Hacía
muchos veranos que no volvía, demasiados ya. Nos conocimos en las fiestas que organizaban
en su casa, un palacete de pulcra arquitectura islámica, escondido de forma discreta
en el bosquete de eucaliptos de la playa del Rodeo junto a la desembocadura del
río Guadaiza, de modo que en sus jardines siempre flotaba el perfume mentolado de
estos árboles. Solían llegar desde Marruecos a mediados de julio, huyendo del
infierno africano, con un séquito de sirvientas bajitas, de pequeños ojos
negros, que no paraban de emitir sonidos guturales en árabe, y que andaban de
aquí para allá sin levantar las chanclas del suelo. Recuerdo que la familia venía
desde el puerto de Algeciras conducida por el orgulloso chofer de la familia, Abdel,
un espigado subsahariano de mirada callada, era oscuro y altivo como la misma noche
del desierto.
Rachid,
el mayor de los cinco hermanos, amaba Marbella y nunca se me olvidará aquella
tarde limpia de finales de agosto en la que, mientras la criadas servían un té
verde en la jaima y el sol caía rendido y ancho sobre Gibraltar, me dijo con la mirada perdida en el oleaje
frente al jardín, con ese absurdo romanticismo que nos enferma cuando tenemos
veinte años: “José, joder, este debe ser el sitio más bonito del mundo, a donde
todos quisieran volver, es el paraíso entre los paraísos. ¿Sabes? en las noches
de invierno de Casablanca sueño con este mar verde y ondulante, este Mediterráneo
dulce y agradecido, con esta sierra que se eleva sobre el mundo, con estos
bosques que llegan a la misma orilla, y me esfuerzo en imaginar las buganvillas
trepando por todos los muros de la ciudad”. Incluso pasados esos años de
desenfreno juvenil, siguió viendo esto como un paraíso. Y continuó viniendo en
verano con su familia en los años de universidad. Su sueño era dejar su país y venirse
a vivir aquí, montar un bar en el puerto, o quizá un chiringuito en la playa de
moda, el Ancón. Pero la vida a veces se encarga tozudamente de recordarnos que
los planes de juventud son solo eso, planes. Y Rachid Ben’Habbad, después de
estudiar Economía, y aprender francés e inglés (que sumaba al árabe y a un
español más que decente), fue enviado por su padre a estudiar un Master en
Administración de Empresas a París, como correspondía a una familia de la élite
empresarial de Marruecos. Estaba predestinado a hacerse cargo de la empresa de
su familia.
Y
pasaron lentamente aquellos lánguidos y felices veranos, que se dejaron
penetrar suavemente y con la respiración contenida por el poderoso Nabila, ese
yate que hacía su entrada con nocturnidad en el Puerto hacia finales de julio, para
hacerse divisar ostentosamente desde la ciudad, en la misma distancia de un cielo,
o de un crepúsculo.
No
fueron veranos de nieblas ni calimas tibias que ocultaran verdades molestas. Al
contrario, el régimen de vientos era tan constante que regalaba a la vista una
visibilidad brillante, de metal precioso: y así invariablemente se sucedían
cinco de días de levante, tres de poniente y uno de calma, tan metódicamente
alternantes que se llegó incluso a rumorear que algún jeque con fondos desbordados
había pagado una cantidad secreta de dinero para que no cesaran de soplar los
aires, salvo ese día de calma y sopor insobornable que se imponía por naturaleza.
Que en octubre ya llegarían los temporales.
Eran
tres largos meses en los cuales Marbella, que se estremecía cada final de día en
un sueño de lujuria irreprimible, se postraba sin complejos ante los ricos venidos
desde todos los paraísos fiscales posibles e imaginables, y ante delicadas realezas
que caminaban descalzas sobre las pasarelas de unos yates que quedaban
atracados como fortalezas venidas del espacio, inabordables, de una luminosidad
humillante.
Fueron
los años atravesados de secretos y rumores sobre la familia real Saudí, de los
tesoros que esconderían en su palacio, del número de colinas al oeste de la
ciudad que ocupaban sus mansiones. Provocadores Ferraris rojo escarlata, despampanantes
Porsches 911 azul zafiro, contorneantes Maseratis Quattroporte blanco perla,
desfilando en fila india por los
jardines del Marbella Club, la música italiana de moda resonando desde la
discoteca al aire libre del Beach, con su pista de baile elevada entre pinos junto
a un Mediterráneo que ya a esas horas rugía de placer. Marbella era la
irresistible Donatella, o la insondable Renata, gritándome en medio de aquella
vorágine: “¡Che idea! ¿Ma quale idea? ¿Non vedi che lei non ci sta?” Y Marbella
era yo, devolviéndoles la esperanza de ligar: “¡¿Che idea?!”, entonces Marbella,
sí, Marbella, me agarraba fuerte por la cintura y con un beso profundo y maravillosamente
húmedo me empujaba hasta el poste central de la pista en su juego de
provocación: “¿Ma quale idea? ¡E maliziosa ma sapra!”. Y así todas las madrugadas,
de todos los estíos imaginables, hasta caer agotados sobre la arena viendo como
un sol ebrio se elevaba tembloroso detrás del pantalán de madera.
Pasaron
los años, y hasta las décadas, y los mismos vientos prodigiosamente programados,
cinco de levante, tres de poniente y uno de calma. Hasta que una mañana de
primavera del pasado año 2013 recibí un correo electrónico completamente
inesperado que tuve que leer dos veces para poder creérmelo. Efectivamente, era
Rachid Ben’Habbad. Me anunciaba, nada menos, que vendría a Marbella en verano
con su familia. En un perfecto castellano me contaba que habían alquilado una
casita en las Lomas de la Virginia y que pasarían aquí el mes de julio. Parecía
entusiasmado por venir a su ciudad perdida, su paraíso de juventud. Me había
encontrado por Facebook, y se moría de ganas de verme, de conocer a mi mujer y
mis hijos, de hablar y de contarnos tantas cosas. Me contaba que viven en el
distrito V de París, junto a la Universidad de la Sorbona, que está casado y
tienen tres niños, y es codirector general de proyectos de EDF (Électricité de
France). Le convencí para que vinieran desde el aeropuerto en autobús y así les
llevaría en mi coche hasta las Lomas.
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Estación
de autobuses de Marbella, lunes 1 de julio de 2013, cinco y media de la tarde.
Me fundo en un abrazo con un Rachid de barba muy negra y algunas canas, y con una
nariz aún más aguileña de lo que yo recordaba. Sus ojos penetrantes se
separaron de mi un instante para observarme sonriente y nos volvimos a apretar
en un segundo abrazo aún más fuerte, en un intento de recuperar tantos años perdidos
sin saber nada el uno del otro. Un abrazo que enlazó mis hombros, tantos
recuerdos, y toda nuestra memoria. Cuando por fin nos separamos me presentó a
Salmah, una bellísima mujer árabe de melena cobriza y ojos de color aceituna, y
sus tres asombrados hijos, que se alineaban medio escondidos detrás, Hanish, D’ylsha
y Mahmad.
–José...
no se ve el mar –pronunció pesadamente y con asombro, buscando por el horizonte,
fue lo primero que le oí decir después de tantísimos años–, ¿o es aquel trocito
azul hacia el este?...
–Rachid,
hermano, bienvenido de nuevo a Marbella. Vamos a disfrutar mucho de tu visita, pero
esto... esto está muy cambiado.
–Tienes
razón, perdón, es que me ha sorprendido estar sobre la ciudad y que no se vea
el mar –Rachid recuperó la sonrisa y posó su mano derecha sobre mi hombro.
–Menuda
colección de hijos que tienes, no han salido a ti ehhh –su esposa Salmah sonrió
complacida y mostró una personalidad arrolladora, encantadora.
–Pues
sí José, ¡la verdad es que no me puedo quejar! Y hablando de niños, uno de
ellos no puede aguantar más, no hubo tiempo de entrar en los servicios en el
aeropuerto y el pobre...
–Quedaros
aquí que yo lo acompaño al baño, esperarme en la acera que volvemos en un
momento.
Mahmad,
el mayor de los tres, de pelo rizado y ojos muy vivos, dio un paso adelante con
cierta urgencia y miró al suelo con timidez. Le atusé el pelo cariñosamente y
me lo llevé al interior del edificio, cuando llegamos junto a la cafetería le
indiqué cual era la puerta de los servicios. Justo en ese momento, al notar el
hedor que salía del interior, recordé el estado en que normalmente se
encuentran los servicios de la estación de autobuses de Marbella. A pesar de
ser solo un chaval de 12 años no pude evitar sentir cierta vergüenza ajena,
pero ya era tarde porque Mahmad entró velozmente hacia los urinarios. Mientras
esperaba en la puerta pude contemplar en silencio, y con horror, el edificio –para
ser precisos debería llamarse una fría y desangelada nave industrial–; sus
suelos sucios, las escasas plantas decorativas muriendo de resignación, la
cafetería deprimente y sin apenas iluminación, la pequeña y anticuada caseta de
venta de tickets donde –a estas alturas del siglo– no se podía pagar con
tarjeta, ni poder consultar en paneles la hora de llegada y salida de los
autobuses, ni los andenes que correspondían a cada cual. Y eso solamente en los
cuatro interminables minutos que tardó Mahmad en salir, ahora sí, aliviado y
sonriente. Mientras lo acompañaba al exterior deseé con todas mis fuerzas que
el niño no contara a sus padres como estaban los servicios, y que los padres no
hubieran mirado con mucho detalle a su alrededor al salir del autobús. Y volví
a atusarle con energía el pelo en un intento de ganármelo.
Los
días siguientes tuve que hacer malabares para poder compaginar mi trabajo y las
obligaciones de casa con la organización de una excursión a Selwo, buscar una
canguro para salir los dos matrimonios a cenar a Banús y varias tardes de playa
con las dos familias juntas. Una mañana vino Rachid para tomar café y charlar
un rato en una cafetería cercana a mi despacho. Mientras Salmah iba de compras
con los niños por el casco antiguo nos pusimos al día de nuestras vidas,
progresos, obstáculos saltados, muerte de seres queridos, pero sobre todo
muchas anécdotas de los momentos tan felices pasados en Al Maináh, el palacete familiar
de El Rodeo. En el trascurso de la conversación Rachid me contó que su Hija, D’ylsha,
estaba aprendiendo español en el colegio en París, y que le gustaría leer algo mientras
estaba aquí en España. Le gustaría comprar algún libro infantil fácil de leer
en español, yo le contesté que no hacía falta comprar ningún libro ya que
nosotros teníamos tarjeta de socio de las bibliotecas públicas y podría
acercarme a la recién abierta biblioteca a sacar un par de libros para su hija.
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Biblioteca
Pública Camilo José Cela, Marbella, miércoles 10 de julio, una mañana
soporífera de verano en la que, aun con la luz limpia que despliega la recién
llegada brisa de poniente, todavía están pegadas a la ciudad la humedad y
pesadez de los insufribles días de un levante que acababa de morir por
agotamiento la noche anterior.
D’ylsha,
subía las escaleras dando saltos con la excitación propia de un niño que espera
la entrada en un lugar desconocido, lleno de libros, y donde podría elegir el que
quisiera, ¡y todos en español! Rachid y yo íbamos detrás riéndonos e intentando
contenerla. De repente un leve tufo a pescado bajó desafiante por los escalones
desde la planta superior: del Mercado. Ese detalle me trajo a la memoria la
experiencia que tuve hacía unos pocos meses, cuando llevé dos bolsas enormes
llenas de libros que ya no queríamos en casa y pensamos que, antes que tirarlos
o regalarlos a cualquiera, tendrían una vejez más plácida, y hasta útil, en la
biblioteca pública. Dispuse los libros sobre el mostrador como dos torres
gemelas a punto de colapsar, y le dije orgulloso, inocente de mí, que las quería
donar, sí señora, ¡los dos rascacielos que tiene usted delante! Nada, ni el Temido Balbuceo de los
funcionarios, ni un intento de mascullar un agradecimiento, solo me regaló un
lento giro de ojos hastiados, atrincherados detrás de las gafas de pasta negra de
siete euros, de Alain Afflelou.
Ay,
pero la niña ya estaba dando vueltas por la Biblioteca, y yo mientras trataba
de distraer a su padre contándole que la casita roja que se veía por los
ventanales era la Polaca, el bar donde se reunían algunos clubs y asociaciones
de la ciudad. Pero Rachid solo miraba al interior, buscando libros quizá. El
paisaje dentro de la sala era luminoso, de paredes amplias de un blanco nieve, y
minimalista, pragmático, sin posibles distracciones a la lectura. Miento, de
vez en cuando había una estantería de madera barnizada y sin una mota de polvo,
es una táctica para ahorrar en limpieza, es mucho más fácil cuando no tienen
libros. Si, Rachid, créeme, es lo último en bibliotecas públicas, aquí en
Marbella los libros se conservan en una sala cerrada con aire acondicionado a
una temperatura permanente de 20 grados, en la semioscuridad, y fuera del
alcance de la población, y con diecisiete funcionarios vigilando dentro, más
cuatro fuera por si acaso. El valor de los libros acumulados por el
Ayuntamiento después de tantos años de riqueza de la ciudad es tal –cogí aire–
que ha obligado a la alcaldesa a inaugurar un bunker secreto donde se contiene
toda nuestra cultura impresa. “¿Y dónde está ese bunker?, debe de ser inmenso...”
No se sabe amigo, por eso se llama secreto, comprende que sería una
contradicción si cualquiera lo supiera, solo lo sabe la alcaldesa. Si, Rachid,
no pongas esa cara, tantos años de inversiones inmobiliarias en la ciudad, de
comisiones estratosféricas, de mordidas éticas y galácticas, de tanto turismo
de lujo, tantos años de humillación con congresos de cirugía estética Neocatecumenal
y de peluquería canina internacional, de festivales de verano a 100 euros la
entrada más barata para escuchar a Julio Iglesias un verano sí y otro también.
Todo ese dinero, amigo Rachid, ha servido para equipar Marbella a lo grande. Y
sin olvidar las donaciones de familias reales árabes de Por Allá, y Petulantes Jeques
de Por Doquier, que han sido destinadas al hospital comarcal, “¿Comarcal? ¿cuál?,
¿ese que vimos desde la autovía al venir del aeropuerto?, pero José, si es solo
un esqueleto enorme y una grúa fantasmal que cuelga como un espantapájaros
gigante, ¡¡Un momento Rachid!!, ¡mira!: ¡parece que D’ylsha ha encontrado un
libro!”.
No,
por suerte no era un libro, eran solo las tapas; si tú hija decide quedárselo entonces
la funcionaria de gafas negras se... “¿cuál, la de Alain Afflelou?” No, no, se
llama Luisa. “¿no es Alain?” No, es Luisa. Escúchame con atención Rachid, si tú
hija decide quedarse ese libro, que lo dudo porque ha escogido justo el único
que hay en la estantería que usan las moscas para practicar el aterrizaje
forzoso en verano –aire por favor– y que además es la estantería de colecciones
sobre las guerras mundiales distribuidas gratuitamente por los periódicos cuando
cayó el Muro de Berlín. Pues te digo que si se
decide por ese libro la funcionaria se quitará las gafas, las pondrá sobre el
mostrador muy lentamente, y se pondrá en marcha un proceso telemático de
burocrática sublimación a la concejalía penitente, la cual, previa consulta
instantánea y no vinculante de wasap a la Hermandad de la Pollinica, remitirá
la petición al Magno Registro de Entrada de la planta baja para que el ágil
servidor de Lo Público le pegue un sello y lo retuitee a su vez al Bar de la Tercera,
donde la camarera presionará un botón verde metalizado que se inauguró el año
pasado para celebrar el inicio definitivo y fulminante de las obras de La Gran
Marina Al Thani, ¿de qué te ríes Rachid?, Rachid, ¿es que no has oído hablar de
la Marina Al Thani? Pero si eso lo sabe todo el mundo, ¿es que no habéis oído
hablar de ese proyecto en París?. Perdona Rachid, me tengo que sentar, esto es
insoportable, se gastaron todo el presupuesto de aire acondicionado en el... “Bunker”,
sí Rachid, no Rachid, quiero decir que aquí no nos podemos sentar, no, que ya
están las ocho sillas de la sala ocupadas. No Rachid, no, solo ocho no, no seas
mal pensado, hay muchas más pero están... “Ya lo sé José ¡en el Bunker!” ¡Efectivamente
Rachid! ¡Por favor, vámonos a la Polaca a tomar unas cañas que te tengo que
contar lo del carril bici subliminal, y la peatonalización onírica de Ricardo
Soriano!
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Al
día siguiente no pude ir al despacho, se me hacía insoportable. Después de una
noche de pesadillas, de vueltas y revueltas en la cama, me desperté en un
estado de sopor calmo y aplastante, ese estado en el que se sume nuestra bahía
cuando la naturaleza decide que no sopla más, cuando el Atlántico y el
Mediterráneo no se ponen de acuerdo, ese día en el que el único amigo que te cruzas
por Marbella a mediados de verano no te sabe decir por qué día del mes vamos, ese
día en el que al deambular aturdido por la avenida principal te sobrecoge un Portillo
Azul tronando, y tú, al inhalar el humo alucinógeno de Avanza Bus, llegas a
creer que bajas descalzo por el verdor de un prado asturiano, o un bosque de
hayas, a 18 grados.
Y
así ocurrió, que después de caminar feliz durante todo el día por los Picos de
Europa y bajar a Ribadesella por la tarde a darme un chapuzón en el Cantábrico,
conseguí cerrar los ojos a las tres de la noche, de puro agotamiento. Pero
claro, como era de esperar en una buena historia, sonó el teléfono.
–Ehh,
ufff, ¿See?
–¿José
María?, perdón por las horas, soy Salmah. El pequeño, Hanish, tiene 39 de
fiebre y no para de gritar de dolor, se toca los oídos llorando, hemos estado esperando
a ver si se dormía pero no mejora, en las casas de alrededor no hay a quien
acudir...
–¿Eh?,
¿quién?, Dios mío, urgencias. Quiero decir, uff, sí claro Salmah, perdón, es
que estaba a punto de dormirme, quería decir que hay que llevarlo a urgencias.
Urgentemente a urgencias. Paso a recogeros en cinco minutos.
–¿Vamos
al hospital José?, estoy angustiada...
–Sí
claro, al hospital, a urgencias, no, no ¡al hospital a urgencias NO!
–¿cómo?,
¿No vamos a un hospital?
–No
Salmah, las urgencias del hospital son para los que están a punto de morir ..¡oohh
perdón!, quise decir muy muy graves, o para los que pueden esperar en la sala más
de 24 horas reventando de dolor. Para los que están bastante graves o solo muy
graves es mejor el ambulatorio de las Albarizas.
Y
nada más colgar el teléfono me di cuenta del lio en el que me acababa de meter
sin ayuda de nadie.
Pero se iban a enterar, todo tiene un límite, sí señor, iban
a masticar el glamour polvoriento de los veranos de Marbella, iban a
experimentar de primera mano la elegante acogida en la recepción de un
auténtico cinco estrellas gran lujo, si señor, el ambulatorio de las Albarizas
a las tres y media de la madrugada, en la oscuridad agonizante de un desahuciado
mes de julio, con las chicharras escondidas en los árboles y lanzándose
mensajes de desesperación, un barrio con sus jubilados de oro urdiendo a diario
la trama de una vida al límite y afilando con saña las armas de la existencia,
con las nocturnas olas del mar rebotando una y otra vez, rítmicamente, en el
maldito cartel verde de Mercadona. Con la misma cadencia que la naturaleza
impone a los vientos, cinco de levante, tres de poniente y, por fin, uno de
calma.
José
María Sánchez Alfonso
marzo
de 2014