Los veloces
Frecciarossa parten puntualmente, cada hora, de la estación Central de Bolonia con
destino a Florencia y Roma. Pero el pasado 25 de enero, tras un imprevisto de
última hora, el tren de las diez de la mañana salió con casi veinte minutos de
retraso. El asiento 2A del coche de primera clase, reservado todos los viernes,
viajó en silencio por la densa bruma invernal de la Llanura Padana.
Allegro
El barrio Judío de
Bolonia es el lugar perfecto para que un secreto quede oculto para siempre. Y
el Palazzo Bonaccorso parece haber sido construido para que sus enigmas
quedaran perfectamente cerrados bajo llave.
En todos los palacios de Bolonia hay una
habitación que no aparece en los planos, llamada camera separata y
proyectada con tal habilidad que hiciera imposible su localización. Por
supuesto que las cameras separatas tenían un uso inconfesable, como casi
todo en esta ciudad. Bolonia está trazada para ahogar ecos y habladurías, pero
es lo suficientemente elegante para no tapar del todo lo inmoral.
El Bonaccorso pertenecía desde hace siglos a
la Iglesia Católica, y la madre Sofía, de labios apretados y ánimo seco, era la
superiora de la pequeña comunidad de monjas carmelitas que lo administraba.
Convertidas por la oscuridad y el paso de los años en susurrantes fantasmas
cubiertos de un negro polvoriento, controlaban metódicamente el palazzo desde
el sórdido subterráneo del edificio.
Entre el asfixiante aire del sótano y la
vetusta luminosidad de arriba, donde estaban las habitaciones del padre
Ettore, había un patio renacentista de piedra rojiza, un salón de actos donde
practicaba el Coro de niños de Santo Stefano, y la capilla con cristaleras
emplomadas orientadas a la lateral Viale dalla Ocultazzione. El primer y
segundo piso del palazzo eran un enjambre de dormitorios espartanos, de techos
altos, corredores en disposición caótica y sin iluminación natural, e innumerables
puertas que abrían a más pasillos, escaleras, recodos y rincones inútiles.
Esos dos pisos estaban ocupados por un
selecto ejército de 120 niños de entre diez y dieciséis años de edad, pertenecientes
a la élite de la ciudad docta e grossa. Eran los hijos de las influyentes
familias de la ciudad; médicos, abogados, notarios, políticos o comerciantes.
Andante
La cocina, después del amanecer, cuando los
niños ya han desayunado y se dirigen al coro, es un continuo ir y venir de hábitos
y murmullos, actividad incesante y temerosa, resonancia de platos y cubiertos
metálicos, grifos que gotean hasta la extenuación, un vaivén de puertas y
pasillos.
-Hermana Lorena, tengo miedo...
-No es miedo, son temores de novicia, tú reza
en silencio mientras lavas los platos.
-No hermana, siento el miedo, en este
edificio ocurren cosas...
-¡Por Dios!, ¿quieres bajar la voz? –la
hermana Lorena se santiguó.
-Tú lo sabes mejor que yo, ya llevas más de
tres años aquí. –Francesca no apartaba la vista de los platos y del agua helada
del fregadero.
-Yo no sé nada ¡y baja la voz por el amor de
Dios, que en este sótano se oye todo! –Lorena corría cada vez más nerviosa,
llevando platos y cacharros, colocándolos en las alacenas para la siguiente
comida.
-¡Tú también tienes miedo!, ¡no lo ocultes!
-¿De qué iba a tener miedo yo, hermana? –al terminar
de decir eso le vinieron a la cabeza imágenes monstruosas, inconcebibles para
su idea del mundo, un estremecimiento le recorrió el cuerpo y tuvo que
agarrarse al borde de una mesa para mantener el equilibrio.
-De todo, miedo de todo, de los pensamientos
que se oyen cruzar el pasillo de madrugada, de las ratas que viven en este
sótano y de las que entran de día con traje y corbata por la puerta de Via
dell’Inferno...
-¡Hermana, te condenas! –y rompió a llorar–
¡tu boca es la del diablo!, ¡ciérrala!
-¡Tú lo sabes, como lo sabemos todas!, de
lunes a miércoles vienen esos hombres a ver al padre, ¡la madre Sofía les abre
esa maldita puerta! Y el chofer me ha contado que el padre Ettore viaja a
Florencia todos los viernes –su tono de voz ya era un susurro, apretó el
crucifijo con una mano y cogió fuerzas para terminar– y que allí se encuentra
con un enviado de Roma, de la misma Santa...
-¡¡¡
Qué pasa aquí !!!, –irrumpió en la cocina la voz penetrante de la madre Sofía,
que dejó paralizadas a las dos monjas– ¡¡de qué habláis!!, ¡dejaros de cháchara
y terminar de recoger!
Nocturno
Los
altos ventanales de los dormitorios eran de forma ojival y estaban todos
dispuestos alrededor del patio central. Había muy pocas ventanas en el edificio
que dieran al exterior, dándole un aspecto más de fortaleza medieval que de
palacio renacentista. Carlo Manzzini fue el último chico en incorporarse al
internado.
-Enzo...¿Enzo?...chisss...¿estás
despierto?...
-Es más de la una, estamos durmiendo, ¡qué
demonios quieres!
-Enzo, no puedo dormir, me da vueltas
todo...
-Pues inténtalo, ¡mañana hay misa a las ocho
y media de la mañana! Y coro después...
-Se lo he contado a mi padre...
-¡de qué hablas!, ¡calla y cierra los ojos
que nos van a pillar!
-No puedo Enzo, ya no puedo, le he contado
lo de nuestras visitas al padre los jueves después del coro, la camera separata
de arriba...
-Calla, calla ya, aquí nadie habla de eso,
nadie, no nos metas en líos Carlo.
-Te juro que mi padre estuvo ayer aquí, me
lo encontré, Enzo, ¡me lo encontré!...
-¡Mentira!, ¡duerme de una vez!
-Ayer cuando subíamos del desayuno...una de las
puertas de la primera planta... la que da a las escaleras traseras, estaba
abierta Enzo...
-¡Mentira!, yo también iba en la fila y no
vi ninguna puerta abierta, ¡tú tienes fiebre!
-¡No tengo nada Enzo! Vi a mi padre de
espaldas, justo cuando giraba en el rellano para subir a la segunda planta, lo
llamé, no pude evitarlo...
-Mentiroso, todos sabemos que la madre Sofía
siempre sube con los padres hasta el despacho del Padre Ettore, nadie entra
solo en el edificio y menos por la puerta trasera.
-Yo no vi a la madre Sofía, mi padre subía solo,
iba con traje y un maletín negro...
-¡Claro, todos suben con maletín!, ¡no has
descubierto nada, tonto!, hablan de negocios y de sus cosas...¿de verdad
hablaste con tu padre?
Miserere
“No oigo la ciudad desde aquí arriba, o si acaso es un
taconeo torturador, como un latido siniestro que insiste en rodear el palazzo,
y que no me deja hasta bien entrada la madrugada. Daría mi alma por no oír ese
murmullo que me acosa desde el laberinto de este barrio putrefacto”.
Diviso en toda su profundidad la húmeda Via
dalla Ocultazzione, con sus soportales sucios y sus fachadas de ocres atormentados,
¡con esos oscuros pasajes que comunican con los callejones de la condena! Y la
niebla no se va, esta maldita niebla de la llanura que toma la ciudad en el
otoño, que se posa amenazante sobre mis ventanas, como la suave mano de una
bestia que no me suelta, que no me deja vivir, ni dormir.
El pecado asciende libremente por las
escaleras de piedra desnuda, hasta caer arrodillado sobre mis alfombras. Se
eleva todas las mañanas en forma de canto trenzado por gargantas inocentes.
Música para mi espíritu, que me alivia, y que me pierde. Tiemblo con sus tonos
afilados, como cuchillas que me atraviesan el alma. Y mi único consuelo es mi condena
Rondó
El Lancia negro con
matrícula diplomática reduce su velocidad al entrar en la zona peatonal. Sus neumáticos
se deslizan silenciosos sobre los adoquines mojados. Luciano es un maestro y
aparca impecablemente, con dos giros de volante encaja perfectamente el largo
sedán entre la puerta trasera del palazzo y la señal que prohíbe aparcar.
Esta mañana del 25 de enero se ha adelantado
quince minutos a su horario habitual. “Quince largos minutos”, se dice, “no necesito
más”. Echa un vistazo a la calle, mueve los hombros y gira la cabeza de lado a
lado para relajarse y tomar aire. Desliza la mano por la tela gris del traje, y
al tocar el bolsillo exterior comprueba que todo está en orden. Solo entonces
tira del cordón que cuelga de la fachada y que se disimula detrás de una falsa
placa de mármol, “Palazzo Bonaccorso, costruito nel 1416. Divieto di accesso”.
-Luciano, el padre no está listo...
-Si me lo permite, – e interpuso una pierna
entre la puerta y el muro – el padre me pidió el viernes pasado que hoy lo
recogiera antes.
- Tendrá que esperar, no puede subir hasta
que no me avise el padre, ¡Luciano!...
- Hay que hacer una parada antes de la
estación central, necesitamos quince minutos –para entonces ya tenía todo el
cuerpo dentro.
- ¡Luciano!, ¡espere aquí abajo, se lo
ruego!...
Pero él ya no la oye, su respiración se
acelera. Gira por el pasillo que lleva a las angostas escaleras traseras del
palazzo. Luciano suda, sube ya los escalones de dos en dos, ahora tiene prisa.
Siente como le late el corazón. Siempre termina sus trabajos. A pesar de la
maldita madre superiora. Baja el ritmo en el rellano de la segunda planta,
necesita tomar más aire. Le asalta un pensamiento, se debe a la familia
Manzzini. Todo lo que es y tiene se lo debe a la familia. Se encuentra la
puerta sin cerrar, solo tiene que girar suavemente el pomo y ya está dentro del
territorio prohibido. Recorre las estancias como un tigre hambriento que ya
huele su presa. Hasta llegar a la torre, el despacho.
Y allí está, apoyado en el alféizar de la
ventana, contemplando su ciudad. El grueso maletín de cocodrilo ya preparado a
su lado. Luciano tose falsamente para hacerse notar y el padre Ettore dalla
Vedova, sorprendido, gira lentamente, ”Luciano...”.
Cantus Inaequalis
Fue un largo abrazo, metálico y silencioso. Ese
viernes, el Coro de Santo Stefano quedó ahogado por un canto agrio. Y por la
fachada del Bonaccorso resbaló densa la agonía.