miércoles, 26 de marzo de 2014

Cinco de levante, tres de poniente, y uno de calma


Hacía muchos veranos que no volvía, demasiados ya. Nos conocimos en las fiestas que organizaban en su casa, un palacete de pulcra arquitectura islámica, escondido de forma discreta en el bosquete de eucaliptos de la playa del Rodeo junto a la desembocadura del río Guadaiza, de modo que en sus jardines siempre flotaba el perfume mentolado de estos árboles. Solían llegar desde Marruecos a mediados de julio, huyendo del infierno africano, con un séquito de sirvientas bajitas, de pequeños ojos negros, que no paraban de emitir sonidos guturales en árabe, y que andaban de aquí para allá sin levantar las chanclas del suelo. Recuerdo que la familia venía desde el puerto de Algeciras conducida por el orgulloso chofer de la familia, Abdel, un espigado subsahariano de mirada callada, era oscuro y altivo como la misma noche del desierto.

Rachid, el mayor de los cinco hermanos, amaba Marbella y nunca se me olvidará aquella tarde limpia de finales de agosto en la que, mientras la criadas servían un té verde en la jaima y el sol caía rendido y ancho sobre Gibraltar,  me dijo con la mirada perdida en el oleaje frente al jardín, con ese absurdo romanticismo que nos enferma cuando tenemos veinte años: “José, joder, este debe ser el sitio más bonito del mundo, a donde todos quisieran volver, es el paraíso entre los paraísos. ¿Sabes? en las noches de invierno de Casablanca sueño con este mar verde y ondulante, este Mediterráneo dulce y agradecido, con esta sierra que se eleva sobre el mundo, con estos bosques que llegan a la misma orilla, y me esfuerzo en imaginar las buganvillas trepando por todos los muros de la ciudad”. Incluso pasados esos años de desenfreno juvenil, siguió viendo esto como un paraíso. Y continuó viniendo en verano con su familia en los años de universidad. Su sueño era dejar su país y venirse a vivir aquí, montar un bar en el puerto, o quizá un chiringuito en la playa de moda, el Ancón. Pero la vida a veces se encarga tozudamente de recordarnos que los planes de juventud son solo eso, planes. Y Rachid Ben’Habbad, después de estudiar Economía, y aprender francés e inglés (que sumaba al árabe y a un español más que decente), fue enviado por su padre a estudiar un Master en Administración de Empresas a París, como correspondía a una familia de la élite empresarial de Marruecos. Estaba predestinado a hacerse cargo de la empresa de su familia.

Y pasaron lentamente aquellos lánguidos y felices veranos, que se dejaron penetrar suavemente y con la respiración contenida por el poderoso Nabila, ese yate que hacía su entrada con nocturnidad en el Puerto hacia finales de julio, para hacerse divisar ostentosamente desde la ciudad, en la misma distancia de un cielo, o de un crepúsculo.

No fueron veranos de nieblas ni calimas tibias que ocultaran verdades molestas. Al contrario, el régimen de vientos era tan constante que regalaba a la vista una visibilidad brillante, de metal precioso: y así invariablemente se sucedían cinco de días de levante, tres de poniente y uno de calma, tan metódicamente alternantes que se llegó incluso a rumorear que algún jeque con fondos desbordados había pagado una cantidad secreta de dinero para que no cesaran de soplar los aires, salvo ese día de calma y sopor insobornable que se imponía por naturaleza. Que en octubre ya llegarían los temporales.
Eran tres largos meses en los cuales Marbella, que se estremecía cada final de día en un sueño de lujuria irreprimible, se postraba sin complejos ante los ricos venidos desde todos los paraísos fiscales posibles e imaginables, y ante delicadas realezas que caminaban descalzas sobre las pasarelas de unos yates que quedaban atracados como fortalezas venidas del espacio, inabordables, de una luminosidad humillante.

Fueron los años atravesados de secretos y rumores sobre la familia real Saudí, de los tesoros que esconderían en su palacio, del número de colinas al oeste de la ciudad que ocupaban sus mansiones. Provocadores Ferraris rojo escarlata, despampanantes Porsches 911 azul zafiro, contorneantes Maseratis Quattroporte blanco perla, desfilando  en fila india por los jardines del Marbella Club, la música italiana de moda resonando desde la discoteca al aire libre del Beach, con su pista de baile elevada entre pinos junto a un Mediterráneo que ya a esas horas rugía de placer. Marbella era la irresistible Donatella, o la insondable Renata, gritándome en medio de aquella vorágine: “¡Che idea! ¿Ma quale idea? ¿Non vedi che lei non ci sta?” Y Marbella era yo, devolviéndoles la esperanza de ligar: “¡¿Che idea?!”, entonces Marbella, sí, Marbella, me agarraba fuerte por la cintura y con un beso profundo y maravillosamente húmedo me empujaba hasta el poste central de la pista en su juego de provocación: “¿Ma quale idea? ¡E maliziosa ma sapra!”. Y así todas las madrugadas, de todos los estíos imaginables, hasta caer agotados sobre la arena viendo como un sol ebrio se elevaba tembloroso detrás del pantalán de madera.

Pasaron los años, y hasta las décadas, y los mismos vientos prodigiosamente programados, cinco de levante, tres de poniente y uno de calma. Hasta que una mañana de primavera del pasado año 2013 recibí un correo electrónico completamente inesperado que tuve que leer dos veces para poder creérmelo. Efectivamente, era Rachid Ben’Habbad. Me anunciaba, nada menos, que vendría a Marbella en verano con su familia. En un perfecto castellano me contaba que habían alquilado una casita en las Lomas de la Virginia y que pasarían aquí el mes de julio. Parecía entusiasmado por venir a su ciudad perdida, su paraíso de juventud. Me había encontrado por Facebook, y se moría de ganas de verme, de conocer a mi mujer y mis hijos, de hablar y de contarnos tantas cosas. Me contaba que viven en el distrito V de París, junto a la Universidad de la Sorbona, que está casado y tienen tres niños, y es codirector general de proyectos de EDF (Électricité de France). Le convencí para que vinieran desde el aeropuerto en autobús y así les llevaría en mi coche hasta las Lomas.

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Estación de autobuses de Marbella, lunes 1 de julio de 2013, cinco y media de la tarde. Me fundo en un abrazo con un Rachid de barba muy negra y algunas canas, y con una nariz aún más aguileña de lo que yo recordaba. Sus ojos penetrantes se separaron de mi un instante para observarme sonriente y nos volvimos a apretar en un segundo abrazo aún más fuerte, en un intento de recuperar tantos años perdidos sin saber nada el uno del otro. Un abrazo que enlazó mis hombros, tantos recuerdos, y toda nuestra memoria. Cuando por fin nos separamos me presentó a Salmah, una bellísima mujer árabe de melena cobriza y ojos de color aceituna, y sus tres asombrados hijos, que se alineaban medio escondidos detrás, Hanish, D’ylsha y Mahmad.

–José... no se ve el mar –pronunció pesadamente y con asombro, buscando por el horizonte, fue lo primero que le oí decir después de tantísimos años–, ¿o es aquel trocito azul hacia el este?...
–Rachid, hermano, bienvenido de nuevo a Marbella. Vamos a disfrutar mucho de tu visita, pero esto... esto está muy cambiado.
–Tienes razón, perdón, es que me ha sorprendido estar sobre la ciudad y que no se vea el mar –Rachid recuperó la sonrisa y posó su mano derecha sobre mi hombro.
–Menuda colección de hijos que tienes, no han salido a ti ehhh –su esposa Salmah sonrió complacida y mostró una personalidad arrolladora, encantadora.
–Pues sí José, ¡la verdad es que no me puedo quejar! Y hablando de niños, uno de ellos no puede aguantar más, no hubo tiempo de entrar en los servicios en el aeropuerto y el pobre...
–Quedaros aquí que yo lo acompaño al baño, esperarme en la acera que volvemos en un momento.  

Mahmad, el mayor de los tres, de pelo rizado y ojos muy vivos, dio un paso adelante con cierta urgencia y miró al suelo con timidez. Le atusé el pelo cariñosamente y me lo llevé al interior del edificio, cuando llegamos junto a la cafetería le indiqué cual era la puerta de los servicios. Justo en ese momento, al notar el hedor que salía del interior, recordé el estado en que normalmente se encuentran los servicios de la estación de autobuses de Marbella. A pesar de ser solo un chaval de 12 años no pude evitar sentir cierta vergüenza ajena, pero ya era tarde porque Mahmad entró velozmente hacia los urinarios. Mientras esperaba en la puerta pude contemplar en silencio, y con horror, el edificio –para ser precisos debería llamarse una fría y desangelada nave industrial–; sus suelos sucios, las escasas plantas decorativas muriendo de resignación, la cafetería deprimente y sin apenas iluminación, la pequeña y anticuada caseta de venta de tickets donde –a estas alturas del siglo– no se podía pagar con tarjeta, ni poder consultar en paneles la hora de llegada y salida de los autobuses, ni los andenes que correspondían a cada cual. Y eso solamente en los cuatro interminables minutos que tardó Mahmad en salir, ahora sí, aliviado y sonriente. Mientras lo acompañaba al exterior deseé con todas mis fuerzas que el niño no contara a sus padres como estaban los servicios, y que los padres no hubieran mirado con mucho detalle a su alrededor al salir del autobús. Y volví a atusarle con energía el pelo en un intento de ganármelo.

Los días siguientes tuve que hacer malabares para poder compaginar mi trabajo y las obligaciones de casa con la organización de una excursión a Selwo, buscar una canguro para salir los dos matrimonios a cenar a Banús y varias tardes de playa con las dos familias juntas. Una mañana vino Rachid para tomar café y charlar un rato en una cafetería cercana a mi despacho. Mientras Salmah iba de compras con los niños por el casco antiguo nos pusimos al día de nuestras vidas, progresos, obstáculos saltados, muerte de seres queridos, pero sobre todo muchas anécdotas de los momentos tan felices pasados en Al Maináh, el palacete familiar de El Rodeo. En el trascurso de la conversación Rachid me contó que su Hija, D’ylsha, estaba aprendiendo español en el colegio en París, y que le gustaría leer algo mientras estaba aquí en España. Le gustaría comprar algún libro infantil fácil de leer en español, yo le contesté que no hacía falta comprar ningún libro ya que nosotros teníamos tarjeta de socio de las bibliotecas públicas y podría acercarme a la recién abierta biblioteca a sacar un par de libros para su hija.

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Biblioteca Pública Camilo José Cela, Marbella, miércoles 10 de julio, una mañana soporífera de verano en la que, aun con la luz limpia que despliega la recién llegada brisa de poniente, todavía están pegadas a la ciudad la humedad y pesadez de los insufribles días de un levante que acababa de morir por agotamiento la noche anterior.

D’ylsha, subía las escaleras dando saltos con la excitación propia de un niño que espera la entrada en un lugar desconocido, lleno de libros, y donde podría elegir el que quisiera, ¡y todos en español! Rachid y yo íbamos detrás riéndonos e intentando contenerla. De repente un leve tufo a pescado bajó desafiante por los escalones desde la planta superior: del Mercado. Ese detalle me trajo a la memoria la experiencia que tuve hacía unos pocos meses, cuando llevé dos bolsas enormes llenas de libros que ya no queríamos en casa y pensamos que, antes que tirarlos o regalarlos a cualquiera, tendrían una vejez más plácida, y hasta útil, en la biblioteca pública. Dispuse los libros sobre el mostrador como dos torres gemelas a punto de colapsar, y le dije orgulloso, inocente de mí, que las quería donar, sí señora, ¡los dos rascacielos que tiene usted delante!  Nada, ni el Temido Balbuceo de los funcionarios, ni un intento de mascullar un agradecimiento, solo me regaló un lento giro de ojos hastiados, atrincherados detrás de las gafas de pasta negra de siete euros, de Alain Afflelou.

Ay, pero la niña ya estaba dando vueltas por la Biblioteca, y yo mientras trataba de distraer a su padre contándole que la casita roja que se veía por los ventanales era la Polaca, el bar donde se reunían algunos clubs y asociaciones de la ciudad. Pero Rachid solo miraba al interior, buscando libros quizá. El paisaje dentro de la sala era luminoso, de paredes amplias de un blanco nieve, y minimalista, pragmático, sin posibles distracciones a la lectura. Miento, de vez en cuando había una estantería de madera barnizada y sin una mota de polvo, es una táctica para ahorrar en limpieza, es mucho más fácil cuando no tienen libros. Si, Rachid, créeme, es lo último en bibliotecas públicas, aquí en Marbella los libros se conservan en una sala cerrada con aire acondicionado a una temperatura permanente de 20 grados, en la semioscuridad, y fuera del alcance de la población, y con diecisiete funcionarios vigilando dentro, más cuatro fuera por si acaso. El valor de los libros acumulados por el Ayuntamiento después de tantos años de riqueza de la ciudad es tal –cogí aire– que ha obligado a la alcaldesa a inaugurar un bunker secreto donde se contiene toda nuestra cultura impresa. “¿Y dónde está ese bunker?, debe de ser inmenso...” No se sabe amigo, por eso se llama secreto, comprende que sería una contradicción si cualquiera lo supiera, solo lo sabe la alcaldesa. Si, Rachid, no pongas esa cara, tantos años de inversiones inmobiliarias en la ciudad, de comisiones estratosféricas, de mordidas éticas y galácticas, de tanto turismo de lujo, tantos años de humillación con congresos de cirugía estética Neocatecumenal y de peluquería canina internacional, de festivales de verano a 100 euros la entrada más barata para escuchar a Julio Iglesias un verano sí y otro también. Todo ese dinero, amigo Rachid, ha servido para equipar Marbella a lo grande. Y sin olvidar las donaciones de familias reales árabes de Por Allá, y Petulantes Jeques de Por Doquier, que han sido destinadas al hospital comarcal, “¿Comarcal? ¿cuál?, ¿ese que vimos desde la autovía al venir del aeropuerto?, pero José, si es solo un esqueleto enorme y una grúa fantasmal que cuelga como un espantapájaros gigante, ¡¡Un momento Rachid!!, ¡mira!: ¡parece que D’ylsha ha encontrado un libro!”.

No, por suerte no era un libro, eran solo las tapas; si tú hija decide quedárselo entonces la funcionaria de gafas negras se... “¿cuál, la de Alain Afflelou?” No, no, se llama Luisa. “¿no es Alain?” No, es Luisa. Escúchame con atención Rachid, si tú hija decide quedarse ese libro, que lo dudo porque ha escogido justo el único que hay en la estantería que usan las moscas para practicar el aterrizaje forzoso en verano –aire por favor– y que además es la estantería de colecciones sobre las guerras mundiales distribuidas gratuitamente por los periódicos cuando cayó el Muro de Berlín. Pues te digo que si se decide por ese libro la funcionaria se quitará las gafas, las pondrá sobre el mostrador muy lentamente, y se pondrá en marcha un proceso telemático de burocrática sublimación a la concejalía penitente, la cual, previa consulta instantánea y no vinculante de wasap a la Hermandad de la Pollinica, remitirá la petición al Magno Registro de Entrada de la planta baja para que el ágil servidor de Lo Público le pegue un sello y lo retuitee a su vez al Bar de la Tercera, donde la camarera presionará un botón verde metalizado que se inauguró el año pasado para celebrar el inicio definitivo y fulminante de las obras de La Gran Marina Al Thani, ¿de qué te ríes Rachid?, Rachid, ¿es que no has oído hablar de la Marina Al Thani? Pero si eso lo sabe todo el mundo, ¿es que no habéis oído hablar de ese proyecto en París?. Perdona Rachid, me tengo que sentar, esto es insoportable, se gastaron todo el presupuesto de aire acondicionado en el... “Bunker”, sí Rachid, no Rachid, quiero decir que aquí no nos podemos sentar, no, que ya están las ocho sillas de la sala ocupadas. No Rachid, no, solo ocho no, no seas mal pensado, hay muchas más pero están... “Ya lo sé José ¡en el Bunker!” ¡Efectivamente Rachid! ¡Por favor, vámonos a la Polaca a tomar unas cañas que te tengo que contar lo del carril bici subliminal, y la peatonalización onírica de Ricardo Soriano!

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Al día siguiente no pude ir al despacho, se me hacía insoportable. Después de una noche de pesadillas, de vueltas y revueltas en la cama, me desperté en un estado de sopor calmo y aplastante, ese estado en el que se sume nuestra bahía cuando la naturaleza decide que no sopla más, cuando el Atlántico y el Mediterráneo no se ponen de acuerdo, ese día en el que el único amigo que te cruzas por Marbella a mediados de verano no te sabe decir por qué día del mes vamos, ese día en el que al deambular aturdido por la avenida principal te sobrecoge un Portillo Azul tronando, y tú, al inhalar el humo alucinógeno de Avanza Bus, llegas a creer que bajas descalzo por el verdor de un prado asturiano, o un bosque de hayas, a 18 grados.

Y así ocurrió, que después de caminar feliz durante todo el día por los Picos de Europa y bajar a Ribadesella por la tarde a darme un chapuzón en el Cantábrico, conseguí cerrar los ojos a las tres de la noche, de puro agotamiento. Pero claro, como era de esperar en una buena historia, sonó el teléfono.

–Ehh, ufff, ¿See?
–¿José María?, perdón por las horas, soy Salmah. El pequeño, Hanish, tiene 39 de fiebre y no para de gritar de dolor, se toca los oídos llorando, hemos estado esperando a ver si se dormía pero no mejora, en las casas de alrededor no hay a quien acudir...
–¿Eh?, ¿quién?, Dios mío, urgencias. Quiero decir, uff, sí claro Salmah, perdón, es que estaba a punto de dormirme, quería decir que hay que llevarlo a urgencias. Urgentemente a urgencias. Paso a recogeros en cinco minutos.
–¿Vamos al hospital José?, estoy angustiada...
–Sí claro, al hospital, a urgencias, no, no ¡al hospital a urgencias NO!
–¿cómo?, ¿No vamos a un hospital?
–No Salmah, las urgencias del hospital son para los que están a punto de morir ..¡oohh perdón!, quise decir muy muy graves, o para los que pueden esperar en la sala más de 24 horas reventando de dolor. Para los que están bastante graves o solo muy graves es mejor el ambulatorio de las Albarizas.

Y nada más colgar el teléfono me di cuenta del lio en el que me acababa de meter sin ayuda de nadie. 

Pero se iban a enterar, todo tiene un límite, sí señor, iban a masticar el glamour polvoriento de los veranos de Marbella, iban a experimentar de primera mano la elegante acogida en la recepción de un auténtico cinco estrellas gran lujo, si señor, el ambulatorio de las Albarizas a las tres y media de la madrugada, en la oscuridad agonizante de un desahuciado mes de julio, con las chicharras escondidas en los árboles y lanzándose mensajes de desesperación, un barrio con sus jubilados de oro urdiendo a diario la trama de una vida al límite y afilando con saña las armas de la existencia, con las nocturnas olas del mar rebotando una y otra vez, rítmicamente, en el maldito cartel verde de Mercadona. Con la misma cadencia que la naturaleza impone a los vientos, cinco de levante, tres de poniente y, por fin, uno de calma.

José María Sánchez Alfonso
marzo de 2014









viernes, 21 de marzo de 2014

Blues de la noche loca

Un verso de una vida, ayer
reducto de belleza
de ver salir el sol y solo entonces, saber
que mi suerte sería esa.

No se irá mi gloria
de copas, ni de penas
ni mi voz será ronca,
de alcohol y arena.
No, si antes la Luna flota
naranja y plena
sobre el blues de una noche loca.

Deja que trepen a las ramas muertas
con cielos de luces rojas.
Deja que talen sus lejanías,
porque a nosotros,
tan locos y sin manías,
nos lloverán las hojas

sábado, 1 de marzo de 2014

El lado oscuro de las estrellas

                                                                       


Llega cierto año de tu vida, que no pretendo nombrar porque cada cual esconde el suyo, en el que, para tu sorpresa, ya no buscas más. Te contentas con leer lentamente el presente, como quien observa detenidamente un amanecer, si te hubieran dicho que es el último amanecer.

Intentas retener el tiempo, que dicen que huye, fluye, que dicen que se escapa, como el agua entre las manos del azar. Abrazar, asir la luz blanca y extraña del invierno, esa luz líquida y transparente del norte, tan lejana de nuestra mirada. De nuestras horas azules del sur. Intentar detener con tu quietud unos segundos, unos minutos de la mañana, cuando una avenida normalmente atestada y ruidosa de repente es para ti. Toda, ancha, silenciosa, para ti.

Y el castillo. Siempre ahí pero hoy aún más, con sus incontables ventanas calladas, sin apenas almenas y con torreones en espiral, te impone su negra y gaélica enormidad. Se figura alto y encaramado frente a ti, se encumbra en un dialecto familiar pero ininteligible, con sus giros y tonos grises se alza sobre la roca, húmeda de tanto mar, mar del norte.

Y el tranvía. Que nunca existió, pero que hoy sin avisar fluye por la avenida desierta, como el tiempo fluye, como el agua con la mano abierta. Un tranvía fantasmal y en pruebas, en vuelo bajo entre las aceras, entre tú y las cristaleras. Sin testigos, solo tú y su brillo plateado, a no ser por el otro tú que se reflejaría aterido en los ventanales de la librería. El viento helado, que viene silbando como quien pretende no verte, desde Irlanda nada menos, te empuja suavemente hacia el oeste, y tú, a una edad a punto de cumplir, te dejas empujar, llevar, libremente.


Das un paso, y luego otro, así hasta tres, escondes las manos en el abrigo, encoges los hombros de felicidad, cierras los ojos buscando el lado oscuro de las estrellas, y las cuentas, las amas, todas, a la vez. Y así recorres en toda su longitud la interminable avenida de Princess Street, que hoy es toda para ti, y a partir de hoy solo tuya. Con el tiempo detenido por fin, con el frio atravesado de luz, con la extraña sensación de ser tan feliz, tú, tonto de ti, tan solo buscando el lado oscuro de las estrellas...