lunes, 12 de noviembre de 2012

Punto de No Retorno (2), el Café de las Identidades Perversas


Esa noche cerramos el local con nuestra charla interminable sobre el azar y sus casualidades. Al pisar la acera, con los camareros acechando desde dentro, tú parecías haber entendido algo y sin embargo mostrabas cierta preocupación, inseguridad más bien, en tu manera de caminar. El vértigo, intuí.

No era vacilación, porque siempre fuiste segura, era más bien una perplejidad, una fría agitación en tu cuerpo, una vibración humedecida por el convencimiento de haber penetrado en un saber desconocido a tus cincuenta y tantos años. Tú, que lo sabías todo, entonces pude sentir tu miedo a conocer lo desconocido. El maldito Turning Point que te quise explicar inútilmente.

Mientras andábamos solitarios, mirabas furtivamente hacia los árboles negros, enfurecidos por un aire fantasmal, mientras yo gesticulaba vehemente, inventando argumentos convincentes. Y así fue como salimos del Café de las Identidades Perversas, donde a pesar de todo volvemos una y otra vez, a pesar de ser objeto de afiladas miradas, que se cruzan de pared a pared envalentonadas por esos espejos barrocos que mandó poner el dueño del local, el Canalla.

Ese Canalla que no quiere bebedores lentos, de largos cafés que se enfrían delante de conversaciones intangibles, sobre  asuntos interminables que no pueden ni siquiera cotillear los camareros, adiestrados por el jefe para aligerar las mesas pero no para entender murmullos de poetas, o de intelectuales solitarios. Solo quieren bebedores de espressos, de dos sorbos, a lo sumo tres, vividores y metálicos profetas de barra. 

Ese Canalla oscuro, que se dedica a lo que todo el barrio sabe, que cuando caiga en su abismo, cuando se descuelgue por el vacío de su Punto de No Retorno, nos pedirá lloroso una explicación de nuestra teoría alternativa, porque ya es nuestra y no solo mía. Pero ya será tarde, para él, y nosotros nos daremos media vuelta intentando no sonreír, ni pisar por el borde de ese acantilado resbaladizo.

Ya rozaba la madrugada y una interminable nube negra se arrastraba por las últimas plantas de los edificios de la avenida, figuras esqueléticas de antenas de televisión agitaban sus brazos para llamar nuestra atención, y se inclinaban a nuestro paso intentando captar la lúgubre conversación, para radiarla al amanecer por las ondas gratis de alta definición digital, el mundo feliz de los desheredados.

Entonces el eco de un claxon perdido llegó a nosotros rebotando por escaparates, un coche siniestro con amarillos cromados, un Toyota matrícula de Madrid, se nos paró justo delante. La conductora, de negra mirada y pelo amenazante, alzó una mano, un iphone tembloroso le iluminaba el rostro, y tú entendiste la señal. Ahora o nunca. Te abrió una amable puerta sugiriendo que con ella te salvabas, como siempre hacen las buenas amigas: que a donde ella te llevara no habría sorpresas, todo estaba controlado, todo en orden, el feliz y esperado Turning Point de tu vida, perdona que me ria.

Bon Voyage te desee con un gesto, una mueca de cinismo más bien, y sé que lo leíste en mis labios, temblabas cuando ella bajó el seguro de las puertas. Hasta mañana. En el Café de las Identidades Perversas.  

sábado, 10 de noviembre de 2012

Punto de No Retorno / Turning Point.


El local oscurece lentamente, no se está haciendo de noche, simplemente se cubre el cielo de una capa gris y espesa que amenaza tormenta. La actividad fuera es frenética, parece que la gente, al oler la lluvia que se acerca, se mueve más aprisa.

Dentro se encienden las luces y se crea un ambiente que cubre como el polvo a los pocos clientes que permanecemos dentro, y la superficie de cristal de las mesas se hace mate. Del exterior se cuela, a través de la gran fachada de cristal, una luz amarillenta de farolas insomnes.

Y tú y yo hablamos del Punto de No Retorno, o mejor el Turning Point, mi última teoría existencial. Te la explico y no te convence, no me extraña, tú viniste a este bar a beber, no a escuchar teorías filosóficas. Pero el azar ha hecho que nos veamos en este café donde las historias de Paul Auster se elevan sobre el ruido de copas y conversaciones banales.

“El Punto sin Retorno”, te insisto, tú asientes y miras hacia la calle buscando identidades usurpadas, en esta ciudad sin identidades. “Entre los 40 y los 50 años de edad”, pero tú giras la cabeza buscando los ruidos de la calle, la oscuridad que trae la lluvia te atrae poderosamente. Sin darnos cuenta el café se va llenando de solitarios cronocopios y famas cargadas de ego. Entra la Maga y el ruido se rompe en un instante de silencio, ahora son los vasos, voces y risas con ecos los que explican mi teoría.

Ni tú, ni el público, os creéis ya nada, aquí cada cual lee sus propios relatos, tú enlazas tu vida con desconocidos y yo continúo con mis teorías inexplicables. “Cuando se alcanza el Turning Point ya no hay vuelta atrás, no lo entiendes?”, no. “Pues llegas a una edad en que todo parece controlado, todo en orden, todo bien. Pero de repente suena la música del azar. Y da vértigo”. “es esa edad en la que ya no te crees eso de que tu padre era Dios”. Ahora callas. Vinimos a este café a beber y hablar y acabamos leyendo y callados.

Los camareros ya no atienden, las farolas de la calle hace rato que no ilumina la lluvia, ni el interior del local. Las caras del público están apagadas, cuanta perplejidad, parece que me entendieron, maldito azar.

One57


OneFiftySeven, acabas de cumplir 57 años y tu vida es una mierda, OneFiftySeven repites mentalmente. Su sandwich de pepino y rúcola señor Freeman, ¿le puso mozzarella?, sí señor Freeman, es un dólar cincuenta y siete centavos. OneFiftySeven, eres obsesivo, las vistas al East River quitan el aliento, pero tu vida es una mierda. Solo queda una hora y 57 minutos para el fin de semana, OneFiftySeven, por qué te compraste esa oficina en la 157 oeste, hoy no quieres zumo y pides una Miller’s fría. El ipad encendido, conectado al localizador de vuelos del JFK, es un viernes soleado. Señor Freeman, ¿si?, John Siccone trajo la fianza. OneFiftySeven, iréis a la casa de tus suegros en Vermont, interestatal 1, salida por la estatal 57. No, mierda. Sue ¿cuánto ha depositado el cliente?, Uno con cincuenta y siete señor. ¿Millones de dólares Sue? sí señor. Joder eso es mucha pastaOneFiftySeven exactamente.
Posas el dedo en el ipad.

Jose María Sánchez Alfonso. 157 palabras, OneFiftySeven. 

miércoles, 7 de noviembre de 2012

Conversaciones desde el otro lado




‑ Olga, cariño, hoy te has adelantado, como el invierno – la recibió en la entrada del piso, con una sonrisa falsa y nerviosa, la mirada de soslayo. 
- Y tú también – contestó sin saber realmente que decir, sorprendida de verle ahí tan solícito junto a la puerta –, ya veo que has cerrado las cortinas de nuestro cuarto, sabes que no me gusta echarlas hasta que nos metemos en la cama.
- Estás cansada, mira, iba a poner un poco de música mientras termino la cena. Oye: y cómo es que has llegado antes hoy? – Mateo le indicó el sofá con el brazo haciéndole un gesto para que se sentara, intentando no parecer forzado.
-¿Desde cuándo me recibes con música? – preguntó entre extrañada e incómoda, pero no quiso insistir porque su pareja tenía razón; estaba cansada y solo tenía ganas de sentarse frente a la televisión y cenar algo caliente.
- Es que el cambio de estación me pone romántico, ya sabes cómo soy yo – intentó disimular su agitación con una frase estúpida que ni él mismo comprendió.
- De verdad, no te conozco, ¿qué te pasa hoy? – no tenía ganas de discutir, era evidente que algo pasaba, pero ella alternaba los ojos entre el atrayente sofá y la televisión, que ya emitía las noticias de las nueve.
- Este cuadro encima del sofá me inquieta, los cielos tan negros, el rebaño huyendo para refugiarse en el bosque, el castillo tan oscuro en la colina...
- Por Dios, Mateo, este cuadro no te ha preocupado en tu vida, tengo hambre, voy a cambiarme y vengo en un momento – pero él le impidió el paso interponiendo con disimulo una pierna y sonriendo de nuevo falsamente.
- Olga, escucha, lo oyes?....¿oyes el viento? – hizo un esfuerzo desesperado por parecer relajado, como si nada pasara, solo se le ocurrió decir eso, la típica tontería sin sentido que solo se puede decir cuando se está al borde del abismo.
- ¿Te refieres al cuadro o a la calle?, oye, ¿me dices de una vez qué te pasa?
- Fíjate en la cara del pastor, está espantado porque pierde su rebaño y le angustia la tormenta que se echa ya encima, es hora de que cambiemos este cuadro, me angustia, me provoca desasosiego. No sé.... – tragó saliva, la nuez le subió y bajó muy lentamente, en un esfuerzo consciente  para evitar que se le notara la angustia.
- Mateo por favor, venga ya, voy a cambiarme.
- Que no Olga, hoy no, hoy te voy a traer la cena al sofá, te pongas como te pongas. 

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Ahora que empezaba a disponer de todo el tiempo del mundo, se metió el invierno, y la única ventaja que le veo es la temprana y mojada noche que cubre la calle desde las seis de la tarde.

Las mañanas son sufribles, ya lo eran de todas formas, y si hago alguna escapada a la carrera es a la tienda de comestibles junto al portal, pero las tardes son eternas, un divagar por pensamientos reiterativos, y sin sentido, un deambular por losetas que se empeñan en reflejarme, a lo largo de un apartamento polvoriento y semidesnudo, casi ausente de muebles pero lleno de recuerdos en la oscuridad.

Inventar pensamientos, ese es mi pasatiempo favorito, de esos que acaban revotando una y otra vez contra las ventanas del otro lado de la calle, a eso dedico la tarde. Y mirar, y mirar desde mi salón detenidamente los movimientos, hasta los más mínimos, de los vecinos de los edificios de enfrente. Con unos prismáticos de medio tamaño y cómodamente reclinado en el sillón de orejas que he colocado junto a la cristalera del comedor.

La pareja del cuarto piso del edificio de ladrillos, situado justo frente a mí, sin niños y ausentes durante el día, se sientan a cenar en un sofá verde de dos plazas, mirando hacia mi ventana, con una tenebrosa pintura de Caspar David Friedrich colgado a sus espaldas. 

Normalmente a las nueve la pareja perfecta emerge, con sus bandejas en la mano, de la brillante profundidad de la cocina y se adentran en una desolada penumbra de salón. Hablan en tono tedioso de lo ocurrido durante la jornada, gestos mecánicos, miradas cansadas después de un día de trabajo lejos de casa, el reflejo blanquecino de la televisión les da un aire fantasmal y vibrante que me intriga y me fascina a la vez.

Pero hoy no. Son las nueve y diez y la pareja perfecta está de pié junto al sofá verde, me dan la espalda y gesticulan, se diría que estudian y discuten los detalles del cuadro en el que nunca antes se habían fijado.

No suelen cerrar las persianas del dormitorio hasta que entran para dormir a las 11, en punto, pero hoy, extrañamente, esas persianas están echadas y hay una mujer fuera en el pequeño balcón, protegida del mal tiempo con una gabardina beige y un paraguas rojo. A pesar de la oscuridad puedo distinguir su mirada interrogante y angustiada, está paralizada y atrapada en ese metro cuadrado sin escapatoria.

Abajo en la calle puedo distinguir un taxista malhumorado haciéndole gestos, parece harto de esperar, el tubo de escape suelta humo. La mujer de la gabardina calcula la altura una y otra vez pero desiste.  
                           



domingo, 4 de noviembre de 2012

Tormentas y mentiras


      
Contándolo ahora puede dar la impresión de que ocurrió hace mucho tiempo, a veces me parecen siglos, pero solo sucedió hace 15 años. Recuerdo el invierno de 1987 como el más crudo de nuestra vida, el año que nos llevó al límite de las ganas de vivir y al borde mismo del abismo.

Y no todo fue por culpa de las tormentas, aunque solo con ellas hubiera sido suficiente para que se nos derrumbara el mundo, las mentiras también tuvieron mucho que ver para hundirnos y para salvarnos. No se recuerdan dos años seguidos de un Noroeste tan violento que parecía mandado por alguien que odiaba la presencia de seres humanos en esta costa, y que se alió con un océano que pareció volverse loco, un desconocido por completo para nosotros, y a punto estuvieron de hacernos naufragar.

A esto se sumó la escasez de pesca en los caladeros donde los hombres de esta zona han pescado toda la vida. Pero esto ya venía de atrás, fueron realmente varios años de escasez en el mar y de pasar necesidades.
Y solo hicieron falta algunas conversaciones en el bar del puerto, en voz baja con esos hombres de fuera. Y los mismos malditos otra vez rondando a Cristóbal en sus horas bajas, esperándolo en la soledad del muelle. 

Lo sabían desolado y sobrevolaban sobre él como buitres carroñeros, esperando pacientemente que su víctima cayera de rodillas, parecían oler desde las alturas un simple un gesto de desesperación. Esos colombianos mal nacidos supieron tentarlo pillándolo por sorpresa en las esquinas ventosas del pueblo o en sus solitarios paseos nocturnos de vuelta del puerto a casa.

Hasta que lo atraparon, y al Antón lo cazaron también. Pobres tontos, con dos buenas traineras de tamaño medio y motores de 300 caballos tenían suficiente. Con el patrón manejado como un pelele y dos buenos marineros por barco ya tenían el equipo, los muy cabrones. Unas buenas comisiones y un plan de trabajo sin complicaciones ni riesgos, todo muy fácil, fueron suficientes.

Después del primer invierno de tormentas se formó la primera gran mentira. La Catuxa se convirtió en la tonta de la casa, me lo tragaba todo, o eso aparentaba por el bien de la familia. Cuando el dinero empezó a correr con tanta alegría ya le empecé a preguntar y él empezó a mentir como un bellaco.

- ¿Es que mejoraron los caladeros o qué?– le preguntaba yo sin ganas mientras terminaba la cena y él se sacudía la humedad del mar en la chimenea.
- Que si Catuxa, que ya te dije que esto va para arriba otra vez– siempre fue de pocas palabras, como todos los marineros, así que yo lo dejaba en paz. Pero los niños si querían saber.
- Padre, si hay más peixes entonces habrá para bicicletas en Reyes?.
- Ahora sí, y habrá para más.
- Y para mí, que ando deslomada de restregar ropa, una lavadora d’esas, no?– me atrevía a decir inocentemente, sin intuir siquiera a esas alturas que habría para mucho más.
- Esto va a cambiar, el Mingo, que lo sabe todo de marinería, díjome que vienen años de Noroeste calmo y mais peixes no mar do Anxo– lo decía sin mirarnos a la cara, con los ojos fijos en el fuego, y frotándose fuerte las manos, para convencerse a si mismo que no estaba mintiendo.

Fueron 18 meses de salidas discretas al caer la tarde, hasta los domingos marchaban, al mar bajo de Anxo decían, y perdíanse de la vista por el Cabo da roca soltando dos hilitos de humo negro que se fundían con la niebla. Nada de mar de altura ni grandes olas, decían, solo pegados a la costa .

Regresaban silenciosos a la madrugada, con el ronroneo de la vergüenza estrellándose contra los muros de la escollera. Se acercaban al puerto como dos lobos que vuelven al monte con los ojos brillantes y la boca humeante de sangre fresca, y con la panza de las traineras llenas de dios sabe que.

Pero la gente no tardó en darse cuenta de que algo raro pasaba, el Antón iba a ver a sus suegros a Muxia cruzando el pueblo sin disimulo, con su BMW nuevo. Mi Cristobal bajaba al bar del puerto con su todoterreno rojo a estrenar. Mis hijos pedaleaban por las calles enseñando unas bicicletas demasiado caras. Y la Martiña y la Catuxa fueron las últimas en enterarse de los detalles, tontas de nosotras con la mentira delante, y no la veíamos de lo cerca que la teníamos y de lo grande que era. O no la queríamos ver.

Una tarde bajó a mi casa la Martiña con cara de muerta y respirando a duras penas, parecía ahogarse, no hizo falta que abriera la boca, lo leí todo en esa mirada de loca. La agarré del brazo y nos metimos deprisa en el lavadero del corral, para que pudiera hablar, lejos de las lenguas de las vecinas, y de los oídos de la abuela.

En la oscuridad del cuartito nos hinchamos de llorar, nos desahogamos en un abrazo largo, pero por más que llorábamos no veíamos la salida a una mentira tan gorda. Se rumoreaba en el pueblo que la Guardia Civil rondaba a los maridos, que andaban detrás de ellos y los vigilaban, que estuvieron preguntando a los marineros en el bar, y se decía hasta que anduvieron por la cofradía para hablar con el Mingo.
En el mercado nos dirigían miradas como cuchillas. El silencio, cuando cruzábamos la plaza, quemaba como el fuego. Los cuchicheos resonaban dentro mi cabeza como gritos de viejas locas que señalaban con el dedo.

Meigas de aldea vestidas de negro me rodeaban en sueños oscuros y se reían de mí a carcajadas hasta hacerme despertar sudando, y en la soledad de la cama esperaba asustada hasta oír, ya de madrugada, el esperado ronroneo lejano, navegando pesado y lento sobre las olas del dinero, y solo entonces respiraba tranquila.

Me di cuenta entonces de que esto acabaría muy mal sin posibilidad de evitarlo, y al menos, pensé, debería saber cuándo vendrían a por nosotros para tenerlo todo preparado, para evitar que los niños y la abuela presenciaran algo tan humillante para la familia.

Al día siguiente me presenté en el cuartelillo de Castredo dispuesta a hablar con Tiago que llevaba años allí destinado como sargento, sabía que él no me negaría información, desde niños estuvimos muy unidos, yo siempre fui su prima favorita y a pesar de no habernos visto desde hace unos años, él no me dejaría tirada al borde de la ruina, no sin al menos haberme echado una mano.


- Catuxa, no me pidas eso, por favor, sabes que pongo en riesgo mi puesto– le planteé el asunto por sorpresa y sin rodeos, él se quedó en blanco al escucharme y se puso cruzar las piernas de un lado y otro, nervioso.

- Tiago, primo, no me dejes tirada, esto es lo más duro por lo que he pasado en mi vida– yo intentaba controlarme y mantener un mínimo de dignidad en mis palabras, pero él se dio cuenta inmediatamente de mi desesperación.

- Prima pero ¿no te das cuenta de que me pides información secreta de un asunto bajo investigación?– me miraba intensamente a los ojos, se pasaba nervioso las manos por la cabeza, sudaba por todos los poros, el pobre lo estaba pasando peor que yo.

La conversación no duró mucho, la relación que nos unía tuvo más fuerza que la amenaza para su carrera profesional. Solamente me dijo que vendrían a por Cristóbal en dos semanas, exactamente el martes 1 de noviembre, fiesta de los difuntos, porque sabrían que ese día nadie salía a “faenar”. Y vendrían a la hora de la siesta, porque a esa hora lo pillarían seguro, y desprevenido, los fillos de puta.

No tenía tiempo que perder, a la desesperada me puse a montar una mentira más grande aún, que tapara a la anterior, como cuando una tormenta devastadora borra las huellas que una anterior que ya causó daño haciendo parecer que no pasó. Y para urdir mentiras a las mujeres no hay quien nos gane, así que me puse manos a la obra, junto con la abuela.

- Mi hermano Cristóbal, ah, sí sí, mi hermano, cómo está mi hermano.....Cristobal?– recostado en su cama con la mirada perdida en los montes sembrados de eucaliptos, no me había conocido todavía.

- Xurxo, mírame bien, soy tu cuñada, la Catuxa– hacía años que no nos veíamos, siempre lo tratamos como un mueble inútil en la familia, vivía por su cuenta de lo que pillaba, nunca estuvo del todo con la cabeza en este mundo – te veo muy bien, no has envejecido para nada– le mentí para intentar ganármelo.

- La Catuxa.....coño! la Catuxa, ya te recuerdo, ¿qué se te perdió en Corrubedo?, ¿cómo demonios encontraste la casa?... – ahora sí me clavó la mirada, tenía las mismas facciones, los ojos iguales a los de su hermano, idénticos, la misma mirada profunda y azul que me provocó un leve  temblor de emoción.

- Xurxo, escúchame bien, Xurxo ¿me estás escuchando?......– Se lo conté todo al detalle, no me quedé con nada, me desahogué esa tarde. Estuve con él hasta que se echó la noche y no me fui de allí hasta que no estuve segura de que lo entendió todo, hasta que no se hizo a la idea de la gravedad de la situación de su hermano y su familia. Me volví a casa conduciendo por esas carreteras de dios, con el corazón en un puño, con la duda metida como la humedad en el cuerpo.

Mi primo Tiago dio en el clavo, un furgón de la Guardia Civil subía por la cuesta del puerto hacia nuestra casa a la hora de la siesta, yo estaba apoyada en la ventana de la salita que daba a la calle, temblando como un rodaballo recién pescado, muerta de miedo y agarrándome fuertemente al respaldo del sofá. No saldría, no podía salir, mi plan iba a fallar porque todo fue una ilusión fruto de la desesperación, tonta de Catuxa al borde del derrumbe y de las lágrimas, con la cara demacrada y huesuda, te lo habías ganado por haber escondido la mentira tanto tiempo, todo se iba al carajo. Dos guardias se bajaron del furgón verde y cruzaban la calle en dirección a mi puerta. Cristóbal, todo inocente, se echaba agua en la cara para irse al bar del puerto a pasar la tarde, y ya se le oía bajar por las escaleras.

En ese momento, justo cuando los civiles tocaban el timbre de la puerta, a menos de un metro de mí, y el Cristóbal ponía los pies en el rellano de la escalera, se oyó el claxon de un coche aparcando junto a nuestra puerta. Era el Ford fiesta azul de Xurxo, que me vio antes de salir y me saludó con la mano. Los dos guardias se giraron hacia el coche y al ver a mi cuñado le hicieron bajar del coche y le pidieron la documentación, le hicieron gestos para que los siguiera y lo introdujeron en el furgón. Entonces ya me fallaron definitivamente las piernas y me derrumbé junto al sofá.

Ahí se llevaban a un hombre inocente, un pobre desgraciado al que los médicos habían regalado seis meses más de vida, y que nació unos segundos antes que su hermano.