lunes, 30 de julio de 2012

EL LUGAR DONDE TODOS LOS AZULES


Una ciudad que flota en el océano
Un océano de gente en sus calles
Unas calles que se abren a la claridad
Una claridad que se convierte en todos los azules
Todos los azules inventados
Todos los azules soñados
Todos los azules por crear

Y por imaginar,
Mientras escuchas las fuentes calladas
Perdida en tu laberinto de luz,
De los niños las miradas, de las mujeres el mirar
Marejada del vayven del mar, 
Desbordada de azul.
Plazas en sombra azulada
Olor a café y a sal
Tiendas de todo y de nada
Torbellino de pisadas, sin final.
No hay nada definitivo aquí
Que se acabe del todo,
Todo parece sin terminar,
Sin embargo todo es azul, y las calles mueren en el Mar
Sin querer morir, sin acabar.

Ciudad de azul
Plazas al Mar
Caras de gente
Caleta sin Sur,
Señoras sin edad
Velas al viento
Azul de horizonte
Azul te siento.

Colores tumbados al sol
Salitre para abrazar
Marejada a las dos
Azul, ciudad, soñar.

Veleros por la Calle Ancha
Oleaje de azules por San Agustín
Y en la Casa de las Cuatro Torres
Una marea alta, azul, sin fin.

Corrientes por levante
Brisa fresca pintada, de azul
Playa abierta, ciudad flotante
Niñas guapas, de cara azul, Cádiz, tú.

lunes, 16 de julio de 2012

Ave estival


Bajan a velocidad de vértigo, aparecen sobre mediados de junio, con el calor. Por ese valle de naranjales y ríos ya cansados, como serpientes sin alas, con trazas de azul metal. Silbando como flechas desafiantes, llegan puntuales a una estación de tiendas y cristal.

En verano, siempre en verano, es cuando se presentan esos trenes procedentes de una gran ciudad que arde en la meseta, y llegan cargados de preguntas que viajan en primera, y de almas derrotadas en los vagones de turista, con tarifas de oferta.

Y desembarcan en los 35 grados, divididos ya en dos seres gemelos, que conviven a la fuerza en un cuerpo sudado que se limita a arrastrar enormes maletas con ruedas, trac, trac, trac, por andenes y rampas con aire acondicionado, hasta llegar al taxi de mirada fatal, por las aceras derretidas de la existencia.

Almas vaporosas y húmedas, ellas con pashminas de un naranja intenso hecho a mano en un Nepal lejano, ellos siempre detrás, al borde del andén, como sombras de pena de azul turquesa.

Esas almas que aparecen súbitamente cada junio, que se limitan a revolotear y ondear al viento como banderas cansadas, sin más posibilidad, sin peso alguno, sin edad. Sin mensajes ni pensamientos, sin apenas esencia, solo suspendidas en el aire del sur, tibio por momentos.

Y a pesar de todo sobrevivimos, tomando una gran inspiración profunda, rebatida por escritores de novela negra, una inhalación de aire marino y salado que nos entra con una pureza que quema. Y flotamos durante jornadas de sopor, convertidos en puros espejismos de un desierto metálico que no parece tener final. 

Pedaleamos suavemente y sin fuerza hasta llegar a ese extraño sitio, esa tarde lánguida de calor amarillo imaginario, ese sitio extraordinario con vistas a un océano plano y con movimientos de lana, donde los poros se abren para sudar ese aire retenido en la inspiración de la mañana.

Justo cuando levantamos los brazos queriendo estirar nuestra existencia, es cuando cae, precipitándose sin ruido, desapareciendo detrás de una montaña de vapor, el gran globo rojo exhausto y quemado. Ese es el gran momento de las almas, que ligeras y liberadas, se elevan leves, vuelan como sopladas, vienen y van según el viento reinante, y se reflejan ya sin pesar en una lámina de agua salada.

Y sin embargo, en ese momento imposible pero que siempre llega, cuando el cielo se cubre de diamantes y todo es perfecto, es cuando arriba el último ave de la noche, procedente de la ciudad, en silencio y puntual. Como una gran serpiente de metal, nueve vagones, uno por cada mes de ausencia, de invierno, de paciencia, más una cabeza afilada y letal. Llega cargado de preguntas, sin maletas, que viajan en business class.