jueves, 23 de agosto de 2012

Y después, el Otoño


Nos sentábamos frente a frente en el borde del muro pintado de cal, entre dos enormes tiestos de geranios, un pié al aire y el otro sobre el terrazo. A pasar las últimas tardes de verano. La cancela abierta a nuestro lado, el terraplén polvoriento, el camino entre arenas y retamas, y al final la orilla.

Los días ya no eran iguales, el aire era más ligero, ya no estaban los primos de la ciudad, solo quedaban la abuela y su amiga inglesa que solía venir a España algunos veranos. Paquita la criada barría sin ganas la terraza.

La casa se quedaba vacía, abajo la playa callada se alisaba poco a poco, sin pisadas de bañistas. Pasábamos las tardes con miradas a los ojos, nos cogíamos las manos, inventando tonterías sin sentido. A nuestra espalda un cielo limpio y una luz de otoño nos avisaban de un final próximo.

La sombra de la palmera ya era oblicua y larga, ya no se proyectaba sobre el estanque, sino sobre el tejado. Otro aviso más que no nos importaba, a esa edad nada importaba, se acababa el verano y qué, se marchaban todos y qué, quedábamos tú y yo, ignorantes de todo.

Solo una vaga sensación de hacernos algo más adolescentes, los dos con la piel tostada, y los ojos claros. A ti ese verano te salieron pecas y yo me hice un hombre. Y nos atraíamos confundidos de pasión extraña.

Desaparecías entre las dunas blancas, yo te llamaba, la tarde callaba mientras las adelfas nos protegían de miradas. Yo te atrapaba y te cogía entre mis brazos, tú forcejeabas riendo a carcajadas, pero al final te rendías, quedabas atrapada entre mi cuerpo y la arena cálida.

Al otro lado el mar no nos podía ver. Y después, el otoño.

martes, 21 de agosto de 2012

Un lugar, un libro, una mujer.


Se pasea a diario por la Rua de Santa María como sin quererlo, le cuesta avanzar por su empedrado, sabe que al final de la calle tendrá que girar hacia el puerto, y después la Bahía, la ciudad, y hasta la isla entera. Y puedo ver su cara de sorpresa cuando se asoma finalmente a la inmensidad del océano, sabiendo que lo tiene que recorrer todo también.

-Zé, lo acabo de ver asomándose por el campanario de Sao Tiago.
-Pues si corres a la ventana de la sala lo verás rebuscando debajo de los soportales del mercado.
-Lo sé, lo hace todas las mañanas. Pero solo por el lado de los pescadores.
-Claro, no querrás que le ilumine los cuatro costados, él solo aparece por el Este.
-No es por eso, es porque no quiere encontrarse de sopetón con todo el mar. No lo soportaría, lo conozco muy bien. Prefiere ir poco a poco por la parte baja de la ciudad.
-No me extraña que digas esas cosas, te pasas todo el día ahí asomado…..

Me da igual lo que me diga, desde la ventana de la Travessa do Forte lo veo ya de tarde, en el horizonte, fundiéndose en púrpuras oscuros y cielos lejanos, y por el Oeste la ciudad se oscurece en un mar de tejados rojos, entre las torres de Sâo Martinho, Santa Clara y la Sé.

Un día entraré en el bar que han abierto abajo, el cartel de madera dice “Tasca Literária, Dona Joana Rabo-de-Peixe”, sobre las nueve de la noche empiezan a llegar, yo bajo rápido y me hago el tonto apoyado en la puerta de la pasteláría, no pierdo detalle, veo a Dom Joâo Carlos, y después le siguen todos esos escritores vestidos de negro y con sombreros viejos, y hasta la poetisa Dona Arminda aparece con libretas y lápices para repartir ahí dentro.

Cuando ya han entrado todos me subo deprisa a la casa, nunca me pierdo como los acantilados gritan a la línea del horizonte provocando su carrera hacia ese lugar donde los barcos deciden desaparecer para siempre, detrás del mar, aún no sé para qué.

-¿Y este bar por qué se llama así?- le pregunté a un señor vestido de blanco.
-Esto no es un bar, chico, es una Tasca Literária.
-Lo sé, los veo entrar todos los martes por la noche, pero ¿por qué se llama así?
-Es complicado de explicar, ¿a ti qué más te da?
-Zé dice que hay en el barrio una mujer que la apodan la Rabo-de-Peixe, que todavía vive, y que se llama Dona Joana.
-Pues será.

Aburrido de intentarlo, levanto la cabeza y veo una farola atormentada por la soledad, apoyada en la esquina de la albergária, que apenas lanza más oscuridad sobre los empedrados, ya no distingo los negros de los blancos, y su sombra muere aplastada bajo las sombrillas de los bares, los gatos huyen asustados.

-Zé ¿por qué la llaman Rabo-de-Peixe?
-¿y tú por qué no sales a jugar con los demás chicos del barrio?
-Me ha dicho el panadero que la conoce, y que es por el culo tan bonito que tenía, me hizo así con las manos, dibujó una forma de sirena.

Los puedo ver al fondo de la tasca, están sentados en el enorme sofá de piel negra, rodeados de cachivaches, pinturas de africanas desnudas y estanterías con libros. Se lo pasan en grande, proclaman poemas, beben y toman tablas de queso, cacahuetes y cosas así. Se nota que el jefe es el poeta de melena y barba blanca, Dom Joâo Carlos Abreu.

-Pisss, pisss- me llama haciéndome gestos con la mano- entra, sí, tú, ven un momento.
-¿quién, yo?- entro y me tiemblan las piernas, el local está todo oscuro, huele a vino barato y madera, lo tengo que atravesar todo hasta llegar al sofá, que parece que se lo traga todo, hay cuatro escritores metidos en el, por lo menos, más cuatro o cinco alrededor.
-Me han dicho que vienes por aquí todas las tardes, ¿qué es lo que quieres saber?
-Solamente qué tiene que ver la mujer con la tasca, y por qué salís de aquí tan tarde, cantando a voces y atravesando la densa humedad de la madrugada, os veo desde mi ventana. Yo quiero ser poeta como usted.
-Toma este libro, anda, aquí hay historias del barrio, lo acabo de escribir.  

El libro cabe en la mano del poeta, es blanco y se titula Dona Joana Rabo-de-Peixe.

-Zé, ¿Cuándo volverán mis padres?
-Cualquiera sabe.

Entonces me parece que Funchal, que ya es como un cielo negro con miles de estrellas, se sumerge en el océano, y de la oscuridad del puerto salen veleros de papel, a estas horas ya es un puerto fantasma, negro, negro imposible de ver. Los barcos salen en silencio, atemorizados, se alejan de la ciudad, van hacia las Islas Desertas y allí se los traga la noche, el Universo das Memorias.

lunes, 6 de agosto de 2012

Cometas locas de atar


Me siento a tomar notas, bajo una sombrilla azul que parece parte de este cielo intenso. Lo primero que hago siempre al llegar a esta playa es buscar Tanger en el Sur, pero hoy no lo encuentro, ni veo el minarete de la mezquita nueva, lo busco y no lo veo, o no se quiere mostrar. Hoy solo es una raya evaporada sobre la bruma del Estrecho.

La chica morena, parece gitana, recorre esta ensenada interminable de lado a lado, cargada con una caja de poliestireno blanco, cogida en un abrazo a pesar de tener asas, llena de bebidas frías. No deja dormir la siesta con su canto repetido una y otra vez, como un arranque flamenco, intentando provocar la sed. Su canción me engancha de tanto repetirla, y no me puedo concentrar en la escritura al repetirla yo mentalmente.

Hoy nada parece suceder del todo, el minarete no se acaba de ver, la mujer no acaba de vender, el poniente no entra como se esperaba. Ella no parece preocupada, “ya venderé”, dice su cara.

-¿Qué miras de esa manera?
-Solo el horizonte.
-¿Y qué escribes en esa libreta?
-Todo lo que no puedo ver, y tú ¿qué vendes?
-Todo lo que no oyes de mi canción, esaborío.

Se aleja hacia el oeste, se hace más negra en la distancia, se me pierde entre el gentío de la orilla. Su canto deja de oírse ya, “amoha la rica cocacola a la cerveza al agua fresquitaaA, llevo fanta limón fanta narahaaA”.

El viento hoy es cálido, del noroeste, racheado, y va a más, algunas sombrillas empiezan a temblar y una incluso vuela, pero la gente duerme la siesta ahora, por la ausencia de la vendedora, y la sombrilla se pierde en el pinar.

No puedo escribir más, se me cierran los ojos, cuando un golpe de aire fresco me despierta, es el poniente que aparece por el oeste y trae de vuelta el canto del agua y a la mujer detrás, que me parecían perdidos para siempre. Y en este momento surge, doblando por la Sierra de la Plata, un majestuoso velero blanco, con las velas cazando el viento de través, inclinado sobre las olas enormes del Atlántico. Blanco sobre azul, nubes sobre cielo, más poniente fresco, vuelan todas las sombrillas, naranjas, azules a rayas, rojo chillón, en un despliegue de colores.

Aparecen más veleros para unirse a la fiesta, se descorre hacia el Este la calima, brilla la duna de amarillo intenso, y se distingue por fin la mezquita. Quema la arena, quema la madera de la pasarela, quema la mirada de tanta luz, Bolonia me quema y me atrapa a la vez, maldita Bolonia que me quita el sueño cuando no estoy allí.

A mi espalda las ruinas vibran de calor, la aldea se desvanece, pienso que aquí en Cádiz nada importa demasiado, aquí hasta lo importante acaba por sucumbir al viento y la luz. Hay cuerpos desnudos junto a las rocas, esbeltos y brillantes de crema solar, se exhiben con orgullo, sin nada que ocultar. Y al otro lado cuerpos exuberantes, blandos, masas de carne deforme, caen rodando por la duna y acaban tirados sin vergüenza alguna, adobados de arena y sal.

Y se acaba el día lentamente, las cometas silban locas de atar, los perros ladran sedientos junto a la orilla, los granitos de arena vuelan junto a mí corriendo hacia el Sur, agolpados en un caos de Fuerza 6. Cuando por fin un cuerpo conocido, negro abrazado a una caja blanca, cruza mi línea de horizonte, desplegando toda su presencia, desafiando el viento y calmando al mar.

- ¿Qué miras, el pesquero de la orilla?
- No, estoy absorto en el carguero de altamar.
- Pues a mí me fascinan los veleros que aparecen de repente, por Punta Camarinal.

Y siguió su camino por una playa vacía, sin mirar para atrás.