sábado, 12 de octubre de 2013

El Gran Salto



Los ferries viajan al vaivén de las corrientes, entran y salen del puerto de Tarifa a un ritmo de tango lento, y estremecen el aire con un bufido hondo de animal marino. Apenas cogen velocidad cuando salen al océano abierto, dejando una estela de espuma revuelta, y se pierden con sigilo por la bruma del Estrecho.

“Mira, parece que no se mueven” me susurra Arturo, que se sienta a mi lado para contemplar los barcos con sus prismáticos. Con solo cinco años y una limpia sonrisa de ojos achinados ha venido con el grupo de adultos a contemplar como miles de aves migran desde el norte hacia el invierno del sur más remoto. La diferencia de edad no impide que nuestras miradas se crucen, y en ese instante hay un destello consciente de sabernos protagonistas, de la certeza de estar sentados en un lugar estratégico del planeta, donde todo parece confluir finalmente, el encuentro de dos mundos diferentes. Venimos a contemplar un espectáculo único en la naturaleza, el Gran Salto.

Es mediado de septiembre, primeras horas de la mañana de un luminoso día con aire de otoño nuevo, y hemos dejado los coches en la cuneta del camino, en una colina con la vegetación exhausta después de tres meses de verano. Ahí fuera hay un silencio estruendoso que nos obliga a bajar la voz. La vastedad del horizonte que se abre a nuestro alrededor es tal que me hace pensar que ya no estamos acostumbrados a estas extensiones de mundo sin urbanizar. Quizá, y solo en la lejanía, esa virginidad se pierde por la presencia de los molinos de viento que, con los brazos abiertos, parecen esperar a un poniente que no acaba de entrar desde el oeste, o por los caseríos desdibujados por la sombra mortecina de eucaliptos derrotados.

Un grupo de personas ataviadas con ropas de campo se refugia bajo un cañizo construido al mismo borde de un montículo. Murmuran entre ellos en diversos idiomas y otean el cielo con reverencia mientras manejan con naturalidad una parafernalia de cámaras réflex, prismáticos, e intrigantes telescopios montados sobre trípodes.
Nuestro guía, Antonio, se lanza entusiasmado a informarnos de las especies de aves que probablemente veamos a lo largo del día. Armado con una guía de aves y una mochila llena de pasión por la naturaleza, nos reúne en círculo para hablarnos de las águilas culebreras, los halcones abejeros, milanos, águilas calzadas, y buitres leonados. Nos describe en detalle cada ave para que luego las podamos localizar en el cielo. Pronto nos trasmite su pasión por estos “bichos”, como los llaman los ornitólogos, de los que habla con una cariñosa cercanía.  Y mientras nos explica cómo se preparan las aves para comenzar el viaje desde Europa, a su espalda, y sin que él se dé cuenta, van emergiendo como colosos oscuros las montañas de Marruecos. Son moles imponentes que parecen flotar sobre las nubes paradas del estrecho. Tras esas montañas, el desierto, y la selva después, espera a las miles de aves que han conseguido llegar a este rincón de la Península Ibérica.

A este lado, contra la extraña negrura del otro continente, se recortan las siluetas de caballos y árboles solitarios, inmóviles, que parecen ser la última señal de vida antes de que este lado del mundo se sumerja en el Atlántico. Produce cierto desasosiego contemplar la vasta soledad con la que esta naturaleza sobrevive sobre las colinas resecas donde muere Europa. Pero nosotros hemos venido a rebuscar el cielo con nuestra mirada, donde ya se agrupan las águilas culebreras con sus cuerpos anchos, alas moteadas y cabezas de color chocolate.
Salen de la nada para formar remolinos de diez o quince individuos, vuelan en espiral para ascender lentamente aprovechando las corrientes térmicas. Aletean cogiendo altura suficiente para después lanzarse a planear sobre el mar. El cielo se va llenando sin darnos cuenta de aves de distinto tamaño y colores; más oscuras cuanto más del norte de Europa.

Hemos pasado de no ver nada a no saber dónde mirar por la repentina aparición de decenas de halcones abejeros que se dirigen con determinación hacia las montañas perdidas del sur, aleteando sobre la costa con una determinación y energía que las hace desaparecer en segundos por el horizonte. Tenemos que manejar los prismáticos con rapidez para poder ver con nitidez a ese numeroso grupo de halcones luchando por mantenerse juntos y protegidos a tanta altura sobre la desnuda inmensidad azul.

Mientras tanto, ajena a lo que ocurre por el cielo, la Isla de las Palomas se va envolviendo lentamente en esa ambigua niebla que avanza liviana y muda sobre el océano. Incluso Tarifa va desapareciendo como una isla amurallada, de la que solo quedan visibles el castillo y las torres de San Mateo y San Francisco. Tánger desapareció ya completamente, tragada por la titubeante línea del horizonte.

Un grupo de cuatro alimoches juguetea sobre nuestras cabezas, cantan y vuelan de forma agitada, caótica, quién sabe si excitados por nuestra presencia.  Exhiben con orgullo sus contrastes blancos y negros, y sus pollos, completamente negros, aprenden a volar recortándose nítidamente contra la claridad del cielo. Antonio divisa hacia las montañas del interior una formación de cigüeñas negras, y parece, por la manera en que habla de ellas, que estas aves eran especialmente esperadas. Aparecen como diminutas motas oscuras en la lejanía, y en pocos segundos son ya más de una treintena de aves majestuosas que con un aleteo cadente, amplio y elegante están ya sobrevolando la calima del estrecho.

“Son como fantasmas, porque aparecen de la nada. Y como fantasmas se van, si no sois rápidos con los prismáticos ni siquiera las veréis pasar, ¡mirad ahora!” y cuando termina de decirlo ya son cientos de aves las que alzan el vuelo cubriendo el cielo a nuestro alrededor en una explosión de vida. Este por fin debe de ser el espectáculo que vinimos a ver, tiene que serlo porque nuestro guía señala ya en todas direcciones con sus dos manos, gira sobre sí mismo tratando de abarcar con su mirada, y hasta con sus brazos, a una Naturaleza que se despliega con todo su poder.

Hacia el oeste, un solitario sol de atardecer parece suspendido sobre la vastedad del Atlántico, y el poniente que gira suave por Punta Camarinal riza el agua de la ensenada de Bolonia, haciéndola aún más verde. Las últimas bandadas de aves se alejan de nosotros, viajando hacia África con una precisa sabiduría animal que les hace saber exactamente el rumbo, les hace volar en grupo para protegerse, sin necesidad de plantearse el por qué de su viaje. Esa misma sabiduría que teníamos nosotros y que estamos enterrando bajo toneladas de tecnología y progreso. Ese mundo sabio, en forma de mancha gris que ondula lenta en el cielo africano, desaparece ante nuestra mirada de asombro, y se difumina hacia el sur aleteando con decisión. Es el Gran Salto.

(Y las aves seguirán navegando por sus océanos de cristal, los peces sabrán que surcan cielos reflejados en su mar, y los hombres... pensarán que cruzan los estrechos, en ferries que bailan tangos con bufidos de animal)

José María Sánchez Alfonso. Octubre de 2013