martes, 3 de abril de 2012

6

Abrazada con el albero y la cal, es la vieja de la Calle de los Zócalos Azules. Apretada entre fachadas falsas, con un sol que se posa sobre sus tejas a dormir la fría siesta de marzo. La número 6 le hace frente a la tarde, y hablándose estaban cuando yo me senté. Con un alero tonto, del que cae un trocito cada mañana, desde hace más de cien, con un portón que es tan simple que no se deja ver de pura timidez, una sola ventana enrejada que lleva años de charla con un naranjo enano que no quiere crecer, para tenerse frente a frente. 

Un pensamiento me asalta, con el sol ya de lado y el viento entrando envalentonado por la esquina de abajo,  relleno mi libreta de sensaciones volátiles, mientras los niños me miran , mientras espero pacientemente a que salga una vieja o un viejito con sombrero pero lo único que pasa son palomas cojeando, un obrero y una pareja adolescente discutiendo tanto que al final de la calle ya no son nada.

La tarde por fin se aclara. La calle impone su silencio a dos turistas solitarios que buscan algo que mirar mientras el sol atraviesa limpiamente el naranjo y este me lanza su azahar, yo cierro los ojos para olerlo y pensarlo. Se oyen más gritos de niños que salen de rezar, de cerrar los ojos como yo, con sus padres de la mano. Miro el azulejo blanco con el nº 6 pintado a mano, lo apunto en mi libreta, solo hago un gesto para levantarme porque ya se está yendo el sol. 

Los zócalos se vuelven violeta al unísono, juegan con mi memoria porque son así, es para que vuelva a escribir delante de ellos, para que señale al alero con mi lápiz, para que mande recuerdos a la plaza con el viento de la esquina. La puerta se abre cuando ya casi no hay luz que ilumine la figura, pero escribir me cura del no poder ver, si es un viejo o una sombra.
Y el naranjo ya no huele. Pero volveré.

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