jueves, 20 de diciembre de 2012

Nyoshul

Me llamaban Nyoshul, que significa el Retiro de las lluvias, tenía 15 años cuando vivía recogido en la Shangha de la pequeña ciudad de Bodh Gaya, en el valle de Mahabodhi, en Birmania.

Era el año 827 y yo me encargaba de la limpieza de las celdas y la cocina, y del lavado de las túnicas, que con el tiempo aprendí a teñir delicadamente de azafrán.

A cambio me daban de comer y podía dormir tranquilamente en un rincón del patio, cogía el sueño mirando a las estrellas.

Un día la paz del monasterio tembló por la llegada de un extraño que no se esperaba. Ante la insistente vibración de la campanilla del zaguán, nuestro Rimpoché salió cauteloso a abrir.

Ante el asombro y silencio de los monjes, apareció como de la nada un hombre extremadamente delgado, y sucio, vestido con ropas de campesino de las montañas al sur del Mahabodhi. Pero sonreía.

Hablaron con él en susurros y, agarrándolo suavemente del brazo, lo condujeron a la cocina, y ya a la tarde le dejaron una alfombra vieja junto al pozo, para dormir. Le enseñé a mirar a las estrellas.

Al día siguiente desayunamos juntos en la soledad de la cocina, solo se oía el canto de los primeros mantras de la mañana. Se llamaba Ghatikara y tenía 42 años. Le pregunté por qué sonreía tanto y por qué vino a la Shangha, me contó.

“Yo era campesino y pobre, tenía lo suficiente para vivir, mis padres vivían en la misma aldea y mi mujer estaba embarazada. Me gustaba escribir poesía antigua, y un día, mientras leía poemas a los niños de la aldea, entraron a robar en mi casa. Los ladrones se llevaron lo poco que tenía, hasta los alimentos y los útiles de cocinar, ni siquiera dejaron los animales del corral”

Ghatikara sonreía. Le pregunté por su mujer. “la mataron también”. Cerró los ojos brevemente pero no le salió una lágrima. Le pregunté entonces por qué parecía contento. “porque me han dejado el Sol durante el día y la Luna en la oscuridad y desde entonces me dedico a mendigar”.

Ese día dormimos plácidamente, el silencio del patio de la Shangha fue testigo de una noche clara, con eco de rezos interrumpidos por la gran campana. A la mañana siguiente le lavé sus ropas, y del fondo de un bolsillo de su pantalón saqué un pequeño papel. Era un haiku:

El ladrón ha dejado atrás,
la Luna
en la ventana.

Desde ese día yo sonreí también.
Nyoshul.

martes, 18 de diciembre de 2012

Inesperada

Al final del pasillo abrió su última puerta, y allí estaba, detrás de la bruma, la Eternidad.

domingo, 16 de diciembre de 2012

Territorio Incrédulo. (Homosexualidad Urbana)


Fue una vida a la expectativa, secretamente enamorado de sus morbosos movimientos, de su rítmica y odiosa vanidad. Pasé días y noches en inútil espera de una señal inocente de correspondencia. Le mandé destellos, de duda a través de la niebla, de reflejos en la calzada cuando llovía, que acababan rebotados en los escaparates de en frente.

Pero él siempre se mostró altivo, luminoso, con esa forzada arrogancia que le daba su popularidad, su facilidad de provocar sonrisas de alivio en plena calle. Sabiéndose poseedor del apoyo del vecindario, rechazaba una y otra vez, con una constancia tenaz, todo intento de acercamiento. Fue inútil, ni un atisbo de guiño, ni un rayito de luz, solo me regaló breves y crueles parpadeos, su orgullo le impedía cruzar ese espacio de fidelidades inquebrantables, que nos separó durante años. “Te crees un iluminado”, me gritaba, atravesando como un eco la nube de polución.

Tiré la toalla el día que, por su culpa, atropellaron a la señora mayor que todas las mañanas salía puntual del Café. Tanta energía gastada, intentando protegerla del intenso tráfico de la avenida, para nada. El agente de policía me señaló con un dedo sucio de nicotina.

El maldito muñeco verde sufrió un desfallecimiento y cambió los tiempos, me condenó cuando más lo necesitaba, y para colmo lo homenajearon regalándole el piar de un pajarito.

Y a mí me sustituyeron por el croar de una rana.

lunes, 10 de diciembre de 2012

la leyenda del Camino de la Media Luna (2)

No era cojo, pero renqueaba, y arrastraba levemente la pierna izquierda. No era mudo, pero era duro de hablar, de lengua árida. Tampoco era ciego, pero era raro verle la mirada negra, solo abría los ojos de noche y frente a la lumbre, como si lo visto en sus ochenta y tres años fuera más que suficiente.

Su difícil lenguaje le venía de la zona de las montañas del norte de la provincia, de donde vinieron sus abuelos huyendo del polvo y del hambre. Hablaba un andaluz arcilloso, con algo de portugués alentejano, mezclado con gemidos roncos que se le escapaban involuntariamente por la boca.

Todos los leños ardían ya, y el resplandor titubeaba sobre la piel de barro de las mulas, así que el Cojo se arrancó a contar. Removiendo lentamente las ascuas como si se tratara de pitanzas para un guiso, y con la mirada clavada en el fuego, comenzó a relatarme la historia del camino.

-Esa Luna estraña tiene maldición, te digo niño –sentenció con ojos de negro y fuego – ya pa’ntonces se dicía que las pessoas no volverían nunca de tanta lejanía. Juhhh –emitió su primer resoplido.

-¿Quieres decir la Media Luna? – me salió como un suspiro.

“Sí, el camino de la Media Luna, ese que sale por detrás da iglesia y baja pal‘río por las marraneras. Por el Cristo de Moclín que ni los animales lo quieren andar, que se les mete frio nas entrañas y reculan p’atrás. Jamás vieras a naidie por ahí, te digo niño. Mis agüelos ya referían de un hoyo que se lo tragaba to: canes, bestias ralas y pessoas enteritas, juhhh”.

-Pero es que alguien de tu familia desapareció por allí?.
-¡Dios no lo quiera señorito! – el Cojo soltó su vara, se santiguó y se le estremeció el cuerpo con un breve temblor que me contagió a mí – ¡naidie de mi familia marchara jamais por ese sitio, por la virgen!, no miente usted esas cosas ni de broma, que aluego ocurren verdaderamente!.
-¿Ycómo lo sabes entonces, Juanillo?

“Pos siempre sa dicío que ese camino llegaba demasíado lejos, que non tiene fin, y que una vez que se cruza la Trampa ya está uno perdío. Que los campos que atraviesa no benefician, de pura pedregosa y matas secas, do nunca gente puso pies ni mirada”.

“Se contaba que lo usaban los frailes d’aquí ha ya muitos siclos pa subir a la ermita da Sierra Perdida, que ya en aquellos tiempos de cristianos no volvían todos los que marchaban juhhh, y entonces ya empezaron las habladurías”.

Por la manera en que el Cojo movía los troncos con sus tenazas presentí que esa historia no iba a ser como las demás que corrían por el valle. Yo no me atrevía a moverme de la silla pero él se sacó un paquete de tabaco negro y se encendió un cigarro arrimándose un ascua con las tenazas, después de una lenta y profunda bocanada, y antes de soltar la humareda, me dirigió la primera mirada. Yo me removí en mi asiento.

“Desapareció muitaa gente por ese camino, jornaleros que se iban a robar ceituna a los olivares abandonados, cazadores en busca de zorzales que se alejaban y se les echaba la noche encima, caballos o canes que se escapaban y se los tragaba el hoyo...ese hoyo de arenas movidizas que puso ahí el mismo diablo juhhh”

“Cucha que te diga niño, tu’scuchao hablar de los Ranranes?, pos eran familia rancia, de cante y guitarra pa llorar, por eso mismito les disían ranran. Sobrevivían como una tribu, en las cuevas altas del pueblo, eran mitad germanos fríos mitad gitanos de algarabía, y lo mismito que te montaban una juerga flamenca subían en cuadrillas a varear olivos, eran duros, os que mais rentaban, pero solo cuando querían, los jodíos”.

“Yo conocí a la Frasquita, la enviuda del Miguelito el Ranran, más güena qu’era la condená, pero dura y carcomía como un jierro de chimenea, y su pessoa misma me lo contó toíto. Cosa triste señorito, pero triste, que naidie quisiera falar desto en la cortijada, que’s la liyenda mas negra que se enrumorea, en’deque desapareció la Frasca nos cayó la helá nel cortijo”.

-He oído hablar de los Ranranes, y del Miguelito, mi padre lo conoció y nos contó cosas...pero nunca que hubiera desaparecido, y su viuda tampoco.... – me desconcertó ese cambio de tema, de la leyenda del camino a la viuda del Ranran... y noté como el Cojo se alteró y tiró el cigarro al fuego con rabia.

-¡Cago’ndios que me he'ío de la lengua, juhhh!, ¡que d’eso non se fala cojo, que te lo tienen dicío!

lunes, 3 de diciembre de 2012

La Leyenda del Camino de la Media Luna

Recién cumplidos los 17 años me dio por vivir despacio, explorar a pie las montañas cercanas, disfrutar con cada minucia inútil que se me cruzara, por tomar notas y charlar con los desconocidos y chalados.


Precisamente desconocidos y gente extraña no faltaban en ese campo quieto y torturado por las estaciones, de modo que de repente me encontré, sin necesidad de viajar, en el paraíso de las historias inventadas. 


Las venía oyendo desde pequeño, así que muchas ya me sonaban, las escuchaba de mis primos mayores durante los largos paseos a caballo. Las relataba el tractorista, el Moro, ese personajillo con piel de reptil y desdentado, mientras revisaba el motor de su tractor. 


También se relataban en esos cuartos desnudos y con pequeñas chimeneas de esquina, que tanto abundaban por la cortijada, y que me atraían poderosamente desde pequeño. Historias de cortijos fantasma, de gentes desaparecidas, de muertos que aparecieron vareando olivos. Eran el tema favorito de conversación de Angustias, la cocinera, con su vecina la Jaima, deslenguada y siempre lista para saltar como una víbora, y otras desoladas viejas de los caseríos más altos, que al caer la noche bajaban como grupos de cucarachas a las casas cercanas al rio.


Yo me solía hacer el ausente, pero estaba atento a los detalles, los nombres, los sitios, qué tragedia, quién murió, a quién se le disparó la escopeta, qué caballo se escapó.


Una noche heladora de enero, eché una mano a Juanillo el Cojo, mientras él recogía a las bestias y las iba repartiendo por las cuadras, yo esparcía paja en el suelo con el rastrillo grande, para que los animales no durmieran encima de las piedras desnudas. De todos los personajes de la cortijada, el Cojo era el más siniestro, el de lenguaje más difícil de entender y el de mirada más nublada.


Entre los dos encendimos la pequeña chimenea al fondo de la cuadra principal, donde dormían las mulas pardas, y recuerdo que me contó la única historia que no he necesitado apuntar para tener que recordarla: la leyenda del Camino de la Media Luna. Recuerdo que me metió tanto miedo en el cuerpo que ni me atreví a salir al patio oscuro a por más leña. Recuerdo que era una noche quebrada y que el valle gritaba su silencio....

domingo, 2 de diciembre de 2012

Juro que es verdad

Hoy domingo dos de diciembre lo he dedicado a un pensamiento, lo he retenido en mi mente disfrutándolo, lo he visto, lo he olido, y creo que incluso he estado allí.

La sola idea me secuestró y me llevó a su gran portón de madera. Crujió al abrirse y un personajillo moreno con una amplia sonrisa salió de detrás, de las sombras del zaguán de lo que parecía un enorme caserón en mitad de la ciudad. Me indicó con la mano y me dijo algo como “adelante, está usted en el paraíso, es todo suyo señor”.

Fue en ese instante que intuí que esa era una idea definitiva, fantástica, surrealista, pero que realizada en ese país increíble atravesaría líquidamente nuestra atareada vida urbana y de aceras paralelas, para empujarnos a una vivencia soñada, pero tal vez más real.

Al cruzar las sombras de la entrada ya estaba sumergido en los primeros momentos de placer, de la nada, del pensar, solo yo y exclusivamente vagueando por el primer patio soleado de esa antigua fábrica de tabacos, con sus plantas de verde oscuridad, con una fuente imaginaria que te quería contar toda la Historia de la ciudad.

Y desde el soñoliento patio entré a la eternidad, al goce más desbordante, a un relámpago de incredulidad, a las cinco bibliotecas mágicas con sus 350 mil libros que te observan mirar, y yo me detengo en el sueño, porque me parece tan bonito que es como flotar en la nada: y nada significa nada, un total vacío, feliz vacuidad, como mirar un mar quieto, como observar incrédulo que su superficie es blanca y púrpura a la vez, y sigue quieto, majestuoso en su amplia Nada.

Pero mi sueño fue real, juro que, acompañado de ese entrañable personajillo recorrí más patios y recovecos, vi el olor de los árboles y flores del jardín penetrando por los ventanales de sus cinco pabellones, que ahora son cinco maravillosas bibliotecas. Me encontraba en una infinita ciudad colonial, y dentro de ella en la más bella librería hecha realidad por la Humanidad: la Ciudadela de los Libros.

Ahora que el domingo se acaba a este lado del Mar, mi felicidad pasajera queda pendiente de concretar, me parece imposible imaginarlo otra vez, es un recuerdo escondido en un bosque a punto de arder. Mi sueño se queda en un momento veloz aprisionado entre pensamientos sin piedad, un chispazo de futuribles proyectos que nunca serán. Pero en la Ciudad de México sí.