Son las cinco de la tarde, ya hace frio y el sol comienza a
caer detrás de las torres de cristal azulado del complejo de la Cancillería,
haciendo que la última luz del día parezca flotar en una huída lenta sobre los
edificios cercanos.
Por fin en Berlín, es doce de mayo de 2011, en hora punta, y
los tranvías atestados de gente hacen retumbar el puente sobre el rio Spree en
su carrera por la interminable Friedrichstrasse. Unos cruzan los bulevares a
regañadientes para morir en el barrio de Kreuzberg hacia el sur, y otros giran al
este, vomitando estudiantes en su ruta hacia la desolada Alexander Platz. De
colores poco estridentes y aún así extrañamente atractivos, son algo alemanes
pensé, un poco ruidosos pero eficientes. Muy alemanes concluyo.
Es mi primera tarde en esta ciudad de vanguardia y
alternativa, vital hasta la extenuación, y tengo una cita con alguien a quien
ni siquiera conozco, que me enseñará la supuesta avanzadilla en experimentación
social, la vanguardia del arte, lo último en la guerra de guerrillas urbanas de
Europa.
No tengo tiempo para detenerme en detalles pero es imposible
no fijarme en el enjambre de bicicletas oscuras y de estilo retro que recorre
los dos sentidos de la avenida, las montan estudiantes en vaqueros y sudaderas,
ejecutivos con labtops en bandolera desenganchados de la droga dura de los
Audis, jóvenes funcionarias con gafas de pasta y largas gabardinas grises que hacen
ondular elegantemente por el frenesí de la avenida. Adelantan a los tranvías,
los rodean con descaro, se cruzan con ellos desafiándolos, y solo se detienen forzadas
por los semáforos. Y por lo que puedo ver alzándome de puntillas por encima de
la multitud, este ejército de bicis engulle cruelmente a los pocos coches que
se aventuran por el centro de la ciudad. El solo pensamiento de los angustiados
conductores camuflados detrás de las lunas tintadas de esos pesados cacharros
tan contaminantes, me hace sonreír.
Acelero el ritmo al cruzar hacia la Oranienburger Strasse,
jugándome la vida en un amago de salto entre dos tranvías, un intento inútil de
sortear el gentío y el tráfico. El Ampelmänn, ese muñequito de los semáforos que
a punto ha estado de desaparecer de no ser por la movilización ciudadana, detiene
el tráfico al cambiar a un verde chillón. Su color favorito desde que el nuevo
ayuntamiento decidió (por la presión ciudadana) que la calle es para la gente y
las bicicletas, y que por tanto el Ampelmänn solo se vestiría de rojo en
ocasiones contadas. Su figura anda de forma mecánica como un dibujo animado
simpático y sin prisas. Solo llevo dos horas aquí y creo que gracias a detalles
como este no te da la impresión de estar en una gran ciudad, hay prisa sin
prisas, tanto movimiento impasible. Ahora el simpático y popular muñeco sonríe también
desde las tarjetas postales, camisetas, posters y toda la parafernalia que se
despliega en las tiendas de souvenirs que invaden el centro de la ciudad. Se ha
convertido, tras un proceso tan absurdo como inevitable, en uno de los símbolos
de la movilidad sostenible de Berlín, y sus ciudadanos lo muestran
orgullosamente como el botín de sus batallas contra los primeros gobiernos de
la ciudad tras la caída del muro y de su lucha contra antiguas formas de vida.
Pero se me hace tarde, mi primer día en la ciudad y ya llego
tarde a la cita con un alemán desconocido en un sitio del que no sé que
esperarme y que tiene el extraño nombre de Kunsthaus Tacheles, y todo por ir
divagando sobre cosas irrelevantes, ¿o quizá sí son importantes? Al llegar a
media altura de la Oranienburger, al pasar bajo la imponente cúpula de la Sinagoga
Nueva, giro a la izquierda siguiendo las indicaciones que llevo escritas en una
hoja doblada varias veces en el bolsillo de los vaqueros. Tomo por un callejón
que se adentra en el antiguo barrio judío, el Berlín Mitte, que ahora es un
barrio multirracial tomado por artistas alternativos, okupas marginales, artesanos
y gentes de variado pelaje y origen. Esto es otro mundo, donde el rio de
bicicletas se atenúa de repente y el rumor de gomas desgastadas rebota sobre un
piso de adoquines de entreguerras, un mundo donde las bicicletas circulan en un
pedaleo con un aire de ausencia, y haciendo sonar sus timbres en una cadencia
más humana, más amable...creo que ya he llegado.
Más de tres mil kilómetros recorridos desde que sonó mi
despertador a las cinco y media de esta mañana en Málaga, tres aeropuertos
diferentes, miles de caras desconocidas, una autopista colapsada de tráfico, el
S-bahn de cercanías y dos veces perdido. Y al tener el destino delante de mis
ojos me quedo sin aire, sin saber realmente que pensar.

Tacheles, que en Yidis significa “hablar claro”, es algo
imposible de describir cuando lo tienes delante, cuando te abre su boca para
que entres, una boca por la que podrían pasar coches y camionetas. La fachada
de varias alturas de ventanales con cristales rotos, de hormigón ennegrecido
por la polución, se impone lúgubre sobre los demás edificios de la calle. Este
antiguo centro comercial construido en 1907, y que llegó a su estado ruinoso
durante el régimen comunista, es un hormiguero de artistas alternativos que
decidieron romper con todas las normas y okuparlo para ofrecer todas las formas
de arte posible al nuevo Berlín; sus esculturas, sus pinturas, su artesanía. Hay
un cine, teatro, música en directo continuamente. Tienen un bar y un restaurante
de comidas ecológicas, un mercadillo en el que venden sus artesanías y hasta un
bar chill out en un solar adosado. En los fantasmales pisos superiores sobreviven
como pueden, sin luz ni agua ya que las compañías cortaron los suministros
básicos hace tiempo. Pero resisten.
Ya estoy sentado en el suelo de tierra del enorme patio
interior de la manzana, alrededor de la fogata hay un círculo de personas que
meditan en silencio, hablan en voz baja o simplemente están absortos en el
fuego.
“Sí, me llamo Michael, pero aquí me llaman Mihi, manía de
los berlineses por hacer giros cariñosos con los nombres de todo lo que se
mueve en esta ciudad. No, no soy alemán, jajaja, aunque te lo parezca, soy
americano, de Oregón, aunque es cierto que mis abuelos eran alemanes que
emigraron a los Estados Unidos, de ahí mi apellido Bauer, pero no me preguntes
cómo acabé aquí”. Y después de esta introducción tan franca y directa se lanza
a contarme la historia de esta famosa comuna, amenazada por la ley del mercado.
“Se habla de grandes cadenas hoteleras y de empresas de centros comerciales, incluso
se rumorea que el banco HSH Nordbank se ha quedado con la propiedad, para que
te hagas una idea: son 20.000 metros cuadrados de terreno en pleno centro de la
ciudad. Aquí hay mucha confusión y me
temo lo peor, la gente empieza a desmoralizarse y nos han conseguido dividir en
dos facciones: los Tacheles EV que han decidido luchar hasta el final y el
Gruppe Tacheles que ha aceptado una oferta muy tentadora (se habla de hasta un
millón de euros) de un famoso bufete de abogados. Sinceramente, yo me levanto
cada mañana pensando que será el último día en Tacheles, que me vuelvo a
Portland antes de lo planeado”.
Al interesarme por lo que hace él aquí me confiesa: “bueno,
soy arquitecto y participé en la redacción del Pan Estratégico de mi ciudad,
Portland. Después me incorporé a la comisión ejecutiva del Plan durante sus
primeros cinco años, me picó el gusanillo de la transformación de las ciudades
en hábitats más sostenibles, más amables para los peatones y las bicicletas, en
fin.. todo ese rollo de la movilidad, ya sabes. La movida de Berlín es muy conocida
allí y siempre me interesó, y al enterarme de la experiencia de Tacheles ya no
pude resistirme. Pero allí tengo a mi familia, mi novia (o eso espero), mis
compañeros de universidad, y sé que volveré, me temo que pronto”.
Después de casi media hora de conversación alrededor del
fuego, Mihi se percata de mi aturdimiento, y propone un café y algo de comer en
el Oranien Café a la vuelta de la esquina. No me puedo negar.
Al salir de Tacheles tengo la vaga sensación de que algo me persigue,
por momentos siento como si un vaho húmedo saliera exhalado hacia la acera
desde los oscuros pasajes que penetran en el interior de los edificios, los
laberínticos patios interconectados que taladran las manzanas del Mitte, los tristemente
famosos “höfe” de la antigua burguesía judía, donde los nazies practicaron sus
crueles cacerías. Necesito salir de este barrio, quiero salir a las grandes
avenidas aunque ya sea de noche, sentir el aire frio de la ciudad pegándome en
la cara. Al pisar de nuevo la amplitud de la Oranienburger Strasse ya sé cuál
es mi próximo destino, Portland, me relajo por fin y disfruto de mi paseo hasta
el hotel por la orilla del Spree, a ritmo de Ampelmänn.
José María Sánchez Alfonso.
Diciembre de 2013