo, pero extrañamente lo manoseó
pasándolo de un dedo a otro mientras se le dibujaba una especie de sonrisa, antes
de encenderlo con un lánguido chasquido de mechero.
Con Martín fue muy diferente,
él vivía en una sucesión de instantes inconexos, casi caóticos. Un flujo de
indomable de pensamientos confusos y agitados que lo torturaban mentalmente y
que lo dejaban exhausto al final del día.
Te odiaba Marina, créeme. A ti
y al niño que no nació, a tu familia y a todo lo que rodeaba vuestro matrimonio.
Atravesar esa superficie me costó muchas horas de prácticas de rotación de
conciencias, desapego del Yo, y de forzar emociones opuestas hasta llevarlo al
límite de la mente. Pero cuando lo conseguí se abrió la puerta súbitamente a un
subconsciente que parecía una habitación desnuda y silenciosa, como una tumba
vacía. Me recordó a la planta alta de la librería, donde los ecos ya volvían
rebotados desde el dormitorio cuando subíamos por las escaleras. Una habitación
sin apenas muebles, oscura y con vistas a un miserable callejón. Y donde
ninguna llamada podría permanecer en el aire, acaso permanecer insustancial y
efímera, inaudible por el tumulto de pensamientos que inundaban la mente de
Martín.
Marina cruzó las piernas en
un movimiento brusco, apagó violentamente el cigarrillo con la suela del zapato,
dejándolo humeante y mortecino en el suelo de cemento. Levantó la cabeza y por
fin me miró a la cara, desafiante y asombrada. Abrió la boca para decirme algo,
pude leer su pensamiento, pero en ese momento empezaron a caer estrepitosamente
los cierres metálicos de la barra del bar, se apagaron todas las luces y se
oyeron voces agrias avisando del cierre. Calculé cinco minutos para el fin.
Después de varias semanas buceando
en el oscuro submundo de Martín tomé la decisión, totalmente desaconsejada por
todos mis maestros y por los expertos en estas técnicas, de introducirme en la
temida tercera capa. El espíritu.
Me temía lo peor. Presentía
lo que me podía encontrar al fondo de una habitación tan desolada, un
habitáculo completamente a oscuras, sin un resquicio de luz exterior, con el
aire viciado por la falta absoluta de ventilación, y muy posiblemente con lo
que más me temía: arrinconada en su interior habría una fiera enloquecida por
años de encierro. Un espíritu putrefacto y sin posibilidad alguna de
recuperación.
Menos de un minuto para que
la última brizna de claridad despareciera para siempre detrás de la inmensa
negrura del horizonte, y aún tenía que contarle la verdad de la muerte de
Martín. Varios días después de terminar la terapia recibió una llamada de la
persona a la que más quiso, Julio. Una noche en mitad de un sueño turbulento, Julio
le dijo entre sollozos que lo echaba de menos desesperadamente y le confesó que
siempre lo había amado con locura. Le imploró que se viniera a vivir con él, a
vivir la eternidad.
“Y un día al cerrar la
farmacia al final de la jornada me avisaron del servicio de salvamento civil
que habían encontrado su cuerpo flotando aguas abajo en el Pisuerga. Algunos
testigos lo vieron saltar del Puente Mayor. Ahora empiezo a recordar, ahora lo
veo más claro, ya sí entiendo todo Carlos”.
Un estruendo de olas golpeó la
base del acantilado haciendo temblar el bar, el miedo nos cogió de la mano y bajamos
a oscuras por unas escaleras labradas en la roca. El Noroeste lloraba y nos
abrazaba queriendo despedirse. Al llegar a la parte baja la marea alta ocupaba
la playa, pero ya avanzábamos entre recuerdos que flotaban, el baile de la luna
clara y suaves algas de libertad.
Aún así no dimos marcha
atrás, porque tú y yo nunca lo hicimos ¿verdad?
José María Sánchez Alfonso
Mayo de 2013