lunes, 28 de abril de 2014

Uno, dos y tres, al escondite inglés

                                                                               



Dicen los que asistieron que fue la despedida más bella jamás vista, que Don Manuel Agustín ordenó que buscaran el balandro más hermoso de la bahía, que se dispusiera de las mejores cintas y flores para engalanar el muelle y que localizaran a todos los músicos de la ciudad y pedanías de los alrededores para que tocaran la música más alegre jamás escuchada. Y que se diera aviso a la población de que a la mañana siguiente marcharía el Ingeniero Mullingham. Don James Albert Mullingham, Jamie para la familia Heredia.

Y así fue que la mañana del 27 de junio, la mañana más triste, fue también la más luminosa y alegre, y el balandro azul cielo soltó amarras del puerto aún por terminar. Empujado por una suave brisa de levante, navegó lentamente esta esquina del Mediterráneo, con Jamie soñando en el, hasta Gibraltar, donde un mercante de metal surcaría por fin el océano gris, hacia su Isla grande de acantilados blancos.

Y dicen que en el muelle solo una persona, la segunda hija de Don Manuel Agustín, rompió el silencio llorando. Pero esto ocurrió mucho después. Tres años después de que el joven James, el tercero de los siete hijos de los Mullingham de la pequeña localidad de Worthing al oeste de Londres, el apuesto James de 23 años, espigado y listo, de ojos azul claro, se graduara como Ingeniero. El único de los hermanos que pudo ir a la universidad para volver, todo un acontecimiento en Worthing, con un título firmado por la casa de su Majestad, “Mr. James Albert Mullingham, Industrial Engineer by appointment of...”

James se trasladó a Bristol buscando alguna empresa donde empezar sus prácticas y poder situarse como ingeniero en esa ciudad floreciente por el comercio marítimo. Al poco de establecerse fue avisado por un comerciante de vinos de Oporto y Málaga de que un rico burgués de esta última ciudad mediterránea buscaba ingenieros para montar los primeros altos hornos de su país. James, el soñador James, firmó los contratos para embarcar hacia España y empezar a cumplir sueños. Se haría cargo del montaje de una ferrería, llegaría a dormir las noches dulces del sur.

El destino se hizo visible ante sus asombrados ojos después de cinco largos días de mar, cuando entraron navegando por la desembocadura de un rio de trazos verdes, con las riberas cubiertas de cañas e higueras, y su boca se abrió en gesto de sorpresa al ver un monte altivo, de roca blanca, que parecía someter a un mundo plácido.

Los primeros meses pasaron con tal rapidez, dirigiendo equipos de obreros, haciendo encargos de materiales y maquinaria desde Inglaterra y desde el norte de España, dibujando y trazando los planos de rampas, muros, estanques, conductos de aire, caminos desde la sierra, y hasta de la pequeña vía férrea para el transporte en vagonetas de los macizos lingotes de hierro.

Un anochecer tibio de verano consiguió tomar de la mano a Victoria, justo cuando el silencio de la finca de la Concepción se rompía en un crepúsculo violeta. Y serían las diez de la noche cuando Jamie dio un brusco giro de dirección que casi la hizo caer a ella y que provocó un revuelo y crujir de chinarros; decidió volver sobre sus pasos por la avenida de palmeras que llevaba desde la ferrería y su enorme chimenea hacia la mansión de la familia Heredia. Quería enseñar algo a Victoria, en la fábrica, algo que debía saber ella. Cuando llegaron junto al muro le pidió que se agachara, lo cual provocó la risa de Victoria, “otra ocurrencia del inglesito”, pensó, “no lo haría ni loca si quedaran obreros por los alrededores, o si sospechara que andaba aun por aquí el capataz de mi padre”.

Le pidió que se levantara un poco la falda para no mancharse y para estar más cómoda en cuclillas, esto escandalizó a Victoria, y se resistió. 
   
      ¡Jamie!, ¿pero qué quieres?, ¿qué es todo esto? –Victoria se sentía muy incómoda y no acababa de creerse lo que sospechaba.
      Hazme caso mujer, tranquila que no te voy a hacer nada, por favor levántate un poco las enaguas y agáchate aquí mismo, junto al muro –acercó con su mano izquierda la linterna de aceite para iluminar la base de la gran chimenea.
       ¡Pero estás loco!, Jamie, aquí no se ve nada, es de noche y como nos descubran nos metemos en un gran lio.
      Escucha, malagueña orgullosa, te tengo que enseñar algo que solo tú y yo vamos a saber, tú y yo nada más ¿es que no lo entiendes?, por favor ¡hazme caso! –y cuando ella se agachó, él se puso a limpiar los ladrillos de la base de la chimenea con la mano derecha, les quitó el barro y apartó malas hierbas hasta hacerlos visibles.
      Jamie...ese ladrillo...
      Sí, todos los ladrillos son rojos, oscuros, ¿los ves?, menos este de aquí abajo que es más claro, de color arcilla cruda.
      Un momento, ¿no tiene una inscripción?
      Si Victoria, ¿ves cómo no quería hacerte nada? Jajaja.
      Esto no tiene ninguna gracia, inglés terco y pecoso, ¡como nos descubran te juro que te culparé de todo!
      Victoria, escucha: todos estos ladrillos rojos son especiales, solo los hacen en mi país, son refractarios y soportan las temperaturas del horno. Los encargué yo mismo a la fábrica de Leeds donde los hacen.
      ¡Vaya, ahora me vas a contar que aquí hay un tesoro enterrado!
      Por favor Victoria, nos van a oír –Jamie se llevó el dedo índice a los labios y posó la otra mano sobre el hombro de ella en un intento de tranquilizarla– este de aquí...el de color arcilla, lo encargué especialmente. Cuando hice el pedido de los ladrillos yo llevaba aquí cinco meses y ya te conocía. Supe que pasaría algo entre nosotros, para siempre.
      Jamie, creo que tengo que sentarme...
      Victoria, esto no es ninguna broma, le pedí al encargado de la fábrica de Leeds que hiciera un ladrillo de arcilla normal, que tenía que mandar aparte, con una inscripción.
      Bueno, ya me contarás, no puedo esperar Jamie, por favor ¿quieres desembuchar?
      Mira el ladrillo, acércate –arrimó la linterna de aceite para iluminar el muro un poco más– ¿puedes leerlo?, arriba dice “Mullingham”, abajo Worthing, mi ciudad, más abajo Leeds y en la línea de abajo...Victoria. Quería que esto quedara para siempre aquí grabado, entre nosotros, para nuestros hijos...
      Pero Jamie...necesito salir de aquí, vámonos Jamie, te lo ruego, necesito ir a casa.

En los días siguientes no se vieron, o no se quisieron ver. La actividad en la ferrería era frenética, los pedidos no paraban de llegar y los barcos con destino al puerto de Málaga no daban abasto. Una tarde, al comenzar la actividad después de la comida, Jamie estaba dirigiendo a un grupo de obreros que reparaban el conducto de desecho de la escoria que se producía al fundir el metal, al incorporarse se tropezó con uno los trabajadores y perdió el equilibrio, cayó al terraplén justo al lado del conducto de la escoria y fue a caer a las vías de las vagonetas, las vías que él mismo había diseñado. Con tan mala suerte que en ese momento bajaban del horno cargadas de hierro. Fue arrastrado varios metros a lo largo de la vía y finalmente aplastado bajo la segunda vagoneta.

Don Manuel Agustín de Heredia dispuso con una señal de su mano que empezara a tocar la banda, y el majestuoso balandro azul cielo soltó amarras en la mañana más triste, pero más luminosa e inolvidable para los habitantes de Marbella, llevando al Ingeniero Mullingham en su último sueño por esta esquina quieta del Mediterráneo. James, Jamie, navegaba ya hacia su Isla grande, blanca.

(Nota del autor: Hoy, domingo 27 de abril, recorrí el camino de grava de la Concepción, en un silencio solo roto por el rodar de mi bicicleta sobre los chinarros. Llegué hasta la ferrería por entre las mismas palmeras que dan sombra al camino, rodeando la mansión. Y allí estaban, la chimenea, el ladrillo con la inscripción y el gran árbol, un níspero altivo y orgulloso, quién sabe si plantado por ella después. Uno, dos y tres, el escondite inglés.)