sábado, 4 de mayo de 2013

Dos llamadas



El azar, ese extraño que caminó junto a ella.

Solo el azar supo como dibujar, con un contorno de sombras, cuatro destinos que no se hubieran encontrado de otro modo, solo las coincidencias pudieron hacer que sus vidas se cruzaran hasta un final inesperado. ¿O fueron esas llamadas?...

La tarde no era la apropiada para estar caminando junto a la orilla. Pese a ser finales de marzo, el Atlántico de Ribadesella era un paisaje abrumador, un hambriento oleaje que nos echaba sus zarpas como una fiera.
La arena se hundía en cada huella húmeda, descubriendo capas más profundas de agua desconocida y extraña en el mismo momento en que nuestros pies se alzaban para dar el siguiente paso. Caminábamos contra un Noroeste que se envalentonaba más conforme caía el sol. Aún así no dimos marcha atrás, porque tú y yo nunca lo hicimos ¿verdad?

Por eso continuamos ese absurdo paseo a ningún lado, tenías tanto de que hablar. Necesitabas contarme lo sucedido en los últimos treinta años, como si yo no lo supiera, y acabamos en el único bar abierto en ese tramo de costa, sobre el mismo acantilado en el que pasábamos las horas muertas cuando éramos adolescentes, tumbados sobre la hierba, con el cielo abajo y el océano arriba.No recuerdo si le cogí la mano pero sí que lo deseé todo el tiempo, casi toda la vida, y ella lo sabía.

Marina ya no era joven y tenía su mirada azul agrietada, pegada al horizonte, mientras intentaba contarme todo con una voz ronca que se confundía por momentos con el rugido del mar y del viento. Pausaba sus recuerdos con desesperadas bocanadas a su cigarro, algo que se había convertido a esas alturas en parte de ella.Yo la escuchaba sin atreverme a mirarla, ni siquiera interrumpirla, porque compartía el mismo paisaje turbulento. Siempre nos atrajo el mar, como a quien le atrae la libertad, y por fin después de tantos años parecía tan nuestro, tan al alcance de la mano.

“Julio y Martín coincidieron desde el primer curso de la universidad, si te acuerdas ninguno de los dos era de la ciudad. Pero la casualidad hizo que sus familias fueran a vivir allí el mismo año, la familia de Julio vino desde León, su padre fue nombrado director de la nueva oficina principal de Correos en la Acera de Recoletos. La familia de Martín, de clase media, vino de Tordesillas a probar fortuna y abrieron la librería de la calle Poesías”.

“Los dos se conocieron al matricularse en la misma facultad, quizá solo querían tener el título para ascender por la escala social presionados por el origen humilde de sus familias. Desde el primer curso de Derecho hicieron una estrecha amistad que los llevó demasiado lejos, compartían muchos intereses, sobretodo la literatura. Sus interminables conversaciones, en esas tardes sospechosamente solitarias, por el Paseo del Principe hablando de sus escritores favoritos, que acababan en esas reuniones del club de literatura en la librería de los padres de Martín, al que tú y yo acabamos uniéndonos, y ahí la vida nos dio un giro total, hasta traernos a este acantilado”.

“El estigma de ser foráneos. Quizá esto último fue lo que más les unía; el sentirse excluidos de esta ciudad. Pero supongo que eso les hacía libres, ¿no?”

“Sin embargo tú y yo teníamos nuestras vidas, incluso la rutina diaria, marcadas por los relojes de la seca sociedad de la meseta, éramos rehenes de la conformidad, de la cómoda existencia encajada entre cuatro avenidas, un parque y el rio Pisuerga. Que maldita comodidad, Carlos, la esclavitud de la llanura. Desde la que soñábamos con este Mar.”

“Y por eso me obligaron a estudiar farmacia, para que la Antigua Botica Bellogín pudiera seguir abierta, sin importarles lo más mínimo si a mí me interesaba la química o las fórmulas, lo importante era el negocio y la apariencia de la familia. ¿Te acuerdas de la habitación donde mi padre hacía sus cremas y experimentos?, el laboratorio nos gustaba llamarlo, era nuestro escondite de las tardes de colegio. A nosotros nos parecía una esquina secreta del final del mundo.”

“Detrás de la rebotica, tú y yo con quince años. Con nuestras hormonas revolucionadas por el olor a cloroformo y alcohol, ese espacio mágico de probetas y tubos de ensayo, todo ese cristal distorsionando nuestros cuerpos livianos. Tú siempre me decías que necesitabas verme allí porque no había luz en toda la ciudad como la que entraba por esos ventanales y se reflejaba extrañamente en las mesas de metal, rebotando como loca en el instrumental de laboratorio. Te transformabas y me lo contagiabas, acabábamos los dos en ese absurdo baile que nos inventamos alrededor de las mesas, ¿te acuerdas Carlos?”

“Sin embargo tú fuiste fiel a tus planes e hiciste la licenciatura en Psicología. Eras el raro del grupo, el rebelde, siempre hablando de los procesos mentales, el subconsciente, el psicoanálisis y esas historias tan raras. Y luego te dio por el yoga nidra, las constelaciones familiares y esas locuras. Por eso quizá te quedaste soltero...”

Ella sabía que eso no era cierto, pero en ese momento empezó a llover con furia y solo nos protegía el endeble techo de plástico de la terraza del bar. El mundo se oscurecía por momentos pero Marina solo se detuvo para encender otro cigarrillo. La furia de la naturaleza no podría detener el empuje de una memoria tantos años frustrada, que ya caía en una cascada imparable. Yo sabía que Marina no podría decirlo, pero a esas alturas ¿qué importaba?, y sin embargo no podría, no podría admitir que se quedó embarazada de Martín después de unas de esas tardes tan intelectuales del club de literatura.

La planta alta de la librería, Marina tenía que hacer memoria. Le costaba recordar, lo supe porque pasaba la palma de la mano repetidamente y como una autómata sobre la superficie de la mesa, con el cigarrillo titubeante atrapado entre dos dedos, mientras bajaba la mirada al suelo, retirándola del mar. Era la Marina obsesiva y ausente que quedaba después de tantos vendavales, el desguace de lo que llegó a ser una fantástica maquinaria.

El edificio número siete de la calle Poesías pasaba desapercibido por su aburrida fachada del siglo XIX, solo se salvaba del desprecio de los vecinos por la remozada planta baja que ocupaba ahora la librería. De la trasera de la tienda salían unas estrechas escaleras que subían a una planta alta polvorienta en la que se apretujaban una pequeña habitación que servía de almacén de libros y oficina y otra habitación algo más grande y menos oscura que tenía un balcón al lateral de la Inspiración. Esa habitación fue siempre un dormitorio y los padres de Martín no se molestaron siquiera en cambiarle los muebles.

“Martín era para mí el sexo, la intimidad, la soledad de esa planta alta, el suelo de madera oscura. Pero tú nunca me perdonaste. ¿Y qué has hecho durante esta eternidad? ¿Venir a recoger los restos a esta playa?”
Entonces tuve que hablar. Porque ella no sabía la verdad de las dos llamadas.

Y tuve que hablar para intentar detener a la noche, que se iba adueñando imparablemente de las dunas, de la terraza, de nuestros cuerpos. Entonces entendí que una vez que la oscuridad fuera completa ya no tendría sentido explicarle nada. Tenía como mucho diez minutos para resumir media existencia y recuperar a Marina. Y después todo quedaría el rugido del océano, el baile de la luna y el eterno vaivén de las mareas.

Marina, ¿recuerdas cuando los padres de Julio tuvieron ese terrible accidente de carretera?, no respondió, pero el movimiento oscilante de su cigarrillo delató el esfuerzo por recordar todo lo ocurrido desde entonces. Una inspiración profunda y en menos de tres segundos se perdió en una nube espiral de tabaco rubio, era su manera de contactar con aquellos años.Fue el verano que yo volví de mis estudios de posgrado en Francia, donde terminé el doctorado en Manipulación de las Fluctuaciones del Subconsciente. Ya por entonces pertenecía al selecto grupo de Seguidores de la Visión Penetrante, los Vipashyana. 

Empecé a tratar a Julio cuando ya se encontraba en un estado muy avanzado de depresión. Comencé con suaves sesiones de Yoga Nidra para explorar su mente, nadé en una primera capa oscilante de pensamientos livianos y flotantes, anclados en el pasado reciente. Fue fácil entrar en la siguiente capa del subconsciente, donde me encontré con una mezcla densa de de celos, traumas dolorosos de la adolescencia y apegos egocéntricos. Necesité varias sesiones intensas de hora y media para poder introducir la llamada. 
En la llamada su madre le pedía, le rogaba más bien, que terminara con su vida en la ciudad y se fuera con ella y con su padre, le explicaba como su existencia en ese lado se hacía insufrible, que lo echaban muchísimo de menos. Le suplicaba que dejara todo lo que estuviera haciendo aquí y se marchara con ellos.

Como era previsible, Julio empezó a deteriorarse a las varias semanas de terminar las sesiones terapéuticas, cayó enfermo gradual e imperceptiblemente, nadie se alarmó. Perdió peso hasta convertirse en un esqueleto viviente. Y después de varios meses de sufrimiento, ¿vas recordando?, falleció en el Hospital Campo Grande.

Marina ni se inmutó, se limitó a encender apáticamente otro cigarrillo, pero extrañamente lo manoseó pasándolo de un dedo a otro mientras se le dibujaba una especie de sonrisa, antes de encenderlo con un lánguido chasquido de mechero.

Con Martín fue muy diferente, él vivía en una sucesión de instantes inconexos, casi caóticos. Un flujo de indomable de pensamientos confusos y agitados que lo torturaban mentalmente y que lo dejaban exhausto al final del día.

Te odiaba Marina, créeme. A ti y al niño que no nació, a tu familia y a todo lo que rodeaba vuestro matrimonio. Atravesar esa superficie me costó muchas horas de prácticas de rotación de conciencias, desapego del Yo, y de forzar emociones opuestas hasta llevarlo al límite de la mente. Pero cuando lo conseguí se abrió la puerta súbitamente a un subconsciente que parecía una habitación desnuda y silenciosa, como una tumba vacía. Me recordó a la planta alta de la librería, donde los ecos ya volvían rebotados desde el dormitorio cuando subíamos por las escaleras. Una habitación sin apenas muebles, oscura y con vistas a un miserable callejón. Y donde ninguna llamada podría permanecer en el aire, acaso permanecer insustancial y efímera, inaudible por el tumulto de pensamientos que inundaban la mente de Martín.

Marina cruzó las piernas en un movimiento brusco, apagó violentamente el cigarrillo con la suela del zapato, dejándolo humeante y mortecino en el suelo de cemento. Levantó la cabeza y por fin me miró a la cara, desafiante y asombrada. Abrió la boca para decirme algo, pude leer su pensamiento, pero en ese momento empezaron a caer estrepitosamente los cierres metálicos de la barra del bar, se apagaron todas las luces y se oyeron voces agrias avisando del cierre. Calculé cinco minutos para el fin.

Después de varias semanas buceando en el oscuro submundo de Martín tomé la decisión, totalmente desaconsejada por todos mis maestros y por los expertos en estas técnicas, de introducirme en la temida tercera capa. El espíritu.

Me temía lo peor. Presentía lo que me podía encontrar al fondo de una habitación tan desolada, un habitáculo completamente a oscuras, sin un resquicio de luz exterior, con el aire viciado por la falta absoluta de ventilación, y muy posiblemente con lo que más me temía: arrinconada en su interior habría una fiera enloquecida por años de encierro. Un espíritu putrefacto y sin posibilidad alguna de recuperación.

Menos de un minuto para que la última brizna de claridad despareciera para siempre detrás de la inmensa negrura del horizonte, y aún tenía que contarle la verdad de la muerte de Martín. Varios días después de terminar la terapia recibió una llamada de la persona a la que más quiso, Julio. Una noche en mitad de un sueño turbulento, Julio le dijo entre sollozos que lo echaba de menos desesperadamente y le confesó que siempre lo había amado con locura. Le imploró que se viniera a vivir con él, a vivir la eternidad.

“Y un día al cerrar la farmacia al final de la jornada me avisaron del servicio de salvamento civil que habían encontrado su cuerpo flotando aguas abajo en el Pisuerga. Algunos testigos lo vieron saltar del Puente Mayor. Ahora empiezo a recordar, ahora lo veo más claro, ya sí entiendo todo Carlos”.

Un estruendo de olas golpeó la base del acantilado haciendo temblar el bar, el miedo nos cogió de la mano y bajamos a oscuras por unas escaleras labradas en la roca. El Noroeste lloraba y nos abrazaba queriendo despedirse. Al llegar a la parte baja la marea alta ocupaba la playa, pero ya avanzábamos entre recuerdos que flotaban, el baile de la luna clara y suaves algas de libertad.

Aún así no dimos marcha atrás, porque tú y yo nunca lo hicimos ¿verdad?


José María Sánchez Alfonso
Mayo de 2013