Erase una vez dos niños responsables que una tarde, hartos del tedio cotidiano decidieron que a la mañana siguiente no irían al colegio, que escaparían a sus deberes diarios, faltarían el respeto a las obligaciones impuestas, un desafío con el descaro de dos chiquillos. O mejor: dos niños felices pensaron subir a las montañas solitarias al oeste de la ciudad, montañas siempre en sombras altas, cubiertas de árboles callados y altivos, esas montañas a las que no llega la gente por temor a perderse en sus bosques, como en los cuentos, y que lo harían al amanecer.
Y lo harían sin avisar, para reír más y disfrutar de la
chiquillada, solo por pensar como los echarían de menos en el colegio, como se
alarmarían sus padres, qué dirían sus amigos en el recreo. Subirían con las
bicicletas para adentrarse limpiamente, como un flujo de aire, en el mundo de
las sombras. Partirían por un camino de tierra serpenteante que ascendía por el
placer íntimo de la sabiduría que llevaban dentro, sin saberlo, ni siquiera
sospecharlo. Esa sabiduría que los mayores querían elevar a categoría de
conocimientos inútiles y prácticos.
Pero los dos amigos, con la intuición de los chavales, darían un salto sin dudarlo al mundo de lo desconocido, de lo que no se toca por su lejanía, y pedalearían montaña arriba siguiendo el curso de un río tranquilo y pleno, que solo podían imaginar discurriendo allí abajo en el valle, silencioso, invisible, río de aguas interminables. Querían ver con sus ojos el eterno ciclo de las aguas que suben a lo más alto del mundo después de haber desembocado azules de sal, para volver a correr nuevas y limpias hacia la orilla del mar.
Pero los dos amigos, con la intuición de los chavales, darían un salto sin dudarlo al mundo de lo desconocido, de lo que no se toca por su lejanía, y pedalearían montaña arriba siguiendo el curso de un río tranquilo y pleno, que solo podían imaginar discurriendo allí abajo en el valle, silencioso, invisible, río de aguas interminables. Querían ver con sus ojos el eterno ciclo de las aguas que suben a lo más alto del mundo después de haber desembocado azules de sal, para volver a correr nuevas y limpias hacia la orilla del mar.
Todo verde, salvo el mar allí abajo, los amigos debieron
crecer en el camino ya que el mar se alejaba, ya que la claridad del cielo
abierto esa mañana de jueves se hacía imposible de coger con las manos, ni con
su mirada traviesa se podría asir todo el verde de barro y bosques, verde de
tres pequeños arroyos por cruzar, verde en huida hacia lo más profundo de la
aventura. La lluvia del día anterior les abrió un paisaje brillante de viejos
castaños, de poderosos robles del sur, de dulces madroños agarrados a las
laderas. Todos los dueños del bosque inclinándose al rodar silencioso, haciendo
paso a los adolescentes que maduraban a cada curva, y cuando la frondosidad se
hacía irresistible entonces el bosque se abrazaba a sí mismo, la arboleda del
camino se fundía y formaba un túnel de sombras.
El camino se convertía poco a poco en un pasadizo a lo
desconocido, a la aventura, a la búsqueda de algo misterioso, fuera del mundo
que ven y pisan cada día, de las caras que saludan a diario, las mismas calles
y las mismas tiendas. Los dos veinteañeros van a experimentar la libertad
absoluta de ver otro mundo, toman fotografías de las bicicletas rasgando el agua
del camino, de las aves tomando altura y planeando ingrávidas sobre las cúpulas
del bosque, de los animales que se esconden detrás de las rocas, en los
escarpes de las laderas inclinadas, de los últimos recodos del camino, sin
temor alguno, sabiendo que en algún momento se convertirían en adultos, quizá
después de una cerrada curva del camino.
No supieron cómo, pero a media mañana ya habían llegado a lo
mas lejano, donde el norte y el sur se juntan, donde las esperanzas descienden
y tocan tierra húmeda, en un silencio oscuro, pleno y jamás escuchado por nadie,
y bajaron de sus bicis ya hombres, orgullosos de la huida. Y el cielo se hizo
más intenso, y con más fuerza lo miraron, lo miraron con los últimos ojos de
adolescentes conspiradores, traviesos, oliendo ya las ruinas cercanas a la
próxima vuelta del camino. Sospechan que el final de su desafío estaría
cercano.
Las sierras que antes parecían tan lejanas les dan ahora
sombra, los silencios antes inaudibles se hacen más profundos, se van
transformando en respiración íntima y lenta. El mundo les parece ahora más
nítido, lo tocan. Los árboles son más grandes y parecen los dueños. El mar ya
no se ve. Los dos amigos sudan y se ríen a carcajadas por el temor a estar
perdidos. Finalmente el camino zigzaguea, sube y baja, se moja y se seca, se
bifurca y se multiplica, es de arena y de piedras, de certezas y de dudas, de
hojas caídas y...
Allí está. Todo lo que buscaban está de pronto delante de
ellos, la forma de los sueños, el paraíso que buscaban, abajo en la ladera que
cae al río, un bosque mágico jamás tocado, una pradera de vegetación antigua, olores
claros, nubes ligeras pasando, el aire limpio.
El norte y el sur, el adulto y el niño, el futuro y el
pasado, lo conocido y el asombro, la felicidad y el jueves.
Dos adultos satisfechos de haber desafiado lo establecido, con
la vaga sensación de haber llegado demasiado lejos, se dejan caer bajo la
sombra del alcornoque más grande, el dueño del lugar. Un lugar con un nombre mágico.
En completo silencio comparten una galleta y una manzana, unas miradas
cómplices, sin palabras para describir el mundo que acaban de descubrir. La
sombra se mueve, los envuelve. Oscurece, todo es verde. Las ruinas de la aldea se
esconden en la hierba. Y al volver a la ciudad, callados, se abrazan.
José María Sánchez Alfonso. Junio de 2014