sábado, 31 de enero de 2015

Soledad (3) Volver al sur

                                            Los cinco ríos verdes
En el viaje hemos cruzado cinco grandes ríos. Han sido mil kilómetros, dos llanuras sedientas que no te dejan escapar y cinco ríos verdes y anchos. Soledad parece quedar en el pasado remoto y sin embargo Fomo nos despidió hoy mismo al amanecer. Fomo. Acabamos de cruzar el quinto río y tenemos que conectar el aire acondicionado del coche, que ahora corre en paralelo a una eternidad de olivos. Fue solo hace unos días cuando me lo encontré sentado, serio y solitario, en un banco de piedra en la oscuridad de los soportales de la iglesia, con la mirada perdida en la profunda sinrazón del valle. 
Fomo. Quise saber qué significa. Desde el día en que recibí su primer correo sentí curiosidad por ese nombre, ¿no es de Soledad tu nombre, verdad Fomo?, sin embargo tú sí pareces de aquí. Escucha José María, los del sur sois muy raros, siempre vais en busca de lo desconocido, lo queréis saber todo, queréis respuestas a lo que no entendéis, se os va el tiempo intentando fisgonear lo que estarán haciendo los demás, y todo para removeros de rabia callada una vez descubierto, frustración de no haberlo hecho vosotros antes, por querer ser el otro. En el sur el otro quiere ser tú y tú quieres ser el otro. Y os empeñáis en cruzar los cinco anchos ríos y las agrietadas mesetas, en pleno verano, para llegar a la Soledad, pudiendo tenerla allí mismo, en el borde mismo de vuestro plácido espejo. 

                                       Fomo y los ingleses
 Unos ingleses que vinieron a la aldea hace unos años me explicaron que significa mi nombre. Vinieron a Soledad cruzando las Montañas Ignotas, desde sus mundos de lo Olvidado y de la Impaciencia, más al norte. Cuando llegaron aquí estaba todo de blanco, y la nieve esparcía su silencio, primero por las noches y después cubrió cada día de la semana, uno a uno, incluso el cielo se hizo blanco. Y en el poco idioma que compartíamos me dijeron que venían buscando un sitio sin cobertura. Solo a la tercera chimenea conseguí entender que era la cobertura, internet, los teléfonos móviles y lo de las redes sociales. Idoia sin embargo nunca lo ha entendido. No lo necesita, con las manos resguardadas en su delantal, refugiada detrás del mostrador, siempre cae la tarde para ella en la penumbra del colmado, mírala José María.
Me explicaron que venían huyendo de la plaga que asolaba su mundo, el FOMO. Buscaban el aislamiento, venían enfermos de fomo. La locura que les ha entrado de querer ver lo que hacen los demás en cada momento, de mostrar al mundo la vida de uno hasta el más inútil detalle, la adicción a no perderse nada de lo que pasa ahí fuera, obsesión por estar  a la vez en todo y en todas partes. Fear Of Missing Out. A la quinta chimenea fueron ya capaces de contemplar callados, sin moverse, como caía lenta la nieve al otro lado de la ventana. A la sexta se quedaban dormidos frente al fuego con sus libros cerrados sobre el regazo. La segunda semana me los subí al hayedo de plata. Y allí lloraron rodeados del silencio del bosque. Como lo hice yo el día que la Idoia se me quedó callada y con las manos en el delantal.
  
                                                     Calles de olivos, colinas de almendros
Ya hemos dejado atrás los grises olivares y sus calles de perros perdidos, y estamos atravesando las colinas de almendros. Los almendros son los grandes solitarios del sur. 
Para mí volver significó siempre un largo viaje hacia el sur, un retorno al ajetreo y a la vida, un viaje por el tiempo, dejando por las ventanillas el paisaje del pasado, las caras asustadas de los familiares del campo, las pesadas manos surcadas de tierra diciendo adiós.  Volver lo fue siempre hacia un territorio bordeado por el límite azul oscuro del mar en un extremo y la espuma blanca de la ola cercana. Ahora ese viaje es un paseo lento y en blanco y negro al pasado. Un paseo que se repite con frecuencia y en el que redescubro rincones tragados ya por la memoria, las palabras que ya no se usan, la antigua casona de la familia, gentes que permanecían en la oscuridad y que por segundos consigo rescatar. Incluso animales que quise, caballos y perros; Española la noble yegua alazana y Duque mi setter irlandés.
Recuerdo el cambio repentino del tono de voz de mi padre al sobrepasar el último puerto de montaña después de tantos kilómetros de curvas y carreteras en mal estado, “niños, ya se ve el mar y la catedral, ¿lo veis?, mirar el puerto”. Y los cuatro, en el apretado asiento de atrás, gritábamos al unísono “¡siii!”, aunque tuviéramos que alzar las cabezas por encima de los asientos delanteros para atisbar solamente más campo amarillento, montañas calizas y mas curvas hacia el horizonte.

                                 Autopista de peaje
La máquina escupe nuestra tarjeta de crédito y levanta la barrera, ahora volver es una autopista de suave pendiente, con enormes camaleones que enseñan la lengua pintados sobre la roca, con túneles y viaductos que sobrevuelan las montañas salpicadas de arboles y casitas blancas. Es un peaje hacia el mar, una larga pendiente en descenso gradual y sin altibajos hacia el mismo borde de ese espejo donde vivimos apiñados los indolentes sureños, ese sur en el que los días de calma se refleja el Otro Lado, el de la sempiterna sequía.
En mi vuelta de Soledad este año he visto de repente, alejándose velozmente por el espejo retrovisor, todos esos años pasados en el asiento de atrás con la cabeza vuelta y los ojillos medio cerrados para poder entender los misterios de la vida a esa edad, es decir, cómo se estrechaba misteriosamente la carretera en la que solo hace unos segundos cupo el coche con toda la familia dentro, y cómo se fundía con las últimas casas del pueblo que acabábamos de pasar, hasta desaparecer completamente, carretera y casas tragados por la ventanilla de atrás. 
Fomo. De querer entender todo lo que queda fuera de ti, de querer fisgonear lo que no alcanzamos, ser lo que no somos. De querer saber qué le pasa a ese hombre que anda por la cuneta arrastrando los zapatos y masticando su vida, mientras tú vas apretujado en la banqueta de atrás de un viejo Renault conducido por un padre que después de tantos kilómetros, al pasar la última curva, sonríe y grita que ya se ve Málaga. 
Y allí abajo por fin, de repente, la luz se abraza a un puerto abierto al mundo, el horizonte es brillante y de sal. La catedral de cobre azulado señala a un sol suspendido sobre el Mediterráneo.

José María Sánchez Alfonso. Enero de 2015















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