domingo, 28 de julio de 2013

El Copo (Memorias)

No era por la oscuridad del amanecer porqué temblábamos, ni por el frio de la espera, era la misma impaciencia de pasar una noche oliendo a mar.

Yo sujetaba fuerte y temeroso la mano húmeda de mi padre, y mis ojos cerrados de cansancio querían detener la salida del sol, quizá intentando alargar la madrugada, porque a esa edad todo parecía posible. A los diez años, de tanto gozo, se desconoce la felicidad.

Pero mi padre se mantenía firme y expectante, nervioso gritaba a sus amigos los pescadores que se movían fantasmales por la negrura del agua. Mi padre temía por ellos, o quién sabe si por los que estábamos en una orilla invisible, olvidando que ellos eran gente de mar, y nosotros, sin embargo, solo nos bañábamos en verano.

Y no solo era yo, había más chiquillos que venían a esa playa solitaria. Unos eran veraneantes como yo, y otros, la mayoría, eran chavales del pueblo. Ellos ni temblaban de frio ni se estremecían por lo inexplicable de esa pesca primitiva. Ellos, hijos de los mismos pescadores que daban voces agrietadas desde lo invisible, nos miraban con una chulería de adolescente que atravesaba la oscuridad de la playa.

Con mi mano libre sostenía un cubo azul de playa, y lo balanceaba nervioso imaginando cuantos peces cabrían, y cuantos saltarían de vuelta al mar, a los niños nos darían los chanquetes, pensaba con un hormigueo en el estómago. Mi padre llevaba su enorme cubo de goma negra, en el que metería kilos de pescado, ojos suplicantes de jureles, sardinas o boquerones.

Unos tímidos rayos de luz que parecían lanzados desde detrás del mar trazaban la primera claridad en la oscuridad de cielo, y se marcaba en el horizonte una interminable línea recta que era la perfecta división entre cuatro mundos inabarcables para mí: nuestra orilla, África, el inmenso mar y el cielo estrellado. Recuerdo que ese momento me estremecía, e imaginaba un leve temblor también en la mano de mi padre, entonces la cuadrilla de pescadores emergía de las sombras del agua y sus cabezas se balanceaban al ritmo de unas olas que se hacían visibles poco a poco.

El viento ligero y seco del interior, que había bajado tibio entre las dunas durante toda la noche, se rendía ante los primeros empujes de un levante que venía fresco con el amanecer. Ese choque amistoso de vientos era la señal que todos parecían esperar, mi padre me soltaba la mano entonces, súbitamente, y se iba a ayudar a los pescadores a sacar la red del mar. Dos de ellos, los más corpulentos, tiraban de la tralla enterrando sus pies en la arena con cada tirón, y teniendo que alinearse de nuevo para coger fuerzas y desenterrar los pies. A mí me parecían gigantes que emergían del mar de la noche, de las profundidades. Seres extraños de otro mundo, que daban voces al unísono, como animales puestos de acuerdo por la naturaleza, gritos sin sentido que probablemente habían pasado por generaciones de pescadores de la zona al igual que se transmiten las costumbres, o las palabras que solo se dicen en un lugar, sin explicación posible pero con el sentido que impregna todo lo que viene viajando desde el pasado.

Entonces los chavales nos agrupábamos todos, alejándonos discretamente de la orilla sin que ningún adulto lo pidiera, solamente el Nene, el pescador amigo de mi padre, nos hacía una indicación con un rudo gesto de cabeza y eso era suficiente. Nos retirábamos instintivamente de la enorme red cargada de peces que, lentamente y como un monstruo marino, surgía del mar y se iba arrastrando por la arena húmeda de la orilla. Nos buscábamos unos a otros las caras ocultas por la oscura claridad que reflejaba la orilla y mirábamos luego con asombro el avance pesado y cadente del monstruo, podíamos oír su respiración, porque parecía respirar al roce de la pesada red con la arena en cada tirón de los pescadores. No había comentarios ni palabras, el momento parecía sagrado y eso lo captábamos hasta los más jóvenes. Solamente, otra vez, las voces rítmicas y primitivas de los pescadores, y los ofrecimientos de ayuda de mi padre y otros hombres que vinieron desde el pueblo.

Los últimos en salir del agua eran los más mayores de la cuadrilla, que empujaban el copo desde el agua y refunfuñaban sonidos de viejos cuando las olas que rompían en la orilla los sacudían una y otra vez haciéndoles perder el equilibrio, pero por nada soltaban la red, era como mantener agarrado el orgullo de pescador.

-Y tú ¿a qué vienes con ese cubito azul?, ¿tú no eres de Marbella, no? –me decían con desdén los niños del pueblo.

-Vengo con mi padre.. me van a echar unos chanquetes –les decía sin quitar la vista del cubo, que se balanceaba vacío – no es el primer año que vengo.

-¡A ti qué te van a echar!, ¡si ahí no cabe ni un puñao de coquinas! –se rieron todos a coro, pero yo agarré el cubo con más fuerza.

-Ya he venido varios años y siempre me he ido a casa con pescado, así que...

-Pescado dice, jajaja, se dice pescao niño, ¡pescao! ¡pescao! –se echaron a reír otra vez–, ¿y tú sabes pescar?

 -No me hace falta, porque mi padre es amigo del Nene y él me echará unos chanquetes del copo– dije intentando envalentonarme.

-¡Que nene ni que nene!, er Nene es mi primo ¿sabes?

-Pues mirarlo ahí, está hablando con mi padre –les dije esta vez mirándolos a la cara. Y viendo que yo no me achantaba, se marcharon a llenar sus cubos de agua salada.

La red se deshinchaba de agua poco a poco y aparecía de repente preñada de peces que intentaban escapar desesperadamente de una matanza segura.  Era como una montaña salpicada de plata, una crueldad más de la naturaleza. Pero solo por reflejar la claridad cansada de la Luna, quizá por eso, por morir con poesía, se hacía más sufrible a la mirada.

martes, 16 de julio de 2013

El secreto del Haza del mesón y el falso trinitario



No hay una ciudad más invadida de leyendas y secretos que Marbil-la. A quien le extraña, con cuatro puertas abiertas a los cuatro mundos, mal vigiladas y con un continuo trasiego de gentes de todos los colores, y de calañas y orígenes tan extraños como para desconfiar. Unos entran con productos del campo, otros con bestias y carros, otros blanden cruces y como poseídos van amenazando a diestro y siniestro. Todos se restriegan las ropas en la estrechez de las puertas y en las callejuelas de la al-Qasaba con los marbellíes creyentes que salen en busca de alimento, aire, y también de mujeres que merezcan la pena un suspiro de placer.

La más transitada es la puerta del oeste, de donde sale el camino de tierra hacia Barbesula y a toda África más allá del estrecho. Y a unos metros de esa puerta, junto al barranquillo del espanto, es donde está mi haza, que llaman equivocadamente del mesón. Haza y casa conseguidos con tremendo engaño de viejo musulmán que soy, a la mayor gloria de Aláh, con decreto firmado por la mismísima mano del hijo del demonio, el Rey católico don Fernando. El documento de propiedad, más cinco pliegos con la historia deste secreto, lo tengo enterrado junto al pozo de la huerta y esto es gran verdad y no leyenda ni mentira contada.

Pueden creerlo porque yo soy de quien hablan en Marbi-la los viejos que quedan en las calles oscuras de la Bab ai Bahr cerca del mercado. En voz baja se lo contarán para no avivar la maldición, que ya dura por cinco siglos. Y si prefieren escucharlo de voz humana, busquen al cojo, Manuel, que todavía vive en esas callejuelas.

Les dirá que yo soy Máhdi Ziryáb al-Wafid ibn Lakhoua, hijo de Héla y Anís, hijo de Lakhua el hayy de la alquería del Daidín del Guadaiza, nuestro paraíso en esta tierra, aldea que mandó quemar la esposada del hijo del demonio, la reina Doña Isabel, desde su estancia de Ronda. Pregúntenle al cojo cómo es posible que yo acabara recibiendo de sus majestades cristianas tal casa y huerta de tamaño siendo un moro huido de la persecución. Pues les hará pasar a los cuartos al fondo de su cestería, para contarles la increíble historia de mi regreso a esta ciudad, como falso trinitario recogido por la comitiva de infieles venida desde la capital bordeando penosamente por toda la costa, de cómo casi muerto que me encontraba en el bosque de la Vibora me convertí por arte de birlibirloque en falso monje de los descalzos gracias a mi piel clara y a unas palabras castellanas, cuchillo, sangre y pescuezo, que me enseñó Fáthi el Maryam, un mujannathún, un pobre desgraciado con voz de mujer, que solo por eso fue condenado y marginado de por vida a degollar los corderos de la alquería.

De cómo me incorporé al grupo de trinitarios que venían mandados por su majestad para abrir convento dentro de las murallas, cerca de la Bab al-Málaga, donde bate el viento, donde viví diez años como fraile cocinero. De cómo tuve que escapar cuando se descubrió mi origen musulmán, para malvivir de mendigo , de músico callejero, de carpintero, de panadero, hasta que conseguí montar el dur-al-jaray, el prostíbulo más antiguo de la Marbil-la, y cómo finalmente con trucos y trampas pude amañar los títulos de propiedad del haza y la casa en los arrabales. 

Pregúntenle por qué el portón de madera de la casa quedó atrancado para siempre, y qué venganza preparé a conciencia por haber, el demonio de los infieles, mandado quemar mi paraíso, y de cómo cayó la maldición sobre la huerta y por toda Marbil-la, como una daga queda clavada en un corazón. Maldición que dura ya cinco siglos, ¡y otros cinco más que ha de durar!

Pregunten por qué nadie se ha atrevido todavía a abrir el portón ni acercarse al pozo. Busquen al cojo y prepárense para escuchar.

Hay leyendas y secretos, sí, las hay basadas en historias reales, documentadas o no. Las hay que son pura anécdota, la mayor parte inventadas, y las hay creadas por mentirosos compulsivos que manipulan a sus vecinos al ritmo de sus patrañas. Pero también las hay reales, tan ciertas como que he vivido yo, Máhdi Ziryáb al-Wafid ibn Lakhoua, hijo de Héla y Anís, hijo de Lakhua el hayy de la alquería del Daidín del Guadaiza.