Dicen los que asistieron que fue la despedida más bella jamás vista, que Don Manuel Agustín ordenó que buscaran el balandro más hermoso de la bahía, que se dispusiera de las mejores cintas y flores para engalanar el muelle y que localizaran a todos los músicos de la ciudad y pedanías de los alrededores para que tocaran la música más alegre jamás escuchada. Y que se diera aviso a la población de que a la mañana siguiente marcharía el Ingeniero Mullingham. Don James Albert Mullingham, Jamie para la familia Heredia.
Y
así fue que la mañana del 27 de junio, la mañana más triste, fue también la más
luminosa y alegre, y el balandro azul cielo soltó amarras del puerto aún por
terminar. Empujado por una suave brisa de levante, navegó lentamente esta
esquina del Mediterráneo, con Jamie soñando en el, hasta Gibraltar, donde un
mercante de metal surcaría por fin el océano gris, hacia su Isla grande de
acantilados blancos.
Y
dicen que en el muelle solo una persona, la segunda hija de Don Manuel Agustín, rompió
el silencio llorando. Pero esto ocurrió mucho después. Tres años después de que
el joven James, el tercero de los siete hijos de los Mullingham de la pequeña localidad de Worthing al oeste de Londres, el apuesto James de 23 años, espigado y
listo, de ojos azul claro, se graduara como Ingeniero. El único de los hermanos que pudo ir a la universidad para volver, todo un acontecimiento en Worthing,
con un título firmado por la casa de su Majestad, “Mr. James Albert Mullingham,
Industrial Engineer by appointment of...”
James
se trasladó a Bristol buscando alguna empresa donde empezar sus prácticas y
poder situarse como ingeniero en esa ciudad floreciente por el comercio
marítimo. Al poco de establecerse fue avisado por un comerciante de vinos de Oporto
y Málaga de que un rico burgués de esta última ciudad mediterránea buscaba
ingenieros para montar los primeros altos hornos de su país. James, el soñador
James, firmó los contratos para embarcar hacia España y empezar a cumplir
sueños. Se haría cargo del montaje de una ferrería, llegaría a dormir las
noches dulces del sur.
El
destino se hizo visible ante sus asombrados ojos después de cinco largos días de
mar, cuando entraron navegando por la desembocadura de un rio de trazos verdes,
con las riberas cubiertas de cañas e higueras, y su boca se abrió en gesto de
sorpresa al ver un monte altivo, de roca blanca, que parecía someter a un mundo
plácido.
Los
primeros meses pasaron con tal rapidez, dirigiendo equipos de obreros, haciendo
encargos de materiales y maquinaria desde Inglaterra y desde el norte de
España, dibujando y trazando los planos de rampas, muros, estanques, conductos
de aire, caminos desde la sierra, y hasta de la pequeña vía férrea para el
transporte en vagonetas de los macizos lingotes de hierro.
Un
anochecer tibio de verano consiguió tomar de la mano a Victoria, justo cuando
el silencio de la finca de la Concepción se rompía en un crepúsculo violeta. Y
serían las diez de la noche cuando Jamie dio un brusco giro de dirección que
casi la hizo caer a ella y que provocó un revuelo y crujir de chinarros;
decidió volver sobre sus pasos por la avenida de palmeras que llevaba desde la
ferrería y su enorme chimenea hacia la mansión de la familia Heredia. Quería
enseñar algo a Victoria, en la fábrica, algo que debía saber ella. Cuando llegaron junto al muro le pidió que
se agachara, lo cual provocó la risa de Victoria, “otra ocurrencia del
inglesito”, pensó, “no lo haría ni loca si quedaran obreros por los alrededores,
o si sospechara que andaba aun por aquí el capataz de mi padre”.
Le
pidió que se levantara un poco la falda para no mancharse y para estar más
cómoda en cuclillas, esto escandalizó a Victoria, y se resistió.
–
¡Jamie!, ¿pero qué quieres?, ¿qué es
todo esto? –Victoria se sentía muy incómoda y no acababa de creerse lo que
sospechaba.
–
Hazme caso mujer, tranquila que no te
voy a hacer nada, por favor levántate un poco las enaguas y agáchate aquí mismo,
junto al muro –acercó con su mano izquierda la linterna de aceite para iluminar
la base de la gran chimenea.
–
¡Pero estás loco!, Jamie, aquí no se ve nada,
es de noche y como nos descubran nos metemos en un gran lio.
–
Escucha, malagueña orgullosa, te tengo
que enseñar algo que solo tú y yo vamos a saber, tú y yo nada más ¿es que no lo
entiendes?, por favor ¡hazme caso! –y cuando ella se agachó, él se puso a
limpiar los ladrillos de la base de la chimenea con la mano derecha, les quitó
el barro y apartó malas hierbas hasta hacerlos visibles.
–
Jamie...ese ladrillo...
–
Sí, todos los ladrillos son rojos,
oscuros, ¿los ves?, menos este de aquí abajo que es más claro, de color arcilla
cruda.
–
Un momento, ¿no tiene una
inscripción?
–
Si Victoria, ¿ves cómo no quería
hacerte nada? Jajaja.
–
Esto no tiene ninguna gracia, inglés
terco y pecoso, ¡como nos descubran te juro que te culparé de todo!
–
Victoria, escucha: todos estos
ladrillos rojos son especiales, solo los hacen en mi país, son refractarios y
soportan las temperaturas del horno. Los encargué yo mismo a la fábrica de
Leeds donde los hacen.
–
¡Vaya, ahora me vas a contar que aquí
hay un tesoro enterrado!
–
Por favor Victoria, nos van a oír
–Jamie se llevó el dedo índice a los labios y posó la otra mano sobre el hombro
de ella en un intento de tranquilizarla– este de aquí...el de color arcilla, lo
encargué especialmente. Cuando hice el pedido de los ladrillos yo llevaba aquí
cinco meses y ya te conocía. Supe que pasaría algo entre nosotros, para siempre.
–
Jamie, creo que tengo que sentarme...
–
Victoria, esto no es ninguna broma,
le pedí al encargado de la fábrica de Leeds que hiciera un ladrillo de arcilla
normal, que tenía que mandar aparte, con una inscripción.
–
Bueno, ya me contarás, no puedo
esperar Jamie, por favor ¿quieres desembuchar?
–
Mira el ladrillo, acércate –arrimó la
linterna de aceite para iluminar el muro un poco más– ¿puedes leerlo?, arriba
dice “Mullingham”, abajo Worthing, mi ciudad, más abajo Leeds y
en la línea de abajo...Victoria. Quería que esto quedara para siempre
aquí grabado, entre nosotros, para nuestros hijos...
–
Pero Jamie...necesito salir de aquí,
vámonos Jamie, te lo ruego, necesito ir a casa.
En
los días siguientes no se vieron, o no se quisieron ver. La actividad en la
ferrería era frenética, los pedidos no paraban de llegar y los barcos con
destino al puerto de Málaga no daban abasto. Una tarde, al comenzar la
actividad después de la comida, Jamie estaba dirigiendo a un grupo de obreros
que reparaban el conducto de desecho de la escoria que se producía al fundir el
metal, al incorporarse se tropezó con uno los trabajadores y perdió el
equilibrio, cayó al terraplén justo al lado del conducto de la escoria y fue a
caer a las vías de las vagonetas, las vías que él mismo había diseñado. Con tan
mala suerte que en ese momento bajaban del horno cargadas de hierro. Fue
arrastrado varios metros a lo largo de la vía y finalmente aplastado bajo la
segunda vagoneta.
Don Manuel Agustín de Heredia dispuso con una señal de su mano que empezara a tocar la banda,
y el majestuoso balandro azul cielo soltó amarras en la mañana más triste, pero
más luminosa e inolvidable para los habitantes de Marbella, llevando al Ingeniero
Mullingham en su último sueño por esta esquina quieta del Mediterráneo. James,
Jamie, navegaba ya hacia su Isla grande, blanca.
(Nota del autor: Hoy,
domingo 27 de abril, recorrí el camino de grava de la Concepción, en un
silencio solo roto por el rodar de mi bicicleta sobre los chinarros. Llegué hasta
la ferrería por entre las mismas palmeras que dan sombra al camino, rodeando la
mansión. Y allí estaban, la chimenea, el ladrillo con la inscripción y el gran
árbol, un níspero altivo y orgulloso, quién sabe si plantado por ella después.
Uno, dos y tres, el escondite inglés.)